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que los usuales en el internado; dispondría de un bonito dormitorio con salita bien amueblados; tendría su coche con un poni y una doncella para ocupar el lugar de la nana que la había criado y que había quedado en la India.

      —Su educación no me preocupa en lo más mínimo —decía el capitán Crewe mientras acariciaba a su hija—. El problema consiste en que aprende con mucha rapidez. Está siempre con su naricita enterrada en los libros. Debería jugar más con las muñecas y salir de cabalgata o salir de compras.

      —Papá —advirtió Sara—, si yo saliera a menudo a comprar muñecas, pronto tendría tantas que no podría quererlas a todas. Las muñecas son amigas íntimas, como lo será Emilia, por ejemplo.

      El capitán Crewe miró a la señorita Minchin y ésta a él. —¿Quién es Emilia? —preguntó extrañada la señorita Minchin. —Cuéntale a la señorita, Sara —dijo el capitán con una sonrisa. La mirada de los ojos de color verde gris de Sara se tornó dulce y grave al mismo tiempo, al responder: —Es una muñeca que aún no tengo, pero que papá está decidido a comprarme. Saldremos juntos para ver si la encontramos. La llamaré Emilia y será mi amiguita cuando papá se haya ido. La necesito para conversar con ella y contarle mis cosas.

      La sonrisa agria de la señorita Minchin se volvió muy lisonjera. —¡Qué niña más original! —aduló—. ¡Y qué graciosa! —Así es —asintió el capitán Crewe, rodeando a Sara con el

      brazo—. Es una personita preciosa; cuídemela mucho, señorita Minchin.

      Sara se alojó con su padre en el hotel, hasta el día en que él se embarcó para la India. Pasearon por la ciudad y visitaron varias grandes tiendas comprando una enorme cantidad de cosas, muchas más de las que Sara necesitaba. Entre los dos armaron un guardarropa demasiado abultado para una niña de siete años: vestidos de terciopelo, otros de encajes o con ricos bordados, sombreros con plumas, abrigos de armiño, cajas de guantes, pañuelos y medias de seda. Era tal la cantidad y la calidad de las compras, que las vendedoras de las tiendas murmuraban entre sí: “¿Quién será esta niña un tanto extraña y con una mirada tan solemne? Tal vez sea una princesa extranjera”.

      Visitaron muchas jugueterías buscando la muñeca soñada por Sara. Vieron unas que eran grandes; otras pequeñas; con ojos negros, con ojos azules; de diferentes colores de pelo, con ropa y sin ella.

      —Quiero que Emilia sea como si no fuera una muñeca de verdad —insinuó Sara—. Tiene que mirarme cuando le hable, como si me escuchara. Lo que pasa con las muñecas, papá —e inclinó la cabeza a un lado, reflexionando—, es que nunca parecen escuchar.

      Después de mucho buscar, decidieron continuar la búsqueda a pie y observar mejor los escaparates mientras les seguía el coche. Pasaron por dos o tres establecimientos, sin entrar. Cuando al aproximarse a una tienda que en realidad no parecía muy importante, Sara se sobresaltó y oprimió el brazo de su padre.

      —¡Oh, papá —exclamó—, allí está Emilia!

      Su rostro enrojeció y sus ojos brillaban como si acabara de tropezarse con su mejor amiga.

      —¡Debe estar esperándonos! —dijo—. Entremos a buscarla.

      Cuando Sara tuvo a la muñeca en sus brazos, le pareció que ambas se habían reconocido inmediatamente y con la mayor naturalidad dijo:

      —Emilia, te presento a mi padre.

      La expresión de ojos de la muñeca era particular; de color azul claro y de mirada inteligente, suaves y espesas pestañas, verdaderas pestañas y no meras líneas pintadas. Era grande, aunque no lo suficiente para resultar incómodo llevarla; tenía el cabello rizado de color castaño dorado.

      —Por supuesto, papá —dijo Sara, admirando el rostro de la muñeca, que tenía sentada en las rodillas—. ¡Claro que ésta es Emilia!

