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iba a ser asesinado por unos indígenas. En agradecimiento a su valor, Fothergill lo recompensó con 1500 libras, le compró un pasaje para Londres y le consiguió la nacionalidad británica.

      A partir de este momento comienza la leyenda de Reilly, que al parecer emigró a Francia, donde mató a sangre fría a dos anarquistas en un tren para robarles. Tras su vuelta a Londres en 1896, creó una empresa de medicamentos y se casó con la viuda del reverendo Hugh Thomas, que había heredado una ingente fortuna. Hay indicios de que Reilly lo envenenó para desposar a su mujer.

      Tres años después, conoció a William Melville, un jefe de Scotland Yard, que lo contrató como espía tras crearle una nueva identidad. Rosenblum pasó a apellidarse Reilly. Melville le envió a San Petersburgo para recabar información sobre la relación rusa con Japón.

      Era tan hábil que fue fichado por el general Motogiro, que le pagó elevadas sumas por espiar para los servicios secretos japoneses mientras servía a los británicos. Reilly, fingiendo ser un rico empresario maderero, logró robar los planos de Port Arthur en Manchuria que facilitaron el ataque japonés a los rusos.

      Fue el comienzo de una increíble serie de hazañas entre las que figuran la concesión de la compra de petróleo a la Anglo Persian Oil Company, el robo de los planos de unos aviones de la Krupp en Alemania, la falsificación de una carta de Zinoviev en la que figuraba un imaginario plan para derrocar al Gobierno británico y la fabricación de billetes para ayudar a la resistencia contra los bolcheviques.

      A partir de 1918, Reilly viajó a Rusia y permaneció allí durante largas temporadas. Planeó el asesinato de Lenin, conspiró con los generales zaristas y les facilitó armamento hasta que fue atrapado, torturado salvajemente y fusilado en Moscú por orden de Stalin.

      Juan Martínez

      Tras triunfar en París y Constantinopla como bailaor flamenco, inició un periplo que le llevó a la Rusia soviética. Allí vivió los horrores de la guerra civil entre comunistas y blancos. Sobrevivió haciendo de crupier, traficante de joyas y chekista. Escapó desde Odesa en barco en 1922, tras simular que era italiano.

      Bailando en la revolución

      Nadie sabría hoy de la extraordinaria peripecia de Juan Martínez de no ser por el periodista Manuel Chaves Nogales, que lo conoció en París en los años treinta y escribió una biografía novelada en la que cuenta la dramática y singular historia de este bailaor de flamenco nacido en Burgos.

      Martínez llegó a San Petersburgo en 1917, el día de la abdicación del zar Nicolás, y tuvo que sobrevivir durante cinco años en la Rusia soviética, ejerciendo los más diversos oficios y pasando todo tipo de penalidades. Pudo ganarse el sustento con su profesión de bailarín durante un tiempo, pero tuvo que subsistir como crupier de un casino, traficante de joyas, artista de circo e incluso como chekista en Kiev, donde trabajó tanto para los comunistas como para los insurrectos contra la Revolución.

      Martínez y su esposa Sole habían logrado una cierta notoriedad en España como pareja flamenca, hasta que optaron por emigrar a París a comienzos de 1914, antes del estallido de la Gran Guerra. Allí triunfaron en los cabarets de Montmartre, gozaron de las mieles de una vida bohemia y lograron el mayor éxito de su carrera: ganar un concurso internacional de tango.

      Unas semanas antes del inicio del conflicto, los Martínez decidieron marchar a Constantinopla, donde les habían ofrecido un lucrativo contrato. Pero pronto su estancia se convirtió en una pesadilla al ser acusados por un extravagante comandante de los servicios secretos alemanes, enamorado de Sole, de ejercer de espías.

      Lograron huir a Bulgaria, donde un aduanero detuvo al bailaor al ver en su pasaporte que era de Burgos. «Usted es búlgaro porque ha nacido en Burgas». Martínez tuvo problemas para convencerle de que había visto la luz en la villa del Papamoscas y no en Burgas, una ciudad del mar Negro. La pareja logró a pasar a una Rumania en guerra, de la que también Juan y su esposa tuvieron que salir corriendo para escapar de la devastación y la miseria.

