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parlamentarización, es decir, la coherente transformación de los conflictos sociales en conflictos políticos que reconducirá al consenso a través de la mediación entre partidos y la cultura de la asamblea, tomó la forma del parlamentarismo, es decir, de la primacía de una clase parlamentaria dedicada a «representar», y por tanto cristalizar, la conflictividad social, evitando su emancipación en sentido político. El parlamentarismo se convertía en símbolo del fraccionamiento geográfico y de la impotencia política de la burguesía nacional, fuente de descontento y frustración, principalmente para una considerable parte de la intelligentsia que, precisamente a partir de estos años, acabó por identificar el Parlamento con el reino de las miserias particularistas y por tanto ajeno, si no hostil, a los auténticos procesos de homogeneización cultural y política del país. La función y la propia composición de la Cámara, «parcial y ficticia representación del pueblo (...), multitud de intereses esencialmente privados, cuya suma está muy lejos de formar el interés público»,31 daban pie en los ambientes liberales a una ansiosa incertidumbre acerca de la capacidad de resistencia de las instituciones representativas frente «a la corriente de las ideas democráticas que cada vez las invade más».32

      Fue precisamente a partir de este estado de desorientación cuando maduraron, en la segunda mitad de los años ochenta, el proyecto crispino y una nueva orientación hacia el derecho público que postulaba, mediante la obra pionera de Vittorio Emanuele Orlando, una dimensión más racional del estado de derecho al que demandar la resolución de la perpetua discrepancia entre los principios del liberalismo y su puesta en práctica. Si la propuesta gobernativa de Depretis tendía a asegurarse la mayoría transformando la Cámara en la terminal de una compleja red de mediaciones políticas del ejecutivo, la de Crispi tendía sin embargo a hacer del Parlamento el inerte espectador de una dirección política centralizadora, presentando su personalidad como insustituible síntesis de partido, gobierno y proyecto político capaz de reunir una mayoría estable.

      La confianza en las capacidades y el patriotismo de Crispi se convirtió, no por casualidad, en un estadio obligado de la formación de mayorías plasmadas por la fascinación por el hombre fuerte y la ausencia de alternativas realistas. La dualidad institucional entre Gobierno y Parlamento asumía cada vez más la forma de una relación de base personal. Al Parlamento, cuya «competencia se extiende a todo lo que tiene por objetivo crear derechos y determinar deberes de los ciudadanos; es decir, hacer las leyes generales» y «vigila todo lo que se hace en el Estado», se contraponía para Crispi lo que declaraba en 1887, «el temple del hombre que dirige los asuntos del Estado».

      Este planteamiento no provenía de improbables tentaciones dictatoriales, sino de una bien definida imagen de las relaciones entre ejecutivo y legislativo: contra la «escuela» que «[quería] el gobierno de las asambleas», Crispi auspiciaba aquella según la cual era necesario «que el parlamento y el poder ejecutivo [tuviesen] cada uno una potestad distinta. El gobierno de las asambleas no es el que prefiero. Las asambleas deben legislar; el rey y sus ministros deben, uno reinar, los otros gobernar». Una posición formalmente irreprochable, que situaba a Crispi dentro de la corriente del liberalismo europeo que estaba replanteando de modo crítico los supuestos del tradicional equilibrio constitucional centrado en la mediación parlamentaria. De hecho, la gestión «fuerte» del ejecutivo no podía evitar entrar en colisión con las enraizadas tradiciones y las consolidadas costumbres parlamentarias que Crispi sustancialmente despreciaba, en cuanto herencia de los tiempos en los que las asambleas eran quienes «gobernaban» interponiendo infinitos obstáculos a la acción del gobierno.

      Si el período entre 1887 y 1891 representó un gran giro, éste alcanza su auténtica maduración, dentro de la clase dirigente nacional, con la toma de consciencia de que la cuestión social debía ser afrontada orgánicamente sobre el terreno de la legitimación política y que el desafío de la democracia exigía una respuesta nueva, no prevista por los cánones del liberalismo clásico; dicha respuesta debía consistir en una intervención más eficaz del instrumento estatal para controlar las dinámicas sociales adecuándose a la creciente demanda de participación política. El crispismo, entendido como concepción política principalmente interesada en reforzar todo el orden administrativo del Estado, parecía la coherente expresión política de aquellos sectores sociales y económicos heterogéneos (unidos y emblematizados por la tarifa aduanal de 1887), pero unánimes a la hora de institucionalizar la intervención estatal en los procesos de desarrollo de la sociedad civil. Dicha realidad contenía una fuerte dosis de proyectualidad política, la con vicción, por primera vez teorizada, de que la política no era el producto de la natural explicación de los factores sociales sino, al contrario, el terreno de la proyección de los medios a través de los que adaptar la sociedad al turbulento curso de la historia y a las exigencias de la «ciencia».

      En el escenario de la crisis de fin de siglo ésta parecía la visión vencedora, la única en todo caso considerada capaz de garantizar el necesario apoyo a las emergentes fuerzas económicas nacionales y de afrontar, sobre el terreno del progreso y de la modernización, la radical diversidad del desafío democrático-socialista. La persistente debilidad de toda perspectiva hegemónica de la burguesía nacional transformó, de hecho, gran parte de la aventura crispina en un gigantesco y sólido intento de racionalizar la administración del Estado, consumando sus veleidades residuales democrático-jacobinas con el extenuante proceso de anticipación/represión de la iniciativa de las clases populares. Todo el aparato reformador crispino debe por tanto inscribirse dentro de una lógica que podemos definir de modernización autoritaria: correspondía al Estado la resolución de los retrasos sociales y políticos y, mientras se hacía cargo de las expectativas de participación y de democracia que esto comportaba, ampliaba, legalizándolos, tanto sus competencias como su poder; de este modo preservaba a la burguesía «revolucionaria» de los posibles peligros de una conflictividad política debida a la participación de las «plebes», ajenas a las tradiciones del Risorgimento, en la vida pública. La idea de que el Risorgimento fuese una revolución burguesa aún por completar fue varias veces reiterada por Crispi.

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