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bachillerato, se convirtió en una fervorosa sionista y poco después fue reclutada por los servicios secretos israelíes. Se la destinó a una célula en la que era la única mujer.

      Tres años más tarde, se vio implicada en unos hechos que cambiaron su vida: los atentados de El Cairo y Alejandría, llevados a cabo por iniciativa de la inteligencia militar israelí para evitar la salida de las tropas británicas del país tras la crisis de Suez. Israel temía que el presidente Nasser nacionalizara el canal y decidió crear un clima que indispusiera al régimen egipcio con Estados Unidos y la comunidad internacional.

      Pinchas Lavon, ministro de Defensa, ordenó una operación encubierta para atentar contra instalaciones civiles británicas y estadounidenses con el objeto de responsabilizar de esas acciones a Nasser, que había derrocado al rey Farouk en 1952 y en el que veían una amenaza para los intereses occidentales. El trabajo de sabotaje fue encargado a la célula de Ninio, bautizada como Unidad 131, que entonces tenía 24 años.

      En julio de 1954, los agentes israelíes colocaron un artefacto incendiario en una oficina de correos e intentaron poner una bomba que no explotó en un teatro británico de Alejandría. Uno de los autores fue detenido en el acto y al parecer delató a sus compañeros. También hicieron estallar otra bomba de nitroglicerina en una librería estadounidense en El Cairo. Hubo algunos daños materiales, pero ninguna víctima mortal.

      Dos de los miembros de la unidad se suicidaron cuando estaban a punto de ser capturados. Ninio y otros compañeros fueron detenidos, torturados y encarcelados. Ella misma confesó años más tarde que había intentado suicidarse en prisión en varias ocasiones.

      Más de seis décadas después, todavía hay incógnitas sobre la llamada Operación Susana. Al parecer, el Mosad no estaba de acuerdo con Defensa. Hay indicios sólidos de que el grupo de Ninio fue en realidad traicionado por Avri Elad, un personaje muy turbio que trabajaba para los dos bandos, de suerte que el Gobierno egipcio conocía la intentona.

      Los autores de los atentados fueron llevados a juicio en diciembre de 1954. Nasser aprovechó la ocasión para hacer una campaña antijudía y antibritánica, mientras dos miembros de la célula fueron condenados a muerte y ahorcados. A Ninio, tras revelarse que las confesiones de los inculpados habían sido obtenidas bajo tortura, se la condenó a quince años de cárcel por ser mujer. Poco después, Avri Elad fue juzgado y sentenciado a diez años de prisión en Israel por advertir a los egipcios.

      La Operación Susana produjo un escándalo político en Israel. El ministro Lavon manifestó que él no sabía nada de los atentados y responsabilizó a Simon Peres, su número dos, pero la investigación efectuada por el Tribunal Supremo concluyó lo contrario. Un oficial de la inteligencia militar declaró que las ordenes habían partido de Lavon, que tuvo que dimitir tras provocar una crisis de Gobierno. Ben Gurion asumió el mando.

      Tras cumplir trece años de cárcel, Ninio y otros condenados fueron intercambiados por prisioneros egipcios en 1968 tras la Guerra de los Seis Días. Abandonó su país natal y se fue a vivir a Israel, donde se casó en 1971. Fue recibida como una heroína y la primera ministra Golda Meir asistió a su boda. Ninio se matriculó en la Universidad de Tel Aviv tras haber aprendido hebreo con más de 40 años. Murió en octubre de 2019.

      William Joyce

      Era un nazi fanático que emitía por radio desde Hamburgo para pedir a los ciudadanos británicos que se rindieran. Fue ahorcado por alta traición en 1946, pese a que no poseía la nacionalidad británica. No se arrepintió ni pidió perdón. Defendió sus ideas hasta el final.

      La voz de la traición

      William Joyce fue ahorcado en la prisión de Wandsworth el 3 de enero de 1946. Una nota, clavada con chinchetas, anunciaba su ejecución en la puerta de la cárcel, donde se agolparon cientos de curiosos. Su cadáver fue enterrado en una tumba anónima del recinto.

      Unas semanas antes, el Tribunal de Apelaciones había confirmado la sentencia a pena de muerte por alta traición, dictada por un juzgado de Londres. El proceso suscitó una enorme expectación porque Joyce era un personaje muy popular, cuya voz era escuchada cada noche por varios millones de británicos durante la guerra.

