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Este hito histórico de la filología clásica, la traducción íntegra de los Tratados hipocráticos, es una ocasión única no sólo para los interesados en el nacimiento y la evolución de la ciencia médica, sino para cualquier amante de la cultura griega. El Corpus Hippocraticum es un conjunto de más de cincuenta tratados médicos de enorme importancia, pues constituyen los textos fundacionales de la ciencia médica europea y forman la primera biblioteca científica de Occidente. Casi todos se remontan a finales del siglo V y comienzos del IV a.C., la época en que vivieron Hipócrates y sus discípulos directos. No sabemos cuántos de estos escritos son del «Padre de la Medicina», pero todos muestran una orientación coherente e ilustrada, racional y profesional, que bien puede deberse al maestro de Cos. Más importante que la debatida cuestión de la autoría es comprender el alcance de esta medicina, su empeño humanitario y su afán metódico. Este corpus resulta esencial no sólo para la historia de la ciencia médica, sino para el conocimiento cabal de la cultura griega. Éste es el primer intento de verter al castellano todos estos tratados, y se ha hecho con el mayor rigor filológico: se ha partido de las ediciones más recientes y contrastadas de los textos griegos, se han anotado las versiones a fin de aclarar cualquier dificultad científica o lingüística y se han añadido introducciones a cada uno de los tratados, con lo cual se incorpora una explicación pormenorizada a la Introducción General, que sitúa el conjunto de los escritos en su contexto histórico. El séptimo volumen de los Tratados hipocráticos incluye textos de cirugía: «Sobre las heridas de la cabeza», «Sobre el dispensario médico», «Sobre las fracturas», «Sobre las articulaciones», «Instrumentos de reducción», «Sobre las fístulas», «Sobre las hemorroides» y «Sobre las úlceras».

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La semblanza que Jenofonte traza de su admirado Sócrates tiene una gran importancia, puesto que, en sus diferencias, complementa la imagen que nos ha legado Platón del ágrafo maestro del diálogo filosófico. Componen este volumen varias obras breves de Jenofonte. En tres de ellas, Recuerdos de Sócrates, Banquete y Apología de Sócrates, el autor evoca la honda influencia que sobre él ejerciera el filósofo. En la primera describe su carácter y algunas de sus ideas sobre educación, el bien y la belleza, y compone conversaciones entre el maestro y varios personajes (entre ellos el propio Jenofonte), al tiempo que le defiende de las acusaciones por las que fue condenado a muerte (impiedad y corrupción de jóvenes), todo ello con una indisimulada admiración cuyo contenido, sin embargo, difiere en más de un punto del retrato compuesto por Platón. El Banquete consiste en un simposio imaginario, entre cuyos participantes se encuentra Sócrates (quien pronuncia un discurso sobre la superioridad del amor espiritual sobre el carnal); casi todos los asistentes son personajes históricos atestiguados, por lo que la narración nos proporciona una imagen de las conversaciones que se producirían en un banquete ateniense, con una culta combinación de humor y seriedad, en un encuentro menos filosófico que el platónico (hay músicos, bailarines acrobáticos y un mimo). Apología de Sócrates, que lleva el mismo título que el diálogo platónico, recrea la defensa del maestro en el juicio que acabaría conduciendo a su condena a muerte, al que Jenofonte no pudo asistir por encontrarse en la campaña de Persia que describe en la Anábasis (en esta misma colección); las motivaciones de Sócrates son aquí distintas de las que aduce Platón: no tan elevadas y más ligadas a la ancianidad, y expresadas con tono altanero. Por último, Económico es un tratado sobre la administración de una casa, en forma de diálogo entre Sócrates y Cristobulo. En él se tratan asuntos de horticultura (el cuidado del agro es placentero, provechoso y bueno para el físico, enseña justicia y generosidad) y de jardinería, la función de la esposa en el matrimonio y en la hacienda y otras cuestiones que interesaban a Jenofonte acerca del gobierno doméstico. En conjunto, Jenofonte nos ofrece un Sócrates menos filósofo que el de Platón: se limita a dar buenos consejos prácticos y es un ejemplo inspirador de conducta personal.

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Este ameno diálogo, repleto de anécdotas y referencias a su tiempo, constituye una preciosa fuente de información sobre la literatura y las costumbres de la Antigüedad griega. El público culto grecolatino de la época del Imperio deseaba ampliar su erudición en diversos ámbitos, mediante obras teóricas o literarias. Este contexto sociológico explica la aparición de El banquete de los eruditos, inagotable almacén de saberes y noticias de múltiples campos científicos y literarios. Ciertamente otorga un lugar de preferencia a la comida y la bebida, temas que conducen a la comedia más que a la disquisición erudita: nuestro conocimiento de la Comedia Nueva (y desde luego de la Comedia Media y de la de los contemporáneos de Aristófanes) se basa en gran parte en las citas y menciones que Ateneo hizo en una época fascinada por la lengua y la cultura áticas.

