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en una nota al pie de la página 54.

      La primera, que todo aquello que es conocido, tanto en su contenido como en su estructura conceptual y judicativa, nos es dado por la experiencia, es decir, que la realidad empírica misma está ordenada en núcleos-objetos de conceptos y juicios; una tesis que deriva en lo que la teoría del conocimiento denomina «realismo ingenuo»: la realidad es tal y como la mente humana la describe, porque esa descripción es fruto de la realidad misma. Esta teoría ingenua ha tenido diversas formulaciones, tanto antes como después de Kant. Antes, en las tesis que concebían el alma (la psique, en lenguaje clásico; el entendimiento, en lenguaje moderno) «tamquam tabula rasa in quam nihil est scriptum», es decir, como una tablilla sobre la que la realidad escribe, o mejor, sobre la que la realidad se escribe (o describe) a sí misma, se refleja como en un espejo. Esta misma concepción ingenua, la ha defendido un conocido representante del materialismo dialéctico del siglo XX, Vladimir Lenin (1870-1924), cuando sostenía que el conocimiento es un reflejo de la realidad.

      La segunda consecuencia de este planteamiento, es que sólo conocemos aquello que la realidad nos proporciona, y como la realidad sólo puede afectarnos a través de los sentidos, que nada que no sea sensorial puede ser objeto de conocimiento. Llevado a sus últimas consecuencias, eso querría decir que nuestro conocimiento no difiere del de aquellos animales que cuando menos tengan una estructura sensorial parecida a la nuestra (visual, auditiva...). Y de eso no sólo se desprende que no es posible el conocimiento de aquellos objetos que no tienen propiedades empíricas, sensoriales, como Dios, el alma, las substancias de las cosas (entendidas como sujetos libres de todo predicado, y por tanto, al margen de cualquier predicado sensorial), sino que el conocimiento humano no puede decir nada sobre la realidad, no elabora teorías, no aventura hipótesis, no razona sobre los hechos buscándoles explicación: no hay investigación. En términos kantianos, con esta perspectiva no es posible ningún conocimiento a priori (que no provenga de la experiencia) de la realidad.

      Curiosamente, si reflexionamos un poco, si eliminamos los sentidos y pensamos en un entendimiento que no esté limitado por los sentidos (vista, tacto...), esa actitud cognitiva es el conocimiento divino: podríamos concebir a Dios como un espejo del universo; por eso Dios es omnisciente, todo le es presente. Por supuesto que esta forma de presencia se identifica con la tesis teológica de Dios como inteligencia creadora: es por eso que todo le es presente, porque es creación suya. Pero dejemos la teología, aunque sea el horizonte desde el que cabe entender la revolución kantiana, como intento de hacer de la epistemología un estudio del conocimiento humano y no, como hasta entonces, un estudio del conocimiento en general para los hombres y Dios.

      Los hombres no son dioses, y nuestro conocimiento no es presencial: no tenemos presentes los objetos en todas sus dimensiones y los sucesos en todas sus complejidades. En esta constatación radica el fundamento de este «cambio de método en la forma de pensar», que Kant propugna y ha sido denominado giro copernicano: en la visión ptolemaica del universo, se pensaba que la Tierra era el centro en torno al cual giraban todos los planetas; Copérnico aventuró la hipótesis de que era la Tierra la que giraba en torno al Sol, y no al revés. Kant aventuró la hipótesis de que el objeto se regulaba por las leyes del entendimiento, y no al revés:

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