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breve, pero significativo, encontramos una confirmación precisa incluso fuera del parlamento.

      Lo revela de manera emblemática la caída, en 1876, del gobierno de Marco Minghetti. Tal «revolución», que debería haber abierto las puertas del poder a una parte de aquel personal político, tan sólo pocos años atrás calificado de peligroso por sus originarias simpatías radicales y republicanas, no activó ninguna alarma real ni provocó un discurso público sobre crisis «destructivas». La Derecha, a través de su órgano de mayor crédito, no sólo renunció a anticipar obscuros escenarios futuros sino que, al contrario, optó por apoyar al ejecutivo formado por sus adversarios:

      Siguiendo el guión del pensamiento liberal europeo, además, la cultura política liberal italiana también consideraba extremadamente insidiosa cualquier perspectiva de partido organizado. Uno de los liberales más versátiles y cosmopolitas, el moderado Ruggiero Bonghi, recordaba que «los partidos políticos son esencialmente los partidos que dividen la clase que gobierna». ¿Cómo debería ser esta clase?

      La clase política no debería vivir en el aire, quiero decir, debería tener de cualquier modo raíces y ejercitar acciones en el pueblo. Aquel que quiera ocuparse de política, no debe vivir de ello. El hombre político debe ser un señor, que es siempre la mejor profesión, o un profesor, o un abogado, o un médico, o un comerciante,

      El contacto directo entre candidato y electores premiaba la óptica de notabilidad de las relaciones políticas, es decir, una perspectiva en la que exclusivamente podían emerger personalidades, difícilmente sustituibles, capaces de utilizar su propia autoridad social en los restringidos ámbitos de distritos uninominales, volviendo superflua la dimensión organizativa y, en gran parte, también, la político-ideológica.

      ¿Cómo se hacen las listas? –se preguntaba Bonghi– todos lo sabéis: las listas son hechas por los comités

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