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ideológica, ansían el retorno a las raíces propias, las de la ilustración alemana; viaje es la navegación errática por las costas mediterráneas del héroe de Ítaca, al que su mujer aguarda tejiendo y destejiendo los hilos de la espera-esperanza. Il ritorno d’Ulise in patria: he ahí el viaje antonomásico, el de quien, tras la partida, forzada o de grado, ansía el regreso, el reencuentro con la esposa, la paz del hogar, el baño reparador que libera de los polvos del camino.

      Las actitudes viajeras: el yo frente a la alteridad o «turismo» y «viaje»

      En todo caso, cualquiera de estas modalidades de la movilidad puede producir un doble posicionamiento ante la alteridad: el que la utiliza como afirmación de lo propio y el que la contrasta para enriquecerse con lo ajeno o extraño. Estos dos posicionamientos se manifiestan de manera antonomásica en el turista y en el viajero: el viaje de iniciación, el de antaño, y el viaje de descanso, el turismo. Los viajes de Mozart por las cortes europeas eran parte integrante de la formación o de la propia manera de ser. Frente a esto, los chaplinianos tiempos modernos han inventado el turismo, ese desplazamiento en allegro vivace que evita siempre el meditativo andante. En él, ante el choque de lo extraño, se activa un mecanismo de defensa que utiliza lo ajeno para confirmar lo propio, sin enriquecerlo. Hace ya unos años una pareja de ingeniosos franceses escribía acerca de la multinacional del tópico cuyo operario es el turista:

      el turista cuando se predispone a serlo entra en el engranaje de una industria... El público-público, turista o no, el consumidor del tópico tableta, pertenece a esa inmensa mayoría que abandona la escolaridad a los catorce años y queda bajo la educación permanente de las mass media (Plumyene y Lasierra, 1973).

      Inmersos en esa cultura del viaje masivo, se nos dan recetas-tableta para consumir en destino. Serían infinitos los ejemplos que podríamos aducir de ese imperio del tópico que se activa en esa situación de turismo de masas. En el viaje turístico, concebido como placer, el turista no da, exige sin cesión de nada, ni siquiera de la propia comodidad. El turista se percata de que la renuncia a la propia ignorancia es incómoda. Paga dinero para seguir donde estaba: instalado en el prejuicio, retornando con la maleta desbordada de souvenirs, que no de recuerdos, y con la reflexión inactiva a causa del embotamiento intelectual que le producen las comodidades caseras y las vivencias postizas que exige en destino.

      La segunda actitud es consciente de que los valores que se le dan en el viaje –la percepción de lo extraño: los colores de la vestimenta, las facciones marcadas de los rostros, la belleza peregrina de la feminidad, las costumbres culinarias, las lenguas no entendidas– no son mercables sino a costa de esfuerzo e incomodidad: la que resulta de no encontrar lo propio en lo extraño, lo de origen en destino. No es sólo la renuncia a la comodidad, a la gastronomía acostumbrada, al cabezal muelle que acoge familiarmente el sueño, sino la renuncia a lo preconcebido, al prejuicio o al tópico –pedestal al que ascendemos nuestra personalidad–, como moneda de cambio para, en esa experiencia de lo extraño, poder sobrevivir. En el viaje entendido como formación, el tópico se destruye y de él se vuelve neófito de una nueva humanidad, más igualitaria, más solidaria.

      La ética del viaje: entre parcialidad, casualidad y generalización

      A pesar de sus saludables efectos culturales, inherente al viaje es un deseo estereotipador de las imágenes adquiridas y una voluntad narrativa. El viajero debe estar vigilante para no dejarse deslizar por la pendiente de la facilidad, de la generalización, del prejuicio. Cualquier circunstancia fortuita le desplaza hacia la verdad estereotipada, que, por serlo, será menos verdad. Y a este respecto, la casualidad y la parcialidad son vicios «vitandos» del viaje y su relato. El «viaje», frente a la «estancia», se reduce y limita a un breve lapso y a una región que, sin embargo, sirven de base de generalización, de extrapolación a conjuntos más amplios de espacio y tiempo. La imaginación del viajero y su deseo de encontrar un público para el relato amplían y adornan lo percibido. Por eso el viaje exige también su ética: la de la duración, la extensión y/o la repetición. Y su relato, objetividad. Quien pretenda realizar el viaje como fuente de vivencia culturalmente válida y como fuente documental de su visión del mundo, si no quiere ser injusto, debe repetir, ampliar, practicar la «excursión facultativa».

