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¡Idos! ¡Corred a vuestras casas, doblad vuestras rodillas y suplicad a los dioses que suspendan el castigo que forzosamente ha de acarrear esta ingratitud!

      FLAVIO. — ¡Idos, idos, queridos compatriotas! Y por esta falta, reunid a todas ]as sencillas gentes de vuestra condición, conducidlas al Tíber y verted vuestras lágrimas en su cauce hasta que su afluente más humilde llegue a besar la mayor altura de sus riberas.

      (Salen los CIUDADANOS.)

      ¡Ved cómo se conmovió su rudo temple! Se alejan amordazados por su culpa... Bajad por esa vía hacia el Capitolio; yo iré por ésta. Despojad las estatuas si las halláis engalanadas con trofeos.

      MARULO. — ¿Podemos hacerlo? Ya sabéis que es la fiesta de las Lupercales.

      FLAVIO. — ¡No importa! No dejemos estatua alguna adornada con trofeos de César. Yo bulliré por aquí y arrojaré de las calles a la plebe. Haced igual donde notéis que se forman grupos. ¡Estas plumas en crecimiento, arrancadas a las alas de César, Le harán mantenerse en un vuelo ordinario, quien, de otro modo, se remontaría sobre la vista de los hombres y nos sumiría a todos en un sobrecogimiento servil.

      (Salen.)

      SCENA SECUNDA

      El mismo lugar. — Una plaza pública

      Entran en -procesión, con música, CÉSAR, ANTONIO, ataviados para las carreras; CALPURNIA, PORCIA, DECIO, CICERÓN, BRUTO, CASIO y CASCA; una gran muchedumbre los sigue, entre los que se halla un ADIVINO

       CÉSAR. — ¡Calpurnia! .

      CASCA. — ¡Silencio, oh! César habla.

      (Cesa la música.)

      CESAR. — ¡Calpurnia!

      CALPURNIA. — Aquí me tenéis, señor.

      CÉSAR. — Colocaos en la dirección del paso de Antonio cuando emprenda su carrera . ¡Antonio!

      ANTONIO. — ¡César, señor!

      CÉSAR. — No olvidéis en la rapidez de vuestra carrera, Antonio, de tocar a Calpurnia , pues, al decir de nuestros antepasados, la infecunda, tocada en esta santa carrera, se libra de la maldición de su esterilidad.

      ANTONIO. — Lo tendré presente. Cuando César dice: «Haz esto», se hace.

      CÉSAR. — Proseguid, y no olvidéis ninguna ceremonia .

      (Trompetería.)

      ADIVINO. — ¡César!

      CÉSAR. — ¡Eh! ¿Quién llama?

      CASCA. — ¡Que cese todo ruido! ¡Silencio de nuevo!

      (Cesa la música.)

      CÉSAR. — ¿Quién de entre la muchedumbre me ha llamado? Oigo una voz, más vibrante que toda la música, gritar: «¡César!» Habla; César se vuelve para oírte.

      ADIVINO, — ¡Guárdate de los idus de marzo!

      CÉSAR. — ¿Quién es ese hombre?

      BRUTO. — Un adivino, que advierte que os guardéis dé los idus de marzo.

      CÉSAR. — Traedle ante mí, que le vea la cara.

      CASIO. — Amigo, sal de entre la muchedumbre; mira a César.

      CÉSAR. — ¿Qué me dices ahora? Habla otra vez.

      ADIVINO. — ¡Guárdate de los idus de marzo!

      CÉSAR. — Es un visionario; dejémosle. Paso.

      (Música. Salen todos menos BRUTO y CASIO.)

      CASIO.— ¿Iréis a presenciar el orden de las carreras?

      BRUTO. — No.

      CASIO. — Os ruego que vayáis.

      BRUTO. — No soy aficionado a juegos. Me falta algo de ese carácter alegre que hay en Antonio. Pero no impida yo vuestros gustos, Casio. Os abandono.

      CASIO. — Bruto: os observo de poco tiempo a esta parte: no hallo en vuestros ojos aquella gentileza y expresión de afecto a que estaba acostumbrado. Os manifestáis de un modo en extremo frío e impenetrable para con un amigo que os quiere.

      BRUTO. — No os equivoquéis, Casio. Si mi aspecto se ha vuelto sombrío, el descontento de mi semblante sólo va contra mí. Desde hace algún tiempo estoy atormentado por pasiones contrarias, ideas que no conciernen sino a mí propio, que quizá hayan alterado un tanto