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viajeros alemanes llegaron también a la España más alejada de la Península, a las Islas Canarias, pero poco se ha escrito sobre ellos. De estos viajeros, todavía del siglo XIX, nos hablan Encarnación Tabares, Marcos Sarmiento y José Juan Batista. Dos son los aspectos que tratan para cada uno de los autores-viajeros que presentan: por un lado, el viaje real al archipiélago y, por otro, el registro de lo que encuentran en el viaje, que puede ser en forma de ensayo –de carácter científico, político-económico o etnográfico– o, como es el caso sobre todo de las mujeres, en una forma que se acerca mucho a la tradicional guía de viajes.

      Llegado el siglo XX, la Guerra Civil Española se convierte en un poderoso foco de atracción para jóvenes luchadores de numerosos países, entre ellos también los procedentes del ámbito cultural alemán. Werner Garstenauer nos presenta al brigadista suizo Hans Hutter, cuyas memorias no sólo se revelan como documento de viaje, sino también como una reflexión sobre el yo y lo ajeno, y como una iniciación. Reinhold Münster analiza la obra de Erich Arendt, igualmente combatiente en la Guerra Civil, y posteriormente uno de los poetas más interesantes de la RDA, que traza una imagen de España como símbolo de la posibilidad de rebelión contra un orden social prefigurado en los horrores de la guerra de Goya, pero también como una estación en el camino de la humanidad.

      Sin embargo, ya antes de Guerra Civil los escritores alemanes se interesaron por España. Es el caso de Kurt Tucholsky, de quien nos habla M.ª Ángeles López Orellana. En Un libro sobre los Pirineos (1927), parodia del «relato de viaje» de Wilhelm von Humboldt al País Vasco, Tucholsky rompe con la idea a priori de la literatura tradicional de viajes y desarrolla nuevas formas de describir la realidad, al tiempo que aprovecha el viaje literario para hacer una crítica de la sociedad de los años veinte.

      También a través del viaje literario, Anna Montané nos acercará a la última década del siglo XX con Versuch über die Jukebox de Peter Handke. Según la autora, esta obra tiene un carácter inaugural e insólito en la historia de la ficcionalización del viaje en Handke: desde un primer momento el viaje que se relata está unido a un proyecto literario, aunque en última instancia, la escritura es objeto en sí misma.

      En el siglo XX encontramos también ejemplos de la mirada contraria, de cómo los españoles vieron Alemania. Éste es el caso, por ejemplo, del periodista y escritor Julio Camba, de cuyas crónicas desde y sobre Alemania trata la contribución de Ingrid García Wistädt. Las crónicas se presentan aquí como un juego de perspectivas en las que el autor se enfrenta de forma irónica a las diferentes culturas y deja en evidencia a la literatura de viajes convencional, que perpetúa falsos mitos y promueve los estereotipos nacionales. Bernd Springer, desde el punto de vista de la hermenéutica de lo propio y lo ajeno, analiza cómo se puede comparar la mirada de los españoles sobre Alemania con la percepción que los alemanes tuvieron o tienen de sí mismos.

      Por último, con el fin de poder generalizar y abstraer un fenómeno que no está circunscrito a las relaciones hispano-alemanas, José Antonio Calañas pasa revista a algunas novelas de Sten Nadolny en las que el viaje aparece como eje estructurador del relato.

      BERTA RAPOSO FERNÁNDEZ

      INGRID GARCÍA WISTÄDT

      Miguel Ángel Vega Cernuda

      Universidad de Alicante

      1. CONTEXTOS

      El viaje: virtudes y virtualidades

      En nuestra lengua madre, el latín, curiosum era aquello que precisaba o revelaba cuidado, atención. Y si algo precisa o revela atención es el saber, que a su vez despierta en nosotros la curiosidad. Esta curiosidad, según Aristóteles en su Metafísica, provocaba la admiración (thaumazein) que realimentaba la sabiduría al motivar la pregunta por las cosas y las causas que están más allá de lo físico e inmediato. En este contexto cabe decir que la itinerancia ha sido y es ocasión propicia para que lo extraño provoque esa activación de la capacidad admirativa del individuo que le lleva al comentario, al recuerdo, al diario, a la esencia cultural del viaje. Por eso, el viaje tiene las mismas raíces y efectos que el estudio: en ninguna otra situación surge el saber más espontáneamente que en el viaje, que, a impulsos de la admiración, provoca esa reflexión indagadora.

