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que castigarla! —afirmó la señorita Minchin—. ¡Te mereces una tunda, por mala!

      Lottie lloró más fuerte que antes. La señorita Amelia empezó a sollozar. La voz de la señorita Minchin se elevó como un trueno, mas, luego se levantó furibunda de la silla, en un arranque de indignada impotencia, y salió del cuarto.

      Sara se había detenido en el vestíbulo, pensando si debería entrar en el salón, ya que últimamente había hecho buenas migas con Lottie y quizá le fuera posible calmarla. Al salir la señorita Minchin y ver que Sara estaba allí, quedó desconcertada, comprendió que su voz, al traspasar las paredes, no debía haber sonado ni digna ni afectuosa.

      —¡Oh, Sara! —exclamó tratando de esbozar una sonrisa diplomática.

      —Me detuve —explicó Sara— porque sabía que era Lottie, y pensé que quizá... por casualidad, tal vez podría hacerla callar. ¿Puedo hacer la prueba, señorita Minchin?

      —Si te animas... Tú sabes, hacer las cosas —añadió con tono aprobatorio—. Sí, tú podrás dominarla. Entra —y se alejó, seguida de la señorita Amelia.

      Cuando Sara entró en la sala, Lottie estaba tirada en el suelo, gritando y pataleando. Sabía, por experiencia adquirida en su hogar, que el pataleo y los gritos a la larga la favorecerían, siempre que insistiera.

      Sara se le acercó despacito, sin saber lo que iba a hacer. Luego se sentó en el suelo a su lado y esperó. Excepto por los irritados gritos de Lottie, el cuarto no podía estar más tranquilo. Esto era algo desconocido para la pequeña Lottie, que cuando protestaba, estaba acostumbrada a oír a los demás suplicarle, amenazarla y mimarla alternativamente. Lottie creyó conveniente comenzar de nuevo, aunque la quietud del ambiente y la carita pensativa de Sara restó a sus gritos la mitad de fuerza.

      —¡No... ten... go... ma... ma... a... a... a! —chillaba, pero su voz no era tan penetrante.

      Sara la miró con una luz de comprensión en los ojos y más interés aún.

      —Tampoco yo tengo mamá —contestó Sara.

      Esto era tan inesperado para Lottie, que sin dejar de llorar del todo, preguntó sorprendida:

      —¿Dónde está?

      —Se ha ido al cielo —dijo Sara—. Pero estoy segura de que a veces viene a verme, aunque yo no me dé cuenta. Y tu mamá lo mismo. Tal vez en este mismo momento nos miran. Tal vez estén en este cuarto las dos junto a nosotras.

      Lottie se sentó de un salto, y miró a su alrededor en busca de su madre. Era una linda criatura de cabellos rizados y grandes ojos redondos y azules como la flor nomeolvides. Sara continuó con su historia; casi un cuento de hadas, pero tan real era para su propia imaginación, que Lottie empezó a prestar atención a pesar suyo. Le habían contando cuentos de ángeles vestidos de blanco que tenían alas y corona. Pero Sara describía un país verdadero y hermoso donde había personas reales.

      —En aquel lugar hay prados extensos llenos de flores —narraba Sara, como si lo estuviera soñando— lirios mecidos por la brisa y en su ondular emanan un suave perfume que llega a todas partes. Hay cientos de niños que arman guirnaldas y ríen..., nunca se cansan, parecen flotar... los muros de oro y de perlas son bajos para que las personas se puedan reclinar y mirar hacia la tierra con una sonrisa y un mensaje de amor.

      Cualquier cuento habría sido hermoso para la pequeña Lottie, pero éste tenía una atracción especial. Se sentó más cerca de Sara y escuchaba embelesada, sin embargo, el final llegó demasiado pronto y un puchero asomó a sus labios.

      —Yo quiero ir allá —sollozó—. En este colegio no tengo mamá.

      Sara advirtió la señal de peligro, y con una sonrisa se acercó aun más a la niña.

      Tomando su manita regordeta, la abrazó con cariño y le dijo:

      —Yo seré tu mamá... jugaremos a que eres mi hijita... Emilia será tu hermanita.

