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compañeros hasta que un nuevo disparo dio con él en tierra. Otro de los hombres cayó herido, y luego su caballo, quedando sólo uno de los soldados, y desmontado. Solamente se oía en diferentes direcciones el galopar de tres caballos sin jinete, que se extinguía rápidamente en la lejanía.

      Durante todo esto, ninguno de los atacantes se había mostrado por parte alguna. Aquí y allá, a lo largo del sendero, hombres y corceles aún vivos se revolcaban en la agonía. Mas ningún piadoso enemigo salía de la espesura para poner fin a sus sufrimientos.

      El solitario superviviente permanecía desconcertado en el camino, junto a su caída cabalgadura. Había llegado a aquel ancho claro con el islote de árboles señalado por Dick. Acaso se hallara a unos quinientos metros del lugar en que estaban escondidos los muchachos, y ambos podían verle claramente, mientras miraba por todos lados con mortal ansiedad. Mas, como nada sucedía, comenzó a recobrar el perdido ánimo y rápidamente se descolgó y montó su arco. En aquel mismo instante, por algo característico que vio en sus movimientos, reconoció Dick en aquel hombre a Selden. Ante tal intento de resistencia, salieron de cuantos sitios se hallaban a cubierto, en torno suyo, rumores de risas. Veinte hombres, por lo menos -se encontraba allí lo más nutrido de la emboscada-, se unieron a este cruel e importuno regocijo. Centelleó entonces una flecha por encima del hombro de Selden, que saltó, retrocediendo. Otro dardo fue a clavarse a sus pies, temblando un momento. Se dirigió entonces a la espesura, y una tercera flecha pasó ante su rostro, yendo a caer frente a él. Repitiéronse las sonoras carcajadas, elevándose de diversos matorrales.

      Era evidente que sus atacantes no hacían sino acosarle, como en aquellos tiempos acosaban los hombres al pobre toro, o como el gato se divierte con el ratón. La escaramuza había terminado; en la parte baja de la carretera, un individuo vestido de verde recogía pausadamente las flechas, mientras los demás, con malsano placer, gozaban ante el espectáculo que les ofrecía la tortura de aquel infeliz, tan pecador como ellos. Selden comenzó a comprender; lanzó un grito de rabia, se echó a la cara la ballesta y disparó una saeta como al azar, hacia el bosque. Tuvo suerte, pues le respondió un grito ahogado. Arrojando al suelo su arma, Selden echó a correr por el claro del bosque, casi en línea recta hacia Dick y Matcham.

      Los de la partida de la Flecha Negra, al verle, comenzaron a disparar de veras. Mas ya no era tiempo, habían dejado pasar el momento oportuno y la mayor parte de ellos tenían que disparar ahora de cara al sol. Y Selden, al correr, daba saltos de un lado a otro para dificultar la puntería y engañarlos. Y lo mejor de todo: al dirigirse hacia la parte superior del claro, había frustrado el plan que tenían preparado; no había tiradores apostados más allá del que acababa de herir o matar, y la confusión de los cabecillas se hizo pronto manifiesta. Sonaron tres silbidos, y después dos más... Desde otro sitio volvieron a silbar. Por todos lados se oía el rumor de gente que corría a través de los matorrales; un espantado ciervo apareció en el claro, se detuvo un instante sobre tres patas, olfateando el aire, y de nuevo se internó en la espesura.

      Aún continuaba Selden corriendo y dando saltos, seguido sin cesar por las flechas, mas todas erraban el blanco. Parecía que iba a conseguir escapar. Dick había preparado la ballesta, pronto a proteger su huida, y hasta Matcham, olvidándose de su propio interés, se sentía ya, en el fondo de su corazón, a favor del pobre fugitivo, siguiendo ambos muchachos la escena anhelantes y temblorosos.

      Se hallaba ya a unos cincuenta metros de ellos cuando le alcanzó una flecha y cayó. Se alzó, sin embargo, al instante; mas vacilaba en su carrera y, como si estuviese ciego, se desvió de su dirección. Dick se puso en pie de un salto y le hizo señas agitando la mano.

      -¡Por aquí! -gritó-. ¡Por este lado! ¡Aquí hallarás ayuda! ¡Corre, muchacho, corre!

      Pero en aquel preciso instante una flecha hirió a Selden en el hombro, y, atravesando su jubón por entre las placas de su cota de malla, dio con él en tierra pesadamente.

      -¡Oh, pobrecillo! -exclamó Matcham, juntando las manos.

      Dick se quedó petrificado, sirviendo de blanco a los arqueros.

      Diez probabilidades contra una tenía de que le alcanzase una flecha, porque los habitantes de los bosques estaban furiosos consigo mismos y la aparición de Dick a retaguardia de su posición les había cogido por sorpresa. Pero en aquel momento, saliendo de una parte del bosque muy cercana al lugar donde se hallaban los dos muchachos, se alzó una voz estentórea: la voz de Ellis Duckworth.

      -¡Alto! -gritó-. ¡No tiréis! ¡Cogedle vivo! Es el joven Shelton... el hijo de Harry.

      Inmediatamente se oyó un penetrante silbido que se repitió varias veces, y sonó de nuevo más lejos. Al parecer, aquel silbido era la corneta de guerra de John Amend-all, con la cual transmitía sus órdenes.

      -¡Ah, qué mala suerte! -exclamó Dick-. Estamos perdidos. ¡Deprisa, Jack, vamos deprisa!

      Y ambos muchachos dieron media vuelta y echaron a correr por entre el grupo de pinos que cubría la cima de la colina.

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