      Pero el viaje es corriente que bebe de diversos hontanares. A la hora de emprenderlo, no menos importante que la curiosidad es la voluntad de individualidad: «Asueta vilescunt» decían los latinos, y para no envilecerse, para no embotar sentidos e inteligencia, el hombre busca el viaje. En él, el ser humano se pone a prueba, se decanta, se asombra, se conoce. Dígase de paso que, a pesar de sus profundas raíces anímicas, el viaje no es tarea fácil. Antaño, cuando ni el vapor ni los motores de combustión habían roturado nuestra tierra con vías férreas y autopistas ni la propulsión inseminaba el cielo con gases asfixiantes, el viaje era una experiencia iniciática, casi heroica, y, en la mayoría de los casos, creativa. Un aleatorio repaso a la historia de la humanidad nos permite comprobar que grandes capítulos de la creación han tenido un origen viajero: Diego de Anaya, obispo de Salamanca, acude al Concilio de Constanza y de él se trae el bello gótico pre-renacentista que, testimoniado en los sepulcros de su capilla en la Catedral Vieja de la ciudad castellana, derivaría en la eclosión del gótico flamígero. El contacto con los araucanos y la indómita naturaleza chilena hizo que Ercilla dejara de ser un mediocre cortesano y se convirtiera en el excelente creador épico de La Araucana. Fray Gabriel Téllez, Tirso de Molina, tendrá referencias de un tal Miguel de Mañara, al que transformará en el «burlador de Sevilla» o D. Juan Tenorio, gracias a un viaje fallido a América que, sin embargo, le había obligado a desplazarse a Sevilla. Goethe, gracias a su estancia de dos años en Italia (de Karlsbad había partido con la intención de pasar sólo unos meses) y su correspondiente plasmación literaria (Die Italienische Reise), cambió sus registros mentales y dejó de ser un pre-romántico para hacerse un clásico. De ahí en adelante, Alemania tuvo como punto de referencia una Antigüedad que dio origen a sus más grandes obras, a numerosos monumentos (en Múnich, Berlín

      o Viena) y, lo que es más importante, a muchos comportamientos y actitudes culturales. Merimée logró configurar uno de los mitos de la humanidad gracias a un episodio de la vida andaluza del siglo XIX español que, en el transcurso de un viaje por nuestra tierra como funcionario de monumentos públicos, escucharía en casa de los Montijo. Heine, cuando, harto de la monotonía pequeño-burguesa de Göttingen, quiso espabilar las adormecidas mentes del Biedermeier, se dedicó a recoger por escrito las imágenes captadas en sus desplazamientos por la geografía alemana: los Reisebilder.

      Una mención más amplia de los méritos culturales del viaje no debería omitir que fueron los peregrinos a Santiago los que extendieron el románico y el gótico por los caminos de Europa; que, tras sus respectivas estancias en Italia, Durero superó sus fantasmas medievales y Velázquez dulcificó su paleta; que, gracias a un viaje, el de Lutero a Roma, surgió la Reforma, que, sin duda, tuvo su impulso decisivo en las vivencias del entonces monje agustino en la ciudad que por aquel entonces se hacía eterna con las construcciones de Miguel Ángel; que el arte europeo del XVIII tuvo su carácter unitario gracias al trasiego de italianos que lo mismo trabajaban en San Petersburgo, en Kassel, en Viena o en La Granja; que el viaje a la Polinesia de Gaugin o el de van Gogh a Provenza supusieron el preludio al arte moderno; que el reconocimiento europeo de El Greco fue producto de los viajes de Rilke y Meier-Graefe a España; que el poema sinfónico Las Hébridas y la Sinfonía Italiana de Mendelssohn, el Capricho español de Rimski y el Winterreise de Schubert, El Holandés errante de Wagner, el Peer Gynt de Ibsen/Grieg, la Iberia o la Lindaraja de Debussy hacen referencia al viaje; que Teresa de Ávila alcanzó universalidad gracias al andariego jumentillo que la llevó por todas las latitudes de la España del XVI; que en aras del viaje, para que pudieran recorrerlas sus «orejones», el Inca trazó sobre las inmensas extensiones del Tahuantinsuyo unos caminos que salvaban latitudes, longitudes y alturas inmensas.

      A todo esto hay que añadir otra virtualidad del viaje: la de haber producido una amplia gama de actitudes vitales,

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