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en cuyos entramados y repliegues anidan y se mueven las experiencias vividas por los sujetos. Es decir, que a través de la creciente subjetivización del mundo –propia de la estética moderna– se ha llegado, en esta aventura, a la disoluciónretirada-obsolescencia del mundo (Weltlosigkeit), para convertirse ésta en uno de los rasgos imperantes en la contemporaneidad, junto con el culto radical a la idiosincrasia, a la individualidad. La obra de arte, al fin y al cabo, es así planteada y entendida como una evidente y expresiva prolongación del sujeto.

      De este modo, aquella polémica y decisiva opción radicalizada, que toma cuerpo en la crítica mundana del siglo XVII francés y del XVIII inglés, según la cual lo bello es tarea del gusto –que abre de par en par las puertas de la modernidad, para convertirse luego en reiterado tópico–, es ahora, si miramos a nuestro alrededor, en esta charnela entre los siglos XX y XXI, cuando, finalmente, puede decirse que se ha convertido en auténtica realidad, justamente a través del perspectivismo, la fragmentación, la transvisualidad y el nomadismo tan potenciados en la posmodernidad, que ya hemos dejado también tras nosotros. Hoy las obras ya no aspiran a representar el mundo, sino que, más bien, encarnan en sí mismas el estado de las fuerzas vitales de sus creadores, lo que da lugar –como nómadas sin cosmos unitario– a pequeños mundos «perspectivos». Estamos, así, de hecho, instalados –etimológicamente– en un ámbito trenzado de inter-subjetividades.

      Tal proceso, que afecta plenamente a la cultura contemporánea, encarna y es fruto lejano y paradigmático de aquella histórica y compleja revolución del gusto a la que estamos asomándonos. Y, sin duda alguna, la historia de la Estética ha sido el escenario privilegiado de los múltiples avatares desarrollados por esa creciente y compartida subjetivización, que ha cruzado la historia.

      Aquí, llevados por el contexto disciplinar y académico que nos ocupa, nos vamos a interesar concretamente por los orígenes de ese imperativo del gusto, que afectará decididamente, como mutación radical, al modo de entender la categoría de lo bello en su relación con el arte.

      Con el concepto de gusto, lo bello quedará íntimamente vinculado a la subjetividad humana (ya no será entendido como un en sí sino más bien como un para nosotros), que, en última instancia, se definirá por el placer que procura, es decir, por las sensaciones o los sentimientos que suscita. Por eso, la otra cuestión central de la reflexión estética radicará, como hemos ya apuntado anteriormente, en el tema de los criterios –de las normas del gusto– orientados a afirmar o no que algo es bello.

      La tensión histórica es patente: si por una parte la fundamentación de lo bello se vincula a la subjetividad más íntima –la del gusto–, habrá que buscar asimismo un camino para la formulación de respuestas críticas –apreciativas–, a las que no se puede renunciar si se desea que la belleza, como valor, se fomente, regule y dirija, se comunique y participe colectivamente. Es ésta una de las facetas que adopta el dilema entre lo público y lo privado, lo particular y lo colectivo, la subjetividad y el sensus communis, la tradición y la norma del gusto. Al fin y al cabo, el síndrome de la modernidad se formula plena y palmariamente en esa cadena de contrapuntos.

      En realidad, las condiciones de posibilidad tanto de la crítica como de la Historia del Arte se hallan claramente in nuce en el horizonte cronológico que marca la histórica Querelle des Anciens et des Modernes (1687). Incluso quienes defienden, como Nicolás Boileau, la tradición, argumentan, no obstante, en favor suyo, subrayando su amplia capacidad de conformarse a una norma, de sujetarse a un principio superior. Y no se olvide que para el clasicismo francés –cuyas concepciones estéticas no son ajenas al cartesianismo– tal norma es justamente la razón, y por lo tanto se trata asimismo de una destacada facultad del sujeto, aunque se dé igualmente por supuesta su necesaria universalidad.

      Algo se mueve así en favor de la persistente actividad de la crítica. Al apelarse, con insistencia, a una norma distinta de la omnipotente tradición, se auspicia un criterio –la razón–, al cual conviene recurrir para enjuiciar las obras. Pero pronto se arbitrarán, por adición, también otros criterios. Y, asimismo, en esa coyuntura, algo se mueve igualmente en favor de la Historia del Arte, dado que, en medio de tales condiciones, se apunta ya claramente la idea de diversificación, de clasificación, de cambio, de alteraciones en la presentación de normas ideales. Es así como la originalidad –como palmario desvío de la tradición– deja de ser un no-valor y una sospecha, y comienza claramente a exigir sus propios derechos y su paulatina implantación.

