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de la red eran conocidos como «los pianistas», dado que usaban un telégrafo operado manualmente. Gracias a los contactos de la Orquesta Roja, los jefes militares estaban avisados de todos los movimientos de las tropas alemanas en Stalingrado. Trepper, que utilizaba de tapadera una empresa comercial belga, logró sobrevivir y murió en Jerusalén en 1982. Pero la gran mayoría de sus agentes fueron localizados y eliminados tras ser torturados.

      Otra de las figuras míticas del mundo del espionaje, Mata Hari, una famosa bailarina en París, fue ejecutada en el castillo de Vincennes en 1917. Se la acusó de estar al servicio del espionaje alemán durante la Primera Guerra Mundial, pero antes había trabajado para los franceses. Era una mujer alegre, muy atractiva, de vida disoluta, que confraternizaba con la cúpula militar de uno y otro bando. Pero fue condenada a muerte pese a que la información que vendía era irrelevante, poco más que un rumor. Fue fusilada a los 41 años, mientras lanzaba un beso al pelotón de ejecución, en el lugar donde Napoleón había dado la orden de acabar con el duque de Enghien.

      Si Mata Hari no tuvo reparos en servir a ambos bandos, Eddie Chapman elevó el engaño a la categoría de arte. Era un ladrón de poca monta que estaba encarcelado en las islas del Canal cuando los alemanes tomaron el enclave en 1941. Decidieron llevarlo a Alemania y reclutarlo como espía de la Abwehr. Confiando en su lealtad, lo enviaron a Londres con un radiotransmisor y una fuerte suma de dinero para que obtuviera información de las plantas de fabricación de armamento y aviones. Pero Chapman contactó con el servicio secreto británico, que lo utilizó para intoxicar a los alemanes. Su mayor hazaña fue proporcionar una ubicación falsa de la fábrica de motores de cazas en Coventry. Siguiendo sus indicaciones, la Luftwaffe bombardeó una gigantesca maqueta de cartón. La intoxicación surtió efecto y Chapman fue condecorado con la cruz de hierro, felicitado por el Führer y ascendido a oficial.

      La técnica de engañar a la aviación alemana con carcasas de cartón piedra fue utilizada en más de una ocasión por los servicios británicos. El maestro de esta práctica fue Jasper Maskelyne, un ilusionista que triunfaba en los teatros de Londres. Construyó una gigantesca maqueta del puerto de Alejandría para despistar a la Luftwaffe, camufló los tanques ingleses en el desierto africano y diseñó un juego de luces para confundir a los aviones alemanes en el canal de Suez.

      Con métodos bien distintos, también desempeñó un papel clave en el engaño a Hitler el agente español Joan Pujol, un catalán bautizado como Garbo reclutado por los alemanes en Madrid. Pujol, al servicio de la inteligencia británica en Londres, rindió un gran servicio a los Aliados al engañar a la Abwehr, a la que indujo a creer que la invasión se produciría por Calais, donde se concentraron las tropas de la Wehrmacht.

      Otro espía español de la misma época fue Juan Gómez de Lecube, un extremo del Atlético de Madrid en los años veinte. Se alistó en el bando nacional durante la Gue­­rra Civil y, posteriormente, fue reclutado por la Abwehr, que lo envió a Panamá para informar de los movimientos de la Armada británica. Pero jamás llegó a su destino porque fue detenido en la isla de Trinidad. Lo deportaron a Londres, donde fue internado en un campo de prisioneros. Los británicos tenían pruebas concluyentes de que trabajaba para los nazis, pero él siempre lo negó. Desde su cautiverio escribió cartas a Jorge VI en las que reivindicaba su inocencia y denunciada que estaba siendo maltratado. Volvió a España al acabar la contienda y se ganó la vida como entrenador de equipos de fútbol.

      Eddie Chapman fue despedido por sus jefes en 1945 sin recompensa económica alguna, como él reclamaba. Garbo emigró a Venezuela, abrió diversos negocios y murió en Caracas en 1988. Los dos se fueron al otro mundo sin que nadie conociera los servicios que habían prestado a la causa británica. Hoy se reconoce que su labor de engaño ahorró miles de vidas de soldados. No hay duda de que tenían un extraordinario talento para la duplicidad. Ambos fueron el perfecto ejemplo del triple agente, siempre obligado a un complicado equilibrio mental para no delatarse. En los dos casos, los alemanes estaban convencidos de que estaban infiltrados en las filas enemigas, mientras que en realidad trabajaban para los británicos, que les facilitaban información verdadera de escasa utilidad para engañarles en lo importante.

      Puede incluso que en algunos momentos estos triples agentes dudaran de a quién servían en realidad, lo mismo que seguramente le sucedió a Kim Philby, que, pese a sus palabras, sufría un conflicto de lealtades, ya que era hijo de un militar y sus mejores amigos trabajaban para el MI6. El alma de los espías está llena de secretos, por lo que habría que ser cautos a la hora de formular juicios morales sobre su conducta. Muchos de ellos han pasado a la historia como traidores, pero casos como el Penkovski o el de Philby inducen a pensar que la traición puede ser una forma de fidelidad a las convicciones.

      Heterodoxos y románticos

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      Los orígenes

      El alma del espía

      Espiar es un hábito —o una necesidad— tan viejo como la humanidad. Disponer de información de lo que piensa tu vecino o tu adversario es una gran ventaja en términos de pura supervivencia. Por eso, ya los persas disponían de espías en Grecia y los romanos se gastaron cuantiosas sumas en sobornar a los aliados de Yugurta para localizar al huidizo caudillo numidio, finalmente traicionado y llevado a la capital del Imperio para ser ejecutado.

      Este libro se centra en los espías modernos. Primero, porque existen documentación y testimonios que hacen posible seguir su trayectoria. Segundo, por acotar el tema, que es inmenso, inacabable. Por tanto, la primera figura que aparece en este volumen es la de Mata Hari, fusilada en el castillo de Vincennes en 1917 por pasar secretos al alto mando alemán.

      Mata Hari es una especie de mito fundacional del espionaje, una leyenda que ha inspirado novelas y películas, pero lo cierto es que más bien fue una víctima, un útil chivo expiatorio para distraer a una sociedad frustrada por una guerra interminable que devastó el país y que costó la vida a la flor y nata de la juventud francesa.

      Mata Hari era holandesa de nacionalidad y no tenía ninguna idea política. Era una cortesana que se metió, por dinero o por pura frivolidad, en un peligroso juego que se le escapó de las manos. Por el contrario, Sidney Reilly sí hizo su trabajo por convicciones ideológicas. Era un aventurero, pero también un ferviente anticomunista. No dudó en correr grandes riegos que provocaron su detención y su ejecución en 1925.

      Visto con la perspectiva del tiempo, Reilly era un héroe romántico que utilizaba sus habilidades para el engaño. Tres décadas después, es difícil ver algún romanticismo en espías como Kim Philby, que antepuso su fidelidad ideológica al comunismo a los intereses de su patria. Su traición sigue siendo hoy un enigma.

      Muchos más claros están los motivos de Jesús Monzón, un comunista navarro que se había refugiado en Francia tras la derrota republicana. A pesar de sus diferencias con la cúpula del partido y su milagrosa supervivencia en la clandestinidad durante la ocupación nazi, Monzón reclutó miles de exiliados republicanos para invadir la España de Franco en 1945. Era una loca aventura destinada al fracaso.

      Las vidas de los personajes que aparecen en este primer capítulo son heterogéneas, no hay una unidad temática ni temporal, pero en cierta forma representan una forma de entender el espionaje como una manera de vivir, con un toque romántico y extravagante.

      Esto lo representa muy bien Karin Lannby, la actriz y periodista sueca que vino a España en los años treinta por su admiración por García Lorca. Se listó como espía en las filas republicanas hasta que fue expulsada. Lannby sería después una de las muchas mujeres en la vida de Ingmar Berman, el director sueco, quien se inspiró en ella para hacer Silencio.

      Pero también se puede ser espía por accidente o por necesidades vinculadas a la pura supervivencia. Es el caso de Juan Martínez, un bailarín burgalés que estaba actuando con gran éxito en Rusia cuando estalló la Revolución bolchevique en 1917. Tras ejercer distintos oficios, acabó en la Cheka por puro azar. Su increíble historia está contada por Chaves Nogales, que lo rescató del olvido.

      Otro

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