      De esas deficiencias estructurales del viaje –precipitación, parcialidad, casualidad, vis narrativa– derivan muchas de la sombras de la «odepórica»: los tópicos, los clichés y estereotipos que, a lo largo de la historia de la común convivencia, provincias, regiones y pueblos se han dedicado mutuamente con fines de defensa –en el desgraciado supuesto de que el ataque es la mejor defensa– y que se han referido a los más diversos aspectos de la vida, tales como la cocina, la higiene, el urbanismo, el sexo, la manera de conducir... Un breve muestrario de prejuicios que hombres ilustres de nuestra cultura han mostrado por sus vecinos pone de manifiesto la manera tópica que el viajero tiene de percibir la realidad de lo extranjero: los suizos, según Heine, tendrían una manera mezquina de considerar la sociedad, «tan estrecha como sus valles». De España, este poeta alemán, de viaje por los Pirineos franceses pero sin haber pisado nuestro país, hablaba incluso de manera más despectiva. El mejor calificativo que nos dedicaba era el de comegarbanzos. Según Lutero, el aire, el agua y el vino italianos eran tan letales que exigían la intervención divina para salir con vida de Italia. Para Shelley, los italianos tenían «el aspecto de una tribu de esclavos estúpidos, sin ninguna chispa de inteligencia en los ojos». Para un anónimo inglés del siglo pasado, las francesas eran dechado... de suciedad íntima, opinión de las francesas por lo demás compartida por muchos españoles: «por debajo, las señoras son de una suciedad repulsiva... desbordan grasa y están tan amarillas como el azafrán».

      L. Daudet ponía en entredicho el pensamiento alemán, más en concreto el de Kant, que resultaría tan temible como los cañones Krupp para cualquier francés que reflexionase. Para Claudel, la cocina inglesa, y en eso hay que darle la razón, no empleaba condimentos, sino anestésicos. Aquí el prejuicio se había convertido en verdad de perogrullo. Un francés contemporáneo, J. F. Revel, tiene en tan alta consideración la condición sexual de los italianos, que éstos «sólo son y sólo pueden ser obsesos sexuales». Él mismo describe con acierto el abigarrado mundo de macarras provincianos que, al parecer, ya prosperaba en la década de los cincuenta. El texto no tiene desperdicio:

      Toda la gente del domingo, muchachos muy atildados, cubiertos de brillantina, pantalones ajustadísimos, zapatos puntiagudos, se reúnen en la plaza de su pueblo o de su barrio con sus motocicletas para hablar de ellas. De vez en cuando, de manera compulsiva, montan y salen disparados con la moto zumbando a todo gas (...) dan la vuelta a la plaza y regresan a su punto de partida frenando bruscamente (Plumyene/Lasierra, 1973: 71).

      Goethe, ya en su Viaje italiano, aludía a la preferencia de los italianos por los órdenes de la arquitectura clásica a la hora de hacer sus deposiciones:

      Las entradas y las columnatas están todas tan sucias de lodo (...); el pueblo las emplea para sus necesidades y con la mayor frecuencia no hay deseo más urgente que desprenderse en ella de lo que se ha comido lo más pronto posible (Plumyene/Lasierra, 1973: 317).

      El pasaje descalifica el civismo italiano pero, frente a la costumbre que Diodoro de Sicilia atribuía a nuestros ancestros ibéricos, la de lavarse los dientes con la propia orina, esta preferencia italiana podría parecer incluso civilizada por lo exquisito de semejante gusto fecal: hacer las deposiciones con el marco de una columnata dórica no dejaba de ser una exquisitez. Por su parte, los inefables mingitorios que poblaron la geografía urbana francesa en la época del alcalde Hausmann y que todavía perfuman de manera característica algunos rincones olvidados de la misma, han sido frecuente motivo de inspiración viajera, como lo han sido esos/as cuidadores/as que imponen el peso del mercantilismo sobre las necesidades primarias del ser humano:

      Cada vez que uno entra en el lugar previsto para tal fin, se le aparece una corpulenta matrona omnipotente delante de una bandeja, que, semejante a un monstruoso ojo ciclópeo, escruta nuestra conciencia. Literalmente fascinado, el turista deposita 50 céntimos cuando 10 céntimos serían más que suficientes –confesaba Mikes, viajero inglés en la Francia de los años 50 (Plumyene/Lasierra, 1973: 84).

      Baste lo dicho para demostrar la inclinación

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