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REVOLUCIÓN DEL GUSTO EN LOS UMBRALES DE LA MODERNIDAD

      Romà de la Calle

      Universitat de València

      En febrero de 1768, la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos es reconocida oficialmente. Han pasado ya algunos lustros desde que se pusieran en marcha aquellos esfuerzos que acompañaron al anterior intento de conformar la Real Academia de Santa Bárbara, también en el contexto valenciano. En ambas circunstancias, se habían seguido los pasos de la precedente Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, creada en la villa y corte.

      Se daba así, por fin, cumplimiento y satisfacción a un objetivo expreso: el de implantar oficialmente y controlar los estudios de las Nobles Artes, en el ámbito valenciano, gracias a la presencia de la nueva entidad. Pero también tal objetivo apuntaba igualmente hacia el establecimiento de un sistema de pautas y normas que, yendo más allá de la estricta docencia de las bellas artes, alcanzara asimismo la regulación de su práctica y la implantación social de determinados criterios preferenciales. No en vano, se postulaba que el logro de todos esos objetivos pudiera y debiera ser, a la vez, eficazmente sometido a la presencia y acción de una autoridad reconocida y centralizada en el propio entramado académico, frente al viejo y prepotente poder de los gremios.

      Conviene, en este sentido, recordar que el lema acuñado por el impulso del escalonado «movimiento académico» francés de la época rezaba: Libertas artium restituta. Paradójicamente, pues, se trataba de devolver la libertad al arte, reconociendo sus derechos. ¿O era a los ciudadanos, en sus relaciones plurales con las artes, a quienes se les quería reconocer tales derechos? Sin duda, la historia de la modernidad iba a tener la última palabra, aunque tuviera que dar muchas vueltas y zigzagueos en ese desarrollo.

      En realidad, tales aspiraciones de los contextos español (Real Academia de San Fernando) y valenciano (Real Academia de San Carlos), a los que luego se sumarían también otras ciudades españolas, venían a seguir modelos ya implantados por instituciones académicas preexistentes en Europa, fuertemente controladas desde los poderes monárquicos. Concretamente, en España se estaban aplicando ya a mediados del siglo XVIII, de forma clara, las pautas de las reales academias consolidadas en Francia, por directa imposición y estrategias borbónicas. Si el modelo regulador para la recién creada Real Academia de Bellas Artes valenciana iba a ser formal y materialmente el de San Fernando, aquella institución, a su vez, no era sino la extrapolación directa de la normativa que había puesto las bases de la muy anterior Real Academia de Bellas Artes de París y sus otras ramificaciones francesas y europeas.

      El siglo ilustrado no iba a dejar pasar la ocasión de regular un ámbito tan relevante como el de las bellas artes. Tampoco iba olvidar el dominio de las artes aplicadas, por el cual tanto se interesó la Encyclopédie. Se preocupó, pues, en ambos casos, por la docencia y el aprendizaje de las mismas, sin dejar de discutir acerca de sus vertientes creativas e industriales y sus complejas relaciones. Pero en ninguna circunstancia minimizó su toma de partido de cara a la mostración pública de las distintas manifestaciones artísticas. Tampoco bajó la guardia frente al control y el seguimiento de su mercado y frente a la diversificación de su coleccionismo. Igualmente, aquel siglo abrió nuevas puertas al estudio y la teorización del arte. También dio una vuelta de tuerca a la justificación de su historia y a la necesidad de fundamentar los posibles criterios de enjuiciamiento y normatividad, que –por definición– buscaban las academias.

      Es así como florecen casi simultáneamente o se refuerzan y revisan instituciones como las academias, los museos y los salones, al igual que se constituyen e inician, en ese mismo contexto ilustrado, disciplinas como la Estética y la Crítica, la Historia del Arte y la Arqueología, o se perfilan fuertemente nociones que serán clave en estos dominios de la práctica y el pensamiento, como por ejemplo el «gusto», el «sentimiento» o el «no sé qué», junto con la belleza, la sátira, la gracia, la fealdad, lo cómico o lo sublime, que tanto juego darán, como categorías estéticas, en este siglo XVIII, y que condicionarán fuertemente la posterior historia de la modernidad.

