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de la oficina de correos para consultarle si debía o no enviar al chiquillo a hacer otra entrega con semejante tormenta y empapado como estaba, y ambos estuvieron de acuerdo en que era del todo descabellado hacer algo semejante y en que ni las autoridades ni la persona a quien iba dirigido el telegrama desearían que lo hiciera hasta que el tiempo hubiera mejorado. Por tanto, Laura envió al niño a su casa para que pudiera quitarse la ropa mojada y escribió en el dorso del telegrama el motivo del retraso: «Grave tormenta en curso».

      Poco después llegó un telegrama de la central de correos dirigido a ella con una severa nota de queja del destinatario y una petición oficial de explicaciones «acerca de las circunstancias que acompañaban a las condiciones climatológicas que motivaron la decisión de no entregar el telegrama». Al responder ofreciendo las «explicaciones» exigidas, Laura se centró en la insólita violencia de la tormenta y las condiciones en que se encontraba el mensajero, haciendo hincapié en su corta edad, además de añadir como prueba la vaca muerta en el prado. Pero si esperaba que las altas instancias se mostraran dispuestas a aceptar tales razonamientos, iba a llevarse una decepción. «Las condiciones climáticas», decía el siguiente comunicado, «no son excusa para demorar la entrega de un telegrama cuando hay un mensajero disponible. Su respuesta al número 18, en tal y cual fecha, es altamente insatisfactoria. Por tanto, ahora deberá entregar estos documentos, junto con el telegrama debidamente cumplimentado, y evitar a toda costa que incidentes similares vuelvan a repetirse». En un arrebato de valor, Laura se hizo cargo de la situación tal y como ordenaba la dirección y respondió a la misiva de la siguiente manera: «Lamento profundamente el error. Se tomarán las medidas necesarias para que no vuelva a suceder». Y tan inocua fórmula pareció surtir efecto y satisfacer a los afectados, pues no volvió a saber nada del asunto.

      En aquella época, la red telefónica no había llegado a las zonas rurales y el telégrafo era el único medio de comunicación rápido y disponible en todo momento. La gente lo utilizaba para toda clase de cosas que hoy en día se resuelven «a golpe de teléfono»: invitar a amigos que vivían cerca, informarse del progreso de enfermos convalecientes o hacer pedidos a cualquier comercio. Se trataba de telegramas en ocasiones largos como cartas y en absoluto urgentes en apariencia, enviados por personas adineradas o impulsivas. Algunos podían ser cartas de amor y muchos romances prometedores tomaban forma y alcanzaban desenlaces felices o desastrosos por mediación de Laura.

      Un suceso algo excepcional puede servir para ilustrar la casi increíble distancia que hemos recorrido en materia de comunicaciones desde aquellos tiempos anteriores al teléfono y los automóviles. Una pareja que hasta el momento no había tenido hijos y vivía en una gran casa de campo cerca de Heatherley aguardaba con avidez la llegada de tan anhelado momento. Eran ricos y la mujer no andaba muy bien de salud, pero, tras largo tiempo, su sueño estaba a punto de cumplirse, por lo que naturalmente no escatimaron en gastos a la hora de organizarlo todo. Para empezar, solicitaron con un mes de antelación a la oficina de correos un servicio telegráfico completo día y noche, desde el momento en que saliera de cuentas hasta el nacimiento del bebé. El motivo de esto, como trascendió después, era estar en contacto permanente con el especialista londinense que atendía a la mujer. Si finalmente el parto comenzaba después de la medianoche, el doctor viajaría en un tren especial desde Waterloo.

      Cuando llegó el gran día, no obstante, no fue necesario recurrir a toda la parafernalia, pues el bebé (un bebé muy sensato) decidió hacer su aparición a una hora en que el telégrafo y los trenes funcionaban con plena normalidad. En cualquier caso, el elaborado programa no había sido diseñado para atender la llegada de un príncipe o una princesa sino al hijo de un simple caballero de la campiña; lo que nos ayuda a hacernos una idea del enorme cambio que supuso en las zonas rurales la llegada de avances relativamente recientes como el teléfono y el automóvil. Hoy día, por supuesto, cuando se aproxima la hora en tales circunstancias, la paciente ya suele estar ingresada en un hospital o su marido dispone de vehículo propio para llevarla a tiempo. O quizá si la familia disfruta de medios económicos suficientes, la madre pueda dar a luz en casa a la criatura con total seguridad haciendo únicamente una llamada telefónica para conseguir la atención necesaria.