      Sin duda, habrá que esperar la llegada del siglo XVIII, junto con la implantación de las academias, para que tales conjuntas virtualidades de la Estética, la crítica y la Historia del Arte inicien su paulatina consolidación y mutuo respaldo. Pero, en cualquier caso, la entronización del sujeto como juez de la tradición será algo irrenunciable. Y en ello la idea de la historicidad del gusto será fundamental.

      Al fin y al cabo, con la polémica entre lo antiguo y lo moderno, la condición de lo nuevo, de la originalidad, se vislumbra como contrapunto necesario, aunque no como pauta suficiente, tal como sí ocurrirá con posterioridad. Pero en las determinaciones que definen tal originalidad se aúnan ya tanto la subjetividad como la historicidad. Es decir, que la novedad supone la irrupción distintiva del gusto del sujeto, pero a su vez implica asimismo el contrapunto de la historia, en cuyo seno se inscribe y fundamenta, diacrónicamente, la virtual innovación.

      La revolución del gusto había iniciado así su andadura y sus efectos serán fundamentales. De la búsqueda de los criterios de lo bello se pasará a las pesquisas en favor de los criterios del gusto, como si en realidad se tratara, simplemente, de las dos caras de la misma moneda. La polémica estaba, sin duda, bien servida. Y es en medio de este caldo de cultivo cuando se auspicia la fundación de las reales academias, preocupadas por cierto por la cuestión del gusto y de la subjetividad, pero obsesionadas, sobre todo, por el tema de los criterios, de las normas y de las reglas, capaces de asegurar, con aires y aspiraciones de objetividad, los vendavales, las querellas y las disputas impulsados por el reforzamiento del gusto.

      Como es sabido, desde el siglo XVII hallamos en el contexto francés una paradigmática oposición entre estos dos planteamientos estéticos, precisamente porque suponen, a su vez, dos modos de entender y dos versiones de la subjetividad, de las huellas del sujeto. Se trata de saber qué punto de partida –en el seno de tal subjetividad– se instaura como principio del juicio del gusto. En consecuencia, las alternativas, estrictamente formuladas de manera dicotómica, serían las siguientes: o bien el fundamento del gusto se halla en la razón, como afirman los cartesianos y los teóricos del clasicismo, o bien es en torno al sentimiento –en la «délicatesse du coeur», de clara raigambre pascaliana– donde se refugian las apelaciones opuestas.

      De este modo, el juicio del gusto se hallará polémicamente instalado/dividido, según los casos, entre el corazón y la razón. La opción por la ratio implicará claramente concebir dicho juicio estimativo a partir del modelo del juicio lógico y su objetividad se buscará, en estricta analogía, con el ámbito de la ciencia. Al fin y al cabo, si el clasicismo asignaba al arte la finalidad de «peindre d’après nature», era porque reducía la belleza a una simple representación sensible de la verdad. Pero, con ello, se perdía la especificidad del juicio estético, aproximándolo –por franca afinidad– al juicio lógico.

      Por otro lado, la opción en favor del sentimiento, como principio de la apreciación estética, suponía reconocer abiertamente que el gusto venía a ser mucho más una cuestión del «corazón» que un asunto de la razón. Sin duda, era evidente que podía aspirarse a lograr, por este camino, una cierta autonomía en favor de la esfera estética, aunque fuera a costa de una radicalizada y creciente subjetivización de lo bello, ya que la estética de la délicatesse veía en la obra de arte, ante todo, la rotunda expresión de inefables impulsos de la pasión. Además, como cabe comprender, la sombra de la implantación de la consiguiente amenaza de relativismo minaba, a ultranza, la reiterada cuestión de la –nunca del todo olvidada– objetividad de los criterios.

      Este evidente conflicto, convertido en auténtico impasse de la época, se instala, de hecho, en el centro de todas las reflexiones en torno a la naturaleza de lo bello y de la cualificación del gusto ya en plena etapa del clasicismo francés, que, sin duda, es una de las antesalas del

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