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      Diríase que –como concepto aristocrático y autonormativo– el buen gusto cuenta entre sus funciones con la de establecer los criterios de la bienséance y de l’agrément. Con lo cual, si dicho gusto refleja directa y espontáneamente los presupuestos de la sociedad polie, no se ciñe a reglas, sino que más bien reacciona contra ellas y contra la dominación de los eruditos. Al fin y al cabo, tal sociedad –la de les honnêtes gens– está menos ocupada en doctrinas que en la fruición inmediata (bienséance/agrément). Es así como las exigencias mundanas determinan más bien los criterios estéticos.

      Otra cita de Méré puede dilucidar de nuevo tal asunto:

      Si por «esprit» tenemos en cuenta que el siglo XVII entiende, en general, la actividad intelectual (aunque más específicamente, en el contexto mundano, también reviste la acepción de «ingenio» –bel esprit– como facultad capaz de presentar relaciones originales y agradables entre las cosas), el texto de Méré evidencia el dualismo, tan característico, existente en el marco del pensamiento mundano entre la razón propiamente formal y el sentimiento del gusto.

      Es decir, por un lado estarían los conocimientos adquiridos y el discurso lógico, y por otro, las facultades afectivas vinculadas a la intuición y al discernimiento inmediato (bon sense). Es así como el imperativo del gusto se transforma en instrumento de una especie de conocimiento superior, que escapa totalmente a las tareas de la razón lógica. Sólo la prioridad del gusto (esprit de finesse, delicatésse) es capaz de captar las múltiples variaciones y resonancias que anidan en el seno del arte y de la belleza.

      De esta manera, la crítica mundana, dejando a un lado todo bagaje doctrinal y el peso de las reglas, se remite totalmente a las impresiones inmediatamente subjetivas, por lo que el objeto estético se hallará así intrínsecamente ligado al placer que comunica y las consideraciones doctrinales no intervendrán para modificar ese juicio inmediato.

      En consecuencia, esta aproximación hedonista al arte diferirá radicalmente del dogmatismo de las reglas, de tendencia apriorística. Crítica mundana o impresionista versus crítica dogmática. Ésas son las dos caras de la moneda, que abrirán un largo camino en la historia. Y aunque la herencia horaciana era bien clara y conocida –De gustibus non disputandum est–, hay que reconocer que la sociedad de la época sí que discutió, y mucho, sobre el gusto. Un gusto –buen gusto– que, de alguna manera, catalizó asimismo los conceptos fundamentales de la estética clásica (toda vez que los valores que postula en su campo de acción eran «le clair, le juste et le raisonnable»), pero constituyéndose en concepto crítico autónomo.

      El gusto se sitúa en el punto exacto en el que la sensibilidad particular asume una red de exigencias impuesta por el uso y la costumbre. Son algunas de las paradojas del gusto: individual y social, expresivo y normativo. Pero sin dejar de convertirse en vehículo de entente entre el artista/escritor y el público.

      En el fondo, hay que reconocer que el gusto, así planteado, queda preso de la propia bienséance y del agrément, es decir, ligado a los prejuicios de la clase aristocrática que lo sostiene y circunscrito a toda una serie de circunstancias particulares. Su función no será la de abrir nuevos campos de exploración, sino la de corroborar un status quo, la de mantener la armonía de las relaciones existentes.

      En realidad, la gestación de la teoría del gusto marca una etapa decisiva en la evolución de la estética, abriendo fuertes reajustes respecto a la dominación de las reglas y del culto a los antiguos. Se acentúan las cualidades afectivas y naturales. Se extrapolan al vocabulario crítico las expresiones acuñadas y desarrolladas en los salones. A la omnipotente doctrina aristotélica se enfrenta una preocupación casi exclusiva por lo natural y delicado. El público se presenta como árbitro de la obra, al margen de autoridades exteriores (los antiguos, los doctos). Lo que importa, al fin y al cabo, es el juicio de la Cour et de la Ville, del mundo contextualizado.

      Ciertamente, la polémica entre la estética de la délicatesse y los seguidores de la estética cartesiana seguirá abierta y penetrará profundamente en el siglo XVIII, con todos sus dualismos. Pero el tránsito de una estética doctrinal a una estética de la subjetividad, de una estética esencialista a una estética del sentimiento, estaba ya totalmente franqueado, de la mano del gusto. Y frente a estas herencias y estas discusiones adquieren su perfil las reales academias, preocupadas por la docencia y el aprendizaje, por el establecimiento de criterios y supervisiones estimativas, por la teorización, la historia y la investigación en torno a las bellas artes.

      El siglo XVII puso los fundamentos de la teoría del gusto, pero será en el XVIII cuando las consideraciones sobre el gusto y sobre la belleza –en relación con él– adquirirán nuevos impulsos. Especialmente será el contexto inglés el que tome la antorcha en este concreto juego de relevos tras las indagaciones en torno al standard of taste, y luego el alemán, con el aporte kantiano, entre el empirismo y el racionalismo. Aunque, en cualquier caso, ya siempre la teoría del gusto estará indisolublemente ligada a los interrogantes estéticos.