      Todo parecía irles de maravilla en la Rusia zarista. Llegaron sin un céntimo, pero muy pronto triunfaron con su arte y ganaron una considerable cantidad de dinero, hasta que estalló la Revolución y se quedaron atrapados en el país de los sóviets. Ida y vuelta de Moscú a San Petersburgo, luego a Kiev y, por último, a Gomel.

      Los Martínez fueron testigo en esos lugares de las brutalidades de los comunistas y los blancos, que libraban una guerra tomando a la población como rehén: asesinatos, saqueos, violaciones y destrucción a escala masiva. Fue un milagro que pudieran seguir vivos y que lograran escapar en 1922, al conseguir un salvoconducto gracias a fingir que eran de nacionalidad italiana.

      Salieron de Odesa en barco y pudieron regresar a España, hasta que decidieron instalarse en París. Aquí se pierde el rastro de los Martínez, cuya tragedia hubiera quedado en el anonimato sin el testimonio de Chaves Nogales, otra víctima de la barbarie y de la intolerancia que falleció prematuramente en su exilio en Londres en 1947.

      Jesús Monzón

      Organizó la invasión de un ejército de 5000 guerrilleros que entraron por Arán para derrocar a Franco en 1945. Fue expulsado del PCE y condenado a muerte por Carrillo. Tras salir de la cárcel en España, se exilió en México hasta 1967. Acabó sus días como profesor de Alta Dirección en Mallorca.

      Nada de lo que arrepentirse

      Más de 40 años después de su muerte, la maldición que le persiguió en vida sigue ocultando su memoria. Y ello porque Jesús Monzón fue expulsado del Partido Comunista de España (PCE) en 1944 y acusado de traidor, semanas después de encabezar un ejército que penetró por el valle de Arán para derrocar a Franco.

      Monzón era entonces el jefe del aparato clandestino de PCE en París y logró reclutar a más de 5000 guerrilleros republicanos españoles, que cruzaron los Pirineos para iniciar una guerra contra el régimen del yugo y las flechas. El dirigente comunista contaba con un apoyo aliado que no se produjo y fracasó en su intento.

      Santiago Carrillo reprochó a Monzón la iniciativa, que no había obtenido la aprobación de la dirección del partido, refugiada en Moscú, y lo expulsó. Desde entonces, quienes osaban romper la disciplina eran tachados de «monzonistas», un adjetivo que durante tres décadas fue sinónimo de entreguismo al enemigo.

      Pero Monzón, fundador y líder del PCE en Navarra durante los años treinta, nunca fue un traidor. Fue detenido por la Policía española en Barcelona en 1945 y posteriormente sometido a un juicio militar en el que resultó condenado a 30 años de cárcel. Evitó la pena máxima por la intercesión de sus compañeros de juventud en Pamplona, entre los que destacaba Tomás Garicano Goñi, ministro y prohombre del franquismo.

      Esos lazos eran tan fuertes que Monzón salvó la vida al estallar el Movimiento en Pamplona gracias a que un amigo carlista, Francisco Lizarza, lo ocultó en su casa y consiguió pasarlo a Francia disfrazado de fraile capuchino. Por ese gesto Lizarza fue fusilado.

      En 1959, Monzón salió de prisión y se marchó a México, donde encontró trabajo en un banco y luego como profesor del Instituto Panamericano de Alta Dirección Empresarial. El joven que había asaltado con armas en 1936 el Palacio de la Diputación y que había liderado el Frente Popular en Navarra empezó a ganarse la vida mediante la formación de los cachorros del capitalismo.

      Monzón y Aurora, su mujer, volvieron a España en 1967 y el IESE de Barcelona le encomendó abrir una escuela de negocios en Mallorca. Fundó y dirigió en Palma el Instituto Balear de Dirección de Empresas hasta su defunción en 1973.

      El comunista navarro fue un hombre perseguido por el infortunio. Perdió a su único hijo, estuvo en las prisiones franquistas durante 14 años y padeció la ignominia y el exilio. Pero según contó Enrique Lister, la Policía franquista también le salvó la vida al detenerlo, ya que Carrillo había ordenado su ejecución por traidor.

      Jesús Monzón se negó en su lecho de muerte a recibir la confesión y le dijo al sacerdote: «No tengo nada de lo que arrepentirme». Ese podría haber sido su epitafio.

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