      Los hoyuelos volvieron a aparecer en las mejillas de Lottie. —¿De veras?

      —Sí —contestó Sara, poniéndose de pie de un salto— vamos a decírselo. Y después te lavaré la carita y te peinaré.

      Lottie aceptó muy contenta; salió con sus pasitos cortos detrás de Sara y subió con ella. Ya ni recordaba que toda la escena anterior había sido causada precisamente porque no quería lavarse la cara ni peinarse para ir al almuerzo.

      Desde aquel día Sara se convirtió en su madre adoptiva.

      V · Becky

      El mayor poder de atracción que poseía Sara, era su habilidad para contar historias. Sus narraciones parecían cuentos de hadas. Tenía una asombrosa facilidad para inventar situaciones e investirlas con una apariencia de cuento, lo fuese o no.

      Sara no solamente era una narradora entretenida, sino que adoraba imaginar cuentos. Se sentaba en medio de un círculo de sus amiguitas, comenzaba a inventar cosas maravillosas. Sin darse cuenta siquiera, comenzaba a dramatizar y sus mejillas se arrebolaban a medida que daba rienda suelta a su fantasía. El tono de su voz subía o bajaba, en sus ojos brillaba la chispa de la inspiración, sus manos y su cuerpo iban expresando lo que ella iba contando. Personajes del mundo de las hadas, reyes, reinas, hermosas señoras daban vida a sus cuentos y Sara se transformaba en cada uno de los personajes que inventaba, cuyos actos ensalzaba. Concluía entusiasmada, casi sin aliento, entonces decía:

      —Cuando yo estoy narrando, no me parece pura fantasía. Se me figuran hechos y seres reales y verdaderos... más reales que las personas que me rodean, más auténticos que el cuarto en que nos hallamos. Me siento sucesivamente transfigurada en las personas de la historia, una tras otra. Es curioso, pero es cierto.

      Hacía ya más de dos años que había ingresado en el colegio de la señorita Minchin. Una mañana de invierno de intensa neblina, al descender de su coche envuelta en su abrigo de terciopelo, Sara vio una pequeña figura sucia y harapienta que la miraba con ojos asombrados por entre la reja de la entrada del edificio. Algo en la timidez y el ansia que reflejaba esa carita le llamó la atención y le sonrió. Tenía por costumbre sonreír a todos. Pero la pequeña de cara tiznada y ojos asustados se escurrió como un ratoncito a la cocina. Desapareció tan de repente que Sara se hubiera reído de la ocurrencia si no se hubiera tratado de una chiquillita tan merecedora de compasión.

      Esa misma noche, mientras Sara narraba una historia en medio de un círculo de niñas en la esquina del salón, entró en el cuarto la misma muchachita que había encontrado esa mañana a la entrada del edificio. Ahora acarreaba un cesto lleno de carbón, demasiado pesado para sus brazos; se arrodilló delante de la chimenea para limpiarla de cenizas y avivar el fuego.

      No iba tan desaseada como cuando en la mañana mirara por la reja. Pero sus facciones revelaban el mismo temor. Bien se veía que se empeñaba en pasar inadvertida y escuchar lo que allí se narraba. Echó los pedacitos de carbón con el mayor cuidado para no hacer ruidos molestos, y de igual manera, limpió las cenizas. Sara se dio cuenta del gran interés de la niña por escuchar siquiera alguna frase del cuento. Al punto, Sara alzó un poco la voz y habló en forma algo más clara y pausada.

      Era una historia maravillosa acerca de una princesa que era amada por un príncipe del mar, con quien se casó, yendo a vivir con él a las grutas y cavernas submarinas, pobladas por sirenas y rebosantes de perlas e iluminadas de todos colores. La pequeña, delante de la estufa, se esmeró una y otra vez en la limpieza alrededor de la chimenea, y al hacerlo por tercera vez, el desarrollo de la historia la tenía tan encantada que olvidó que carecía del derecho de escuchar.

      De repente, cayó estrepitosamente el atizador de las manos de la pequeña criada.

      Entonces Lavinia Herbert volvió la cabeza y advirtió:

      —¡Esa

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