      Por lo tanto, compraron a Emilia. La llevaron a una casa de modas infantiles donde le tomaron las medidas para hacerle una serie de trajes tan suntuosos como los de la propia Sara. Tendría abrigos, blusas y faldas, una hermosísima ropita interior adornada de encajes; también tendría guantes, pañuelos y pieles.

      —Deseo que parezca una niña que tiene una buena madre, y su mamá soy yo; pero más que eso, quiero que sea mi compañera.

      El capitán Crewe había gozado enormemente con el paseo, pero la angustia atenazaba constantemente su corazón. Se acercaba el momento en que debía separarse de su adorada y singular compañerita. Esa noche no consiguió conciliar el sueño y se levantó a contemplar a su hija que dormía abrazada a la muñeca. Emilia parecía una niña de verdad, así que el capitán se sintió reconfortado al contemplar ese cuadro.

      “¡Ay, Sarita! —pensó—. No creo que te imagines cuánto ha de echarte de menos tu padre”.

      Al día siguiente, Sara y su padre se dirigieron al colegio de la señorita Minchin, para el ingreso definitivo de la niña. El padre, que se embarcaría a la mañana siguiente, explicó a la señorita Minchin que sus abogados, los señores Barrow y Skipworth, eran sus representantes legales en sus negocios en Inglaterra. Ellos estarían a su disposición para cualquier eventualidad, con orden de satisfacer las cuentas por los gastos de Sara. Escribiría a su hija dos veces por semana. Además, dio instrucciones a la señorita Minchin para que atendiera a todos los deseos y necesidades de su hija.

      —Es una pequeña muy razonable y nunca pide nada que sea inconveniente para ella —dijo.

      Luego, el capitán Crewe se retiró con Sara a un saloncito. La despedida fue triste. Se miraron y se abrazaron con fuerza. La niña se sentó en sus rodillas, y le contempló el rostro, atenta y cariñosamente.

      —¿Me vas a aprender de memoria, Sarita? —dijo él, acariciándole el cabello.

      —No... —contestó la niña—; eso ya me lo sé desde hace años porque estás en mi corazón.

      Luego Sara subió a su cuarto para observar alejarse el coche que llevaba a su padre. Cuando el coche se alejó de la puerta, Sara estaba sentada en el suelo de su habitación, con ambas manos bajo el mentón y lo siguió con la mirada hasta que dobló la esquina. Emilia estaba a su lado, mirándolo igual que ella.

      Cuando la señorita Minchin envió a su hermana Amelia para ver qué hacía la niña, se encontró con la puerta cerrada con llave.

      —Yo la he cerrado —dijo una vocecita cortés, desde adentro—. Con su permiso, ahora deseo estar sola un rato.

      La señorita Amelia era una mujer rechoncha, de poca estatura y siempre temerosa de su hermana. En verdad, tenía el carácter mucho más agradable que ella y nunca se le ocurrió desobedecerla. Volvió, pues, al piso bajo un tanto alarmada.

      —En mi vida he visto una niña tan extraña y de modales tan sensatos —dijo—. Se ha encerrado en su habitación y no hace el menor ruido.

      —Es mejor, de todos modos, que gritar y patalear como hacen algunas —respondió la señorita Minchin—. A decir verdad, temía que, tan mimada como está, me alborotara la casa, pues si existe una niña que pueda hacer lo que se le antoje, es ella.

      —Quizás ha estado abriendo sus baúles y puesto las cosas en el ropero —continuó Amelia—. Jamás he visto nada semejante: piel de marta y armiño en sus chaquetas y encaje de Valenciennes en toda la ropa interior. ¿Te das cuenta de cómo ha venido vestida?... ¿Qué te parece?

      —Que es ridículo —replicó la señorita Minchin ásperamente.

      Y pensó para sus adentros que aquélla era una conducta extraña, con toda esa ropa ridícula. “Aunque lucirá perfecta encabezando la fila para ir a la iglesia el domingo. Parecerá una pequeña princesa”.

      Arriba, en la habitación cerrada, Sara y Emilia, sentadas en el suelo una al lado de la otra, tenían los ojos fijos en la esquina por donde desaparecía el coche, mientras el capitán Crewe miraba hacia atrás y saludaba con la mano, tirándole besos.

      II

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