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y marcos fotográficos. Junto a la puerta había una vitrina con tarjetas postales de paisajes locales. En aquella época aún no se imprimía ninguna otra clase de ilustraciones. Los retratos de actrices de comedias musicales, que pronto se pondrían de moda, eran inimaginables. Y todavía faltaba mucho tiempo para que se popularizaran las viñetas cómicas a todo color. No obstante, el moderno toque publicitario ya estaba presente en muchas de ellas con leyendas como «La Suiza inglesa», que acompañaban a las fotografías de panoramas reseñables de la zona. Eran las típicas vistas de los páramos ingleses, hermosos en su pequeña escala, pero en absoluto comparables con la grandeza alpina; por lo que el nombre probablemente había sido idea de alguna lumbrera local ansiosa por explotar la belleza de la región. En ciertos ambientes solían referirse a la conocida colina más cercana a Heatherley como el Pequeño Parnaso, por la cantidad de poetas y escritores que frecuentaban sus laderas. Pero aquella tarde Laura no se detuvo a contemplar las vistas impresas en las postales ni a leer sus pies de foto. Abrió tímidamente la puerta y se presentó.

      Puesto que no era fácil encontrar un alojamiento humilde, había acordado con la administración que, hasta que dispusiera de su propia habitación en el pueblo, viviría con la familia del director de correos. De modo que en cuanto entró la acompañaron a la sala de estar de la parte trasera de la oficina y la dejaron en manos de la esposa de su nuevo jefe. La habitación era muy diferente de todas las que había conocido a lo largo de los últimos años. No era la típica sala de una trastienda con su aparador para exhibir la plata, el suelo de linóleo y fotografías enmarcadas en las paredes, sino la morada de gente, al parecer, algo más refinada. Y sin embargo a Laura le pareció, no en aquel momento sino un poco después, que había algo extraño y sombrío, incluso siniestro, en aquella estancia. La única ventana, quizá porque estaba situada en un lateral de la casa, en paralelo a la cual discurría un sendero hacia la parte trasera del edificio, había sido reforzada con una mampara de vidrio pintado a través de la que se filtraba una luz tenue y coloreada. Una enorme vitrina de madera de roble profusamente labrada, cuya forma recordaba a los armarios de los juzgados de la época jacobina, ocupaba prácticamente toda la pared del otro lado, y había numerosos muebles de menor tamaño y características semejantes. Más tarde supo que la mayoría de ellos habían sido elaborados y tallados personalmente por el que sería su patrón, que se dedicaba al negocio de la fabricación de muebles y tenía su taller en algún lugar de la parte trasera de la casa. Las paredes de la habitación estaban pintadas de un sencillo verde salvia y el único cuadro a la vista era una reproducción firmada de la obra de un artista local.

      Todo aquello despertó su curiosidad, pero Laura solo tuvo tiempo de echar una apresurada mirada a su alrededor, pues naturalmente lo correcto era prestar toda su atención a la esposa del director. La señora Hertford era una mujer tan inusual para su época y su posición como lo era su salón. Era alta, delgada y marchita, de hombros caídos, rostro muy pálido y lacio cabello de un rubio apagado cuyo recogido le ocultaba parcialmente las orejas. Se encontraba en los últimos meses del embarazo y llevaba un largo vestido verde con las hombreras adornadas con numerosos bordados. Tenía una voz melancólica y se movía de forma pausada y silenciosa. Laura pensó que su rostro era el más triste que había visto jamás.

      La acompañaban dos niños. El primero era un chiquillo muy parecido a su madre y vestido con un trajecito que podría haber sido confeccionado con la misma tela que el de ella. Se mostró muy educado, aunque demasiado silencioso y serio para su edad, y Laura pensó que había estado llorando. Tanto la madre como el niño parecían vegetales o flores que hubieran sido criados en la oscuridad, lejos del sol. La bebé, que acababa de despertar de su siesta vespertina, era una niña preciosa con las mejillas del color de las rosas silvestres, ojos oscuros y un bonito pelo ensortijado. Aún conservaba el calor de la cuna y estaba llena de vida y reía sin parar. Cuando la recién llegada la cogió en brazos y la sentó en sus rodillas la pequeña la abrazó inesperadamente agarrándose a su cuello y la besó. Su cálida bienvenida reconfortó a Laura, que no dejaba de percibir la inexplicable tensión que imperaba en la estancia.

      Cuando la señora Hertford supo que Laura había llegado caminando desde la estación pareció al mismo tiempo sorprendida y algo turbada. Su marido, explicó, tenía intención de ir a recibirla en su cochecito de tiro. ¿Estaba segura de no haber visto el carro de color marrón, con un poni blanco y negro? Laura respondió que estaba muy segura y no le dio importancia a que no fueran a recibirla. Había dejado su arcón en la consigna de la estación y había disfrutado mucho del paseo. No se lo habría perdido por nada del mundo. Entonces el niño pequeño, Cecil, regresó después de hacer un encargo de su madre y dijo que Miffy, el poni, estaba fuera, en el corral, y que William le había dicho que papá se había marchado después de cenar, no sabía adónde, y tampoco había comentado nada de recoger a la muchacha; a lo que su madre respondió que sin duda el señor Hertford debía haberlo olvidado —era muy olvidadizo a veces— y le propuso a Laura ir a ver su habitación.

      Más tarde, en la oficina de correos, Laura conoció a la ayudante cuyo puesto iba a ocupar. La señorita Smithers era una mujer de cuarenta años que tiempo atrás había trabajado en la Oficina Central de Telégrafos de Londres y había sido retirada del servicio con una pequeña pensión tras sufrir una crisis nerviosa. A juzgar por sus frecuentes tics y la tensa y ausente expresión de su cara, cualquiera habría dicho que estaba al borde de un nuevo colapso. Se marchaba de Heatherley a la mañana siguiente y William, el chico para todo, se encargaría de llevarla en el coche a la estación, pero no sin contarle a Laura que el hogar que estaba a punto de abandonar distaba mucho de ser feliz. El señor y la señora Hertford tenían terribles peleas. Habían tenido una no haría más de dos horas, lo que explicaba que nadie hubiera ido a buscarla y el tenso ambiente que la aguardaba a su llegada.

      —Pero no me pregunte el porqué —añadió—. Nunca he sido capaz de encontrar el menor sentido o motivo para sus disputas. Supongo que todo se debe a que ella es incapaz de controlarlo. Por lo general, en esos casos, la culpa es de la esposa. En lo demás no tengo nada que objetar, son bastante dignos para ser gente de campo y dudo que sus discusiones le vayan a afectar a usted tanto como a mí. Soy sensible por naturaleza. Y no hay nada que hacer al respecto.

      Laura sería la nueva «encargada de la oficina». Es decir, se ocuparía de llevar a cabo, con la colaboración de una ayudante, todas las labores relacionadas con el correo y el telégrafo y haría a diario las cuentas, que debían ser firmadas por el director, que era el responsable de la entidad ante las autoridades. Aparte de garantizar la eficiencia del trabajo y de custodiar el dinero y otros artículos de valor, el señor Hertford tenía poco que hacer en la oficina. Pero no era ningún explotador. La administración conocía su manera de trabajar y no tenía nada que objetar al respecto, y después de haber pagado los salarios de sus ayudantes, de sus propios ingresos, solo le quedaba un pequeño margen a modo de recompensa por sus responsabilidades y, claro está, para pagar la renta. La oficina de correos no era más que una actividad complementaria de la principal fuente de ingresos que suponía su propio negocio.

      La ayudante de Laura, Alma Steadman, era una bonita muchacha de dieciocho años que vivía en el pueblo, de ojos azules y dulce temperamento. Una de las responsabilidades de Laura fue enseñar a Alma a manejar el telégrafo de una sola aguja que había sido instalado recientemente en la oficina. Era un pequeño armarito con un ventanuco que habían colocado en un corto pasillo situado entre la oficina abierta al público y la sala de estar. Su manejo consistía en teclear las letras de los mensajes salientes en código Morse y recibir los entrantes observando —o leyendo por sonido, según la habilidad del operador— la aguja montada en un dial verde que se movía a izquierda o derecha sobre dos sondas sonoras de metal. La aguja en movimiento emitía un bonito tintineo musical que debía ser escuchado e interpretado, por aquellos preparados para hacerlo, a cierta distancia del aparato. La vida de Laura en Heatherley transcurriría al ritmo de ese melódico tintineo, y años después su mera mención o el recuerdo del lugar le hacía volver a escucharlo al instante, oler el aroma del brezo, la turba y los pinos y contemplar de nuevo las luchas e inquietudes de todas aquellas vidas que durante una época se mezclaron con la suya.

      Hace mucho tiempo que el viejo instrumento de una sola aguja desapareció de las oficinas de correos dejando espacio a otros inventos de mayor eficacia y más sencillo manejo. Sin embargo,

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