      Cuando los enfermos más pobres tenían que ir al hospital no podían contar con que los llevaran ambulancias de silenciosos y potentes motores. Viajaban, a menudo sentados, en cualquier vehículo de tiro disponible. No había autobuses motorizados para transportar a la gente durante sus vacaciones o para ir a hacer la compra al pueblo más cercano. En Heatherley ni siquiera los había tirados por caballos. Los más pobres iban a pie a todas partes y los más ricos lo hacían en carro, en calesa, en carruaje o en coche de institutriz.

      Las carreteras rurales aún no habían sido asfaltadas, sino que estaban a merced del polvo y el barro dependiendo del día o de la estación del año. En verano, con tiempo seco, cada vehículo que transitaba por ellos se veía obligado a atravesar una densa nube de polvo blanco. Aunque nadie parecía darse cuenta ni se quejaba de ello. Al contrario, se sentían afortunados por disponer de lo que consideraban buenas y modernas carreteras en lugar de los antiguos caminos de carros.

      Al terminar el siglo, en partes relativamente modernizadas del país como el municipio al que pertenecía Heatherley, había poca conciencia de clase. Exceptuando las zonas rurales más remotas, parecía haber llegado a su fin la época en que todo miembro de una comunidad —hombre o mujer— conocía su lugar en la escala social, que estaba además perfectamente definido. Laura recordaba alguna de las historias que solía contarle al respecto la ingeniosa patrona de sus tiempos de aprendiz. Un sastre retirado que llevaba un par de años viviendo en el pueblo después de mudarse desde una ciudad había sido invitado a la casa del hacendado para conocer su colección de monedas, por la que había mostrado interés.

      —Oh, pero ese lugar es enorme —había comentado mientras conversaba con la señorita Lane—. Llevo toda la mañana preguntándome por qué puerta debo entrar.

      La señorita Lane lo había mirado de arriba abajo con aire meditabundo antes de preguntar:

      —¿Qué le regala el hacendado por Navidad, faisanes o conejos?

      —Oh, conejos —había respondido el hombre, visiblemente sorprendido por la pregunta—. Y es muy amable de su parte, siendo yo un recién llegado.

      —Entonces —respondió la directora de correos como quien dicta sentencia— debería usted entrar por la puerta lateral.

      Al parecer, un regalo de caza implicaba igualdad social, que no financiera, lo que permitía al beneficiario del mismo ascender los escalones del pórtico, llamar al timbre y ser acompañado hasta el salón principal por un criado con librea. Los conejos, por otra parte, no solo servían para elaborar pastel de carne, también indicaban un lugar intermedio en la escala social. Si los invitados que entraban por la puerta lateral disfrutaban de algún refrigerio en casa del hacendado, por lo general lo hacían en la sala del ama de llaves o en la alacena del mayordomo. No obstante, aún había otra subdivisión en dicha clase y el maestro de la escuela, el director de correos o un granjero arrendatario también podían tomar el té servido especialmente en la biblioteca en la exclusiva compañía del señor de la casa. De ahí que posiblemente, ya que el señor Purvis había mostrado interés por la colección de monedas del hacendado, si iba correctamente vestido y disimulaba su acento también tendría ocasión de disfrutar de dichos honores.

      Los ciudadanos corrientes que recibían latas de sopa como muestra de generosidad debían dirigirse a la puerta trasera y, una vez llevada a cabo dicha transacción, se les obsequiaba, según su sexo, con una jarra de cerveza y lo que se conocía como «un tentempié» en el quicio de la puerta, o con una taza de té en la sala del servicio. Ninguno de los que pertenecían a los dos estratos más bajos veía nada denigrante en esta división, y de haberles preguntado al respecto muchos habrían respondido que preferían que las cosas fueran de ese modo, pues se sentían «más cómodos». Además, la comida y bebida eran buenas, aunque el espíritu democrático todavía brillara por su ausencia.

      Sin embargo, los tiempos y las ideas estaban cambiando. Las personas que Laura había llegado a conocer mejor tras un tiempo en Heatherley consideraban a sus vecinos más ricos como clientes, potenciales clientes o simplemente como personas más ricas que vivían cerca

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