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allí para ganarse la vida, igual que Laura, y ninguno de ellos había tenido tiempo de echar raíces aunque hubieran tenido intención de hacerlo.

      Pero esas sensaciones no eran suscitadas únicamente por el lugar. Los tiempos estaban cambiando y la gente cambiaba con ellos. Laura se había perdido varias etapas de dicha transformación. En los condados agrícolas como su lugar de nacimiento la gente continuaba siendo en lo esencial igual que cuando ella era niña. Los que habían nacido en el campo, con muy pocas excepciones, vivían y morían en el mismo lugar. Las nuevas ideas tardaban en alcanzarlos y con frecuencia eran mal recibidas cuando al fin llegaban. Los viejos nombres familiares sobrevivían generación tras generación en las aldeas. Y los mismos campos, con sus cultivos anuales, contribuían a reforzar ese sentimiento de continuidad.

      Al romper con su propio pasado personal y asentarse en un lugar sin tradiciones, los habitantes de Heatherley parecían vivir estrictamente en el presente. El pasado, y en especial todo lo relacionado con el campo, poco o nada significaba para ellos. Y cuando miraban hacia el futuro veían un futuro de cambio, un merecido retiro cómodo y tranquilo para sí mismos —y, quizá más vagamente, para el mundo en general— y el advenimiento de la era de bonanza que prometían los profetas de la prensa con la llegada del nuevo siglo, cuando sería inventada la nueva maquinaria que haría todo el trabajo y los hombres podrían disfrutar de un ocio ilimitado mientras vivían leyendo los tabloides por el irrisorio precio de un penique al día.

      Entretanto, se sucedían nuevas modas en el vestir y nuevas maneras de vivir, llegaban nuevos visitantes al pueblo con dinero para gastar, nuevos chismorreos que difundir y nuevas ideas que comentar extraídas de la prensa diaria —nuevas hoy y olvidadas mañana—, que con el paso del tiempo constituían su principal preocupación al margen de lo más inmediato y familiar. En esencia no eran diferentes del resto de la humanidad. Tenían sus esperanzas y miedos, sus gustos y sus fobias, trabajaban duro en sus negocios, atendían a los clientes de sus tiendas y a los huéspedes de sus apartamentos, soportaban los problemas y los reveses vitales con el esperable valor, sacrificándose por los que amaban o aceptando que otros lo hicieran por ellos, pues aunque las ideas y las costumbres pueden cambiar, la naturaleza humana es inmutable.

      Y en efecto, las ideas y costumbres estaban cambiando. Los comerciantes de Heatherley eran más independientes que los clásicos tenderos de los pueblos en su manera de abordar a la clientela. Y, por lo general, cultivaban una actitud de tómelo o déjelo que a su modo de ver debía caracterizar a todo británico nacido libre. Sus tiendas eran más pequeñas y no tan bien cuidadas como las de los pueblos y villas que Laura había conocido siendo niña. Y esos tenderos no hacían gala de aquel orgullo tan característico por sus productos ni de su habilidad para satisfacer al cliente propia de los carniceros o dependientes a la antigua usanza. Muchos de los residentes más adinerados recibían semanalmente sus provisiones de Whiteley’s o de los almacenes del Ejército o la Armada. Y algunos de los más pobres mezclaban negocios y placer los sábados por la tarde haciendo sus compras semanales en el pueblo más cercano. Ni ricos ni pobres sentían la obligación moral de gastar su dinero en las tiendas locales y se limitaban a comprar donde pensaban que iban a encontrar los productos más frescos o baratos.

      También se habían relajado otro tipo de costumbres. Por ejemplo, el dueño de la casa solariega, que en un pueblo más anticuado y a falta de título nobiliario sería conocido como el terrateniente y gobernaría su pequeño reino con mayor o menor benevolencia, para los habitantes de Heatherley era sencillamente el señor Doddington, pongamos por caso, que vivía en tal o cual mansión. No ejercía una especial influencia sobre los habitantes de la localidad, que lo respetaban en la misma medida que a cualquier otro ciudadano que pagara puntualmente sus facturas. Cuando regresaba de alguno de sus viajes por el extranjero, se relacionaba con aquellos vecinos que consideraba sus iguales, pero no pretendía conocer a todos sus conciudadanos ni consideraba su deber interesarse por la salud y el bienestar de los que conocía. Se decía que era un buen patrón para los que trabajaban en sus propiedades o que era amable con sus empleados y sus familias cuando tenían problemas o se enfrentaban a la enfermedad. Pero dicha amabilidad, junto con otras muestras de caridad, si las había, no eran en absoluto oficiales. Vivía su vida en privado como cualquier caballero, igual que los otros veinte que había en la vecindad, pero nada en su comportamiento le hacía parecerse al tirano quisquilloso o al benévolo señor que en parroquias más anticuadas aún era conocido como «nuestro amo».

