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target="_blank" rel="nofollow" href="#ulink_af978f5d-bf38-5408-b9f5-e8be2c4af9ba">46 María Dolores Muñoz Dueñas (ed.): «Las elites agrarias en la Península Ibérica», Ayer 48, 2002, pp. 9-221. Jesús Millán García-Varela: El poder de la tierra. La sociedad agraria del Bajo Segura en la época del liberalismo 1830-1890, Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 1999. Rosa María Almansa Pérez: Familia, tierra y poder en la Córdoba de la Restauración, Córdoba, Universidad de Córdoba, 2005.

      LAS ELITES POLÍTICAS Y LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO LIBERAL EN ITALIA (1861-1901)

      Fulvio Cammarano

      Universidad de Bolonia

      A diferencia de lo sucedido en otras realidades europeas, la construcción de la «nación», realizada sobre la base de un complejo mosaico de sistemas políticos y estadios de desarrollo social, planteó a las clases dirigentes liberales italianas un difícil problema de legitimación. Desde el punto de vista político-institucional, la unificación en absoluto resultó una empresa fácil. Debe recordarse en primer lugar que, tras el proceso político-diplomático que había conducido al nacimiento del Reino de Italia, no existía ningún bloque social unificador, empezando por la aristocracia, débil y ausente, carente de todo vínculo con sus propios orígenes rurales, y por tanto incapaz de presentarse como referente ético-político ante las clases populares.

      A tal peculiaridad, que favoreció la emergencia de una centralidad institucional de la clase política italiana, debe añadirse otra de carácter político-ideológico, originada por la doble legitimación con la que se desarrolló el proceso de unificación del país. Por un lado, el elemento diplomático-realista construido en torno a la herencia ideal de Cavour; por otro, el «accionista» que se reconocía en las aspiraciones mazzinianas. Una distancia considerable separaba estos dos elementos que, tras 1861, se vieron obligados a convivir debido a la no programada, pero decisiva, contribución garibaldina. Ninguna de las dos partes, en efecto, había conseguido deslegitimar a la otra. No sólo eso. Ambas formaciones se erigían en representantes del mismo segmento del universo del imaginario político: revolucionarios que luchaban por el progreso. Un fenómeno asimismo propiciado por el hecho de que ninguno de ellos podía interpretar el papel de «conservador» sin resultar aplastado por una fuerte corriente de deslegitimación reservada a las fuerzas sospechosas de simpatizar con el clericalismo antiunitario. Para el moderado Romualdo Bonfadini, de hecho,

      Una tendencia confirmada por el fracaso sustancial, entre 1863 y 1864, del proyecto de Agostino Bertani y Giovanni Nicotera de provocar la dimisión, en clave de protesta, de todos los diputados de la izquierda. Fue el último gran intento de desplazar el epicentro político del parlamento al país. Incluso los adversarios de la derecha, por otro lado, reconocían

      La centralidad de la clase política parlamentaria, al imponerse por falta de alternativas, no implicó una legitimación real, la cual hubiese requerido, al menos, una mayor participación crítica del pueblo en los acontecimientos político-institucionales de la época: los más informados de los intelectuales y políticos reconocían que la debilidad del sistema nacía de la ausencia de una opinión pública fuerte y consciente.

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