      Pero Joyce no defendía la causa de un país asediado por Hitler, sino que, por el contrario, hablaba desde una radio de Hamburgo para exaltar la superioridad del nazismo y pedir a los británicos que se rindieran. Unos soldados lo capturaron en un bosque de Flensburg en 1945 y fue deportado para ser juzgado.

      Joyce, más conocido por lord Haw-Haw, había sido responsable de propaganda del partido fascista de Oswald Mosley, donde había brillado por su cultura y sus cualidades oratorias, pero también por una veta violenta y antisemita. Una gran cicatriz le cruzaba la cara.

      Los jueces tuvieron que forzar las leyes para condenarle, ya que Joyce tenía la nacionalidad estadounidense y, por ello, no se le podía acusar técnicamente de traicionar a un país al que no pertenecía. Pero entendieron que era culpable por ser titular de un pasaporte británico, obtenido de forma irregular.

      Lo más llamativo del caso Joyce es que él reivindicó su colaboración con Hitler como un acto de patriotismo y se negó a solicitar clemencia con el argumento de que había hecho lo mejor para su país porque, hasta finales de 1943, creyó que la derrota era inevitable.

      La biografía de este hombre está llena de paradojas. Nacido en Estados Unidos, de padre irlandés y madre inglesa, siendo joven se alistó en el Partido Fascista británico. Militó en su facción extrema, que no eludía las peleas con sus adversarios. En una de ellas, le rompieron la nariz y, en otra, le dejaron una cicatriz en la cara. Durante su juventud en Irlanda, colaboró con los grupos unionistas y estuvo a punto de ser ejecutado por el IRA. Luego rompió con Mosley, al que consideraba un aristócrata poco comprometido con la causa. Al iniciarse la Segunda Guerra Mundial, decidió marchar a Berlín y ponerse al servicio de Hitler.

      Cuando su condena fue dictada, ni un solo ciudadano británico alzó su voz para defenderlo. Era la encarnación popular del traidor, de la mezquindad y del deshonor. Su propio aspecto físico era repugnante. Reunía todas las características para que nadie sintiera clemencia o compasión.

      Tras leer El significado de la traición, el libro de Rebbeca West, surgen inquietantes preguntas para las que no hay respuesta porque Joyce no cambió de bando ni de ideas ni de patria. Fue siempre consecuente con lo que pensaba y así lo expuso en la vista que tuvo lugar en la Cámara de los Lores.

      No buscó excusas ni justificaciones. Tampoco pidió perdón. Y ni siquiera alegó que no era ciudadano británico. Subió al cadalso tras asumir que era preferible morir a traicionar la ideología criminal a la que se había adherido. Su conducta nos fuerza a reconsiderar el término de traidor, que habitualmente implica una contradicción entre lo que se piensa y lo que se hace. Joyce fue coherente con su propia monstruosidad. Inquietante.

      Isser Harel

      Fue el fundador y primer director del Mosad. Había emigrado de Letonia a Palestina en los años treinta. Era tan discreto que ni su mujer sabía a lo que se dedicaba. Secuestró a Eichmann en Argentina y lo llevó a Israel para ser juzgado. Tuvo que dimitir por los atentados contra científicos alemanes en Egipto.

      El espía que capturó a Eichmann

      Era tan discreto que ni su mujer ni su hija sabían cómo se ganaba la vida. Jamás apareció en los medios de comunicación ni en ningún acto público. Ese perfecto desconocido se llamaba Isser Harel y fue el fundador y el director del Mosad desde 1952 hasta 1963.

      Ya en 1948, David Ben-Gurion, primer ministro israelí, lo colocó al frente del Shin Bet, la agencia de contraespionaje. Era entonces un joven sionista que había destacado por su osadía y su inteligencia en el Haganá, la organización paramilitar judía. Cuatro años más tarde, le nombró director del Mosad con plenos poderes en materia de seguridad interna y espionaje en el exterior.

      El momento más crucial de su carrera se produjo en 1960, cuando un fiscal alemán proporcionó al Gobierno de Ben-Gurion información sobre el paradero de Adolf Eichmann, uno de los jefes

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