      Entre médico y paciente siempre se establece hasta cierto punto una relación personal, pero aunque los dos médicos de Heatherley eran queridos y respetados por su buen hacer profesional, la relación entre unos y otros no era la de los viejos médicos rurales con sus pacientes. Cuando Laura era niña, lo recordaba bien, en la mayoría de los casos solía haber un gran afecto y también gratitud entre ambas partes. Cuando alguna mujer de la aldea con pocos recursos iba al pueblo a pagar la factura del doctor —o más frecuentemente algún plazo de la misma—, llevaba consigo una pequeña ofrenda a modo de agradecimiento (unas setas, un conejo, una botella de vino casero o de kétchup) y solía decir «Sé que no es gran cosa y él ya tiene bastante, pero siento que lo que ha hecho por nuestro fulanito no se puede pagar con dinero». En el nuevo orden el dinero era considerado pago más que suficiente. La gente recibía facturas mucho mayores y las pagaba con más o menos premura, gruñendo como es menester, y la deuda se consideraba liquidada.

      En Heatherley, las casas y chalés que se mezclaban con las tiendas estaban habitadas por jardineros, cocheros y otros trabajadores de las mansiones más grandes, por familias de hombres que llevaban a cabo diversos oficios para el constructor local y por viudas y mujeres solteras que alquilaban apartamentos. Realmente no había gente pobre y pocos podían ser considerados «gente del campo» en el sentido estricto del término. Para encontrar a los nativos del lugar había que salir del pueblo. Allí, dispersos por las largas y estrechas vaguadas cubiertas de brezo, había pequeños y antiguos hogares, cada uno de ellos con dos o tres campos donde los descendientes de los habitantes originarios de la zona cultivaban a la menor escala posible, ejercitaban al máximo sus derechos comunales sobre la tierra y vendían a los recién llegados huevos, mantequilla y productos de sus huertos. También mantenían viva una vieja industria local, la manufactura de pequeñas escobas redondas de jardín, llamadas escobones, para las que utilizaban los tallos largos y duros del brezo; los que se dedicaban a este oficio aún eran conocidos por el añejo nombre tradicional de escoberos.

      Durante sus largos paseos, Laura llegaría a toparse más adelante con alguna de estas casitas bajas de los escoberos, con almiares de heno de sus propios campos y otras pilas parecidas a los almiares, pero mucho más grandes y altas, de escobones nuevos con mangos de un blanco resplandeciente, recién pelados y listos para ser transportados al mercado.

      No obstante, al llegar a Heatherley su interés inmediato se centró en las celebridades que por allí pululaban. Y sin duda en aquella época había muchos más especímenes de famosos que de escoberos. La viuda del famoso científico que había dado a conocer el lugar seguía viviendo en la casa por él construida y a la que poco después había añadido una verja de cuatro metros de altura recubierta de brezo para ocultar la vista de las nuevas edificaciones de todos aquellos que se habían beneficiado de su descubrimiento. Un juez que también era hombre de letras había fijado allí su residencia de fin de semana; un explorador del continente africano que recientemente había acaparado los titulares de la prensa había alquilado una casa amueblada; y también un joven editor, cuyo nombre no tardaría en hacerse familiar para muchos lectores, visitaban con frecuencia la localidad. Había numerosos escritores y artistas, muy conocidos y no tanto, y en aquel momento eran los escritores los que parecían otorgarle a la localidad su particular excelencia. El primer domingo por la mañana que pudo salir a pasear había visto a un hombre alto que se apoyaba en una muleta, de barba hendida y pelirroja y ojos vivaces e inquietos, rodeado por un grupo de hombres más jóvenes que parecían alimentarse de cada sílaba que pronunciaba. El hombre alto con la muleta, según le dijeron, era escritor. No hacía mucho tiempo que había llegado y nadie sabía qué escribía, pero sí que era respetado en Londres. Es muy inteligente, decían, muy inteligente sin la menor duda. Sus seguidores eran jóvenes del pueblo que, después de que se hiriera la pierna en un accidente en bicicleta, habían empezado a visitarlo los fines de semana. Laura había sido una voraz lectora

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