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Este hito histórico de la filología clásica, la traducción íntegra de los Tratados hipocráticos, es una ocasión única no sólo para los interesados en el nacimiento y la evolución de la ciencia médica, sino para cualquier amante de la cultura griega. El Corpus Hippocraticum es un conjunto de más de cincuenta tratados médicos de enorme importancia, pues constituyen los textos fundacionales de la ciencia médica europea y forman la primera biblioteca científica de Occidente. Casi todos se remontan a finales del siglo V y comienzos del IV a.C., la época en que vivieron Hipócrates y sus discípulos directos. No sabemos cuántos de estos escritos son del «Padre de la Medicina», pero todos muestran una orientación coherente e ilustrada, racional y profesional, que bien puede deberse al maestro de Cos. Más importante que la debatida cuestión de la autoría es comprender el alcance de esta medicina, su empeño humanitario y su afán metódico. Este corpus resulta esencial no sólo para la historia de la ciencia médica, sino para el conocimiento cabal de la cultura griega. Éste es el primer intento de verter al castellano todos estos tratados, y se ha hecho con el mayor rigor filológico: se ha partido de las ediciones más recientes y contrastadas de los textos griegos, se han anotado las versiones a fin de aclarar cualquier dificultad científica o lingüística y se han añadido introducciones a cada uno de los tratados, con lo cual se incorpora una explicación pormenorizada a la Introducción General, que sitúa el conjunto de los escritos en su contexto histórico. El sexto volumen de los Tratados hipocráticos contiene el estudio «Enfermedades».

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Éste es el principal texto que Cicerón dedicó al arte de la oratoria, tan importante en la Antigüedad grecorromana, y en el que tanto se distinguió él por sus discursos forenses (Verrinas) y políticos (Catilinarias, Filípicas). Sobre el orador (completado en el 55 a.C.) es el más valorado de los tratados que Cicerón dedicó a la materia de la oratoria, de la que describe los principios generales para instrucción de los jóvenes que vayan a desempeñar cargos públicos en el estado. Está estructurado en varios diálogos, situados en la villa que Craso poseía en Túsculo y en los que los principales participantes son Craso, Marco Antonio, Q. Mucio Escévola el Augur (gran abogado como Cicerón), el cónsul Q. Cátulo y el orador C. Julio César Estrabón. Craso sostiene que el orador debe poseer un amplio conocimiento de las ciencias, de la filosofía y, sobre todo, del derecho civil (un ideal ambicioso que sin duda expresa el criterio de Cicerón); Antonio, menos exigente en sus demandas y según un planteamiento utilitarista, se contenta con que sea capaz de agradar y convencer, sin que por ello precise de grandes conocimientos, y se extiende sobre los métodos para persuadir a los jueces (aunque al día siguiente reconoce que sólo ha contradicho a Craso por el gusto de discutir) ; César trata del ingenio y el humor, que le habían dado gran fama, con un repertorio de chistes que refleja los gustos y la mentalidad de los romanos, y una clasificación de recursos humorísticos en setenta y cinco capítulos (216-90); Craso, por último, se ocupa de los estilos y las figuras de dicción (de especial interés es el tratamiento de la metáfora): se advierte en estos razonamientos que Cicerón valoraba el lenguaje en relación con la poesía. En conjunto, se concluye que el perfecto orador ha de ser un «hombre íntegro» formado en una educación liberal sin precedentes.

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Filóstrato acuñó el término Segunda Sofística para designar el movimiento cultural del siglo II d.C. que trató de recuperar valores literarios y retóricos de la Grecia clásica. Las Vidas rememoran a los más célebres sofistas de la época del autor, y ofrecen una completa perspectiva de este movimiento intelectual. Estas biografías ponen de manifiesto el conocimiento no sólo de las vidas y las obras de los personajes tratados, sino de la sociedad en que vivían, y transmiten los gustos de la aristocracia grecoparlante bajo el imperio de Roma. Por ello arroja una luz muy esclarecedora sobre los siglos II y III, y nos permite conocer el movimiento llamado Segunda Sofística, florecimiento cultural y renacimiento de los ideales educativos de la Grecia clásica. Filóstrato, que creó dicha denominación en esta obra, incluye en el concepto a retóricos, maestros y otros profesionales de la palabra, incluso a juristas, pero no a filósofos.