      Justamente, en esta crucial diacronía, en esta época activa y determinante, nos topamos con la citada fecha de 1768, cuando aquel 14 de febrero se recibe oficialmente en la ciudad de Valencia la noticia de la institucionalización de la Real Academia de Bellas Artes, denominada de San Carlos como homenaje al monarca ilustrado por excelencia, que había acogido las peticiones reiteradas en tal sentido. Carlos III daba el espaldarazo a la institución, ligándola directamente al poder municipal en relación con su sostenimiento económico y que pronto, también, se vería vinculada a la Universidad, en lo que respecta a su ubicación. Dualidad de aspectos y de dependencias que no queremos minimizar, en esta coyuntura y en esta historia que pronto va a cumplir su 240 aniversario.

      Sin embargo, dado que estas facetas propias de las microhistorias han sido recogidas ya en diversas publicaciones, en distintos repertorios de documentos y diferentes estudios de fuentes, preferimos, más bien, centrarnos en una estratégica mirada global que reflexione, aunque sólo sea a grandes trazos, en torno a ese ambiente de carácter estético-filosófico que intentaba legitimar los principios del gusto, las actuaciones de la razón y del sentimiento, la aplicación de las reglas o la articulación de los criterios que se proyectaban socialmente (y por ello también individualmente) sobre el universo de las bellas artes.

      Siguiendo esa línea ya indicada de influencias y de poder, de control y seguimiento, que vinculaba a Valencia con Madrid y a Madrid con los modelos de las reales academias europeas y especialmente francesas, queremos acercarnos al crucial papel que desempeñó el tema del «gusto» como vía de acceso a la belleza y al arte, en las puertas de la modernidad, en este ecuador del siglo XVIII, sin olvidar, como es lógico, determinados antecedentes, que ya desde mediados del siglo XVII claramente iban preparando la implantación de nociones, de materias disciplinares y de instituciones que en el propio siglo ilustrado florecerían entre sí en una estrecha red de conexiones, algunas de las cuales intentaremos comentar.

      Muchos de los autores que se van a citar, muchas de las obras a las que deberemos hacer referencia se han encontrado en distintas bibliotecas valencianas. Algunas de ellas incluso estaban depositadas en la propia Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, que pronto atendió asimismo a esta vertiente bibliográfica, fundamental, sin duda, tanto para la correspondiente formación de la época como para orientar y dar base a nuestros rastreos actuales.

      Este enfoque arranca, pues, de aquel contexto francés, en la charnela entre los siglos XVII y XVIII, que propició paulatinamente el establecimiento de determinadas líneas de fuerza en una particular historia (francamente contemporizadora) del marco estético-filosófico, en el que se iban a mover toda una serie de autores, pioneros en este tipo de reflexión, que colaboraron intensamente –diferenciándose y dejándose también influir– con otras figuras implantadas en el contexto inglés y alemán, las cuales determinaron las fases posteriores de la modernidad, en sus distintas versiones. Es decir, en la cadena de «las modernidades» que (pasando por aquel 1768) ha llegado hasta nosotros.

      I. ENTRE LA RAZÓN Y EL SENTIMIENTO

      Precisamente en el desarrollo pautado de la modernidad, hay que reconocer que la historia de la Estética corre en paralelo con la historia de la subjetividad. De hecho, la conciencia de una cierta ruptura con la antigüedad no deja de evidenciarse en los fundadores de la Estética como moderna disciplina filosófica. De ahí que uno de los problemas fundamentales de esta disciplina académica –desde los inicios del siglo XVII hasta finales del siglo XIX– resida precisamente en cómo conciliar la creciente subjetivización de lo bello con la exigencia de criterios que respalden, de algún modo, las relaciones con una compartida objetividad, es decir, con el mundo.

      Piénsese que si la estética moderna es ciertamente subjetivista (toda vez que funda lo bello sobre las facultades humanas, bien sean éstas la razón, el sentimiento o la imaginación), no por ello deja de auspiciar la vieja idea de que la obra de arte es, de algún modo, inseparable de ciertas formas de objetividad.

      Tales referencias son las que desaparecen en la estética contemporánea: no existe ya un mundo objetivo, unívoco, evidente y común, sino más bien nos enfrentamos a toda una pluralidad de mundos, particulares a los respectivos

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