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Los discursos forenses de Lisias son nuestra mejor fuente para la vida privada de los atenienses en el periodo clásico y para el derecho ático en todos sus aspectos (clases y naturaleza de los procesos, procedimiento, etc.). De Lisias, que vivió en Atenas como meteco entre 445 y 380 a.C., conservamos treinta y cuatro discursos (sin contar el discurso sobre el amor que Platón le asigna en el Fedro). En la Antigüedad se le atribuyeron más de cuatrocientos, y fue considerado uno de los diez grandes oradores áticos, entre los que se distinguía por su estilo sobrio y claro; los aticistas le oponían, como modelo del decir y argumentar, a las pompas del asianismo y sus metáforas teatrales. En Roma fue el modelo de los partidarios de una oratoria clara y sencilla, frente a una retórica recargada como la ciceroniana. Lisias trató en sus discursos los más variados asuntos, en causas públicas y privadas, y prácticamente en todos los géneros de unas y otras (de ilegalidad, traición, extranjería, impiedad, vejaciones, adulterio, negligencia o mala administración de los bienes de un huérfano, daños por violencia o violación, malos tratos, homicidio, injurias verbales), así como referidas a propiedad y obligaciones contractuales y al derecho de familia (sucesiones, tutela). Lisias fue ante todo un buen abogado de causas privadas, un logógrafo, que asesoraba en cuestiones jurídicas y escribía discursos para que los pronunciaran otros (en Grecia las partes de un proceso debían hablar en nombre propio y personalmente, sin que las representara un abogado). Sus obras forenses nos ofrecen una imagen muy nítida de la sociedad de su tiempo, de esa Atenas democrática donde los pleitos eran frecuentes y los tribunales, un espacio para demostrar la inteligencia y el dominio de la expresión. Para los antiguos, Lisias fue un gran modelo literario en cuanto a la oratoria y a la construcción de discursos: para exponer su teoría de la retórica en el Fedro, Platón lo cita a él. Sus virtudes literarias son las del clasicismo: ocultación de los mecanismos compositivos, con apariencia de sencillez y falta de artificio, pureza del lenguaje ático, precisión, exactitud, sobriedad, claridad expositiva y maestría en la etopeya o mostración del carácter de los personajes. Estos rasgos lo alejan del estilo elevado o patético de Demóstenes (claro que no hubo de enfrentarse a la amenaza del macedonio Filipo ni de exhortar a la defensa de la patria, pues sus clientes eran gentes corrientes con casos cotidianos). En cuanto a la organización del discurso, Lisias brilla en las dos partes centrales (narración y demostración) por su modo de presentar y organizar los hechos y de ir introduciendo las pruebas al hilo del relato.

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Jenofonte compone una imagen idealizada de Ciro el Grande, rey de Persia, con una intención didáctica y moralizante: mostrar en qué consiste y cómo se forma el gobernante virtuoso. En ello se advierte, como en Platón, el magisterio de Sócrates, maestro de ambos. Hijo de una Atenas que iba perdiendo su antiguo esplendor, Jenofonte (h. 430-354 a.C.) es uno de los mejores prosistas áticos y un muy lúcido testigo de su época. Aventurero y escritor, discípulo de Sócrates, apasionado de la historia, la educación, la equitación y la caza, trató todos estos intereses particulares en sus diversas obras. La Ciropedia («educación de Ciro») es una suerte de novela de formación protagonizada por Ciro el grande, rey de Persia, de intención moral y didáctica, en el que Jenofonte se propone componer un «espejo de príncipes». Para ello crea un personaje idealizado, el perfecto estadista, gobernante y general, de hábitos un tanto espartanos y notable magnanimidad. Con ello el autor pone de manifiesto la influencia del magisterio de Sócrates, de quien fue discípulo, en su concepción de la educación para la virtud, la areté (concepción análoga a la que Platón argumentó en La República, escrita en la misma época). En su exposición del modelo, Jenofonte describe la constitución y el sistema educativo de Persia, preceptos y tácticas militares, y todo cuanto contribuye a la formación de un gran gobernante. Jenofonte supo amenizar su tratado ejemplarizante con una variada colección de recursos narrativos (cuento popular, biografía y romance), que se combinan con la narración política y militar.

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Dionisio de Halicarnaso rechaza que la expansión romana se deba a la Fortuna, y se ciñe a causas objetivas y morales para explicarla. Dionisio de Halicarnaso niega que la expansión y la hegemonía romanas se deban en buena medida a Fortuna, según el parecer de algunos historiadores griegos de su tiempo, y se muestra pragmatista o factual, pues expone la diversidad de causas que a su juicio la han llevado a ostentar el poder mundial: como Polibio, ensalza la bondad de su Constitución, y destaca también, entre los factores decisivos, aspectos objetivos como el número de sus soldados y otros de índole moral, como la virtud y la piedad tradicionales.

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Primera biografía del primer emperador cristiano, narrada por un conocido. La Vita Constantini es una ‹‹encomiastiké tetrábiblos›› (panegírico en cuatro libros), como definió Focio la última obra de Eusebio, obispo de Cesárea de Palestina, publicada póstumamente, sin pulir, por su sucesor y albacea Acacio, en torno a los años 340-341, poco después de la muerte de su autor. El texto relata la vida piadosa de Constantino Magno, muerto el 22 de mayo del 337, en Anciron, suburbio de Nicomedia, de regreso de una cura de aguas medicinales, que de poco le sirvieron. Su importancia estriba en que es la primera biografía del primer emperador cristiano, narrada por un contemporáneo adicto que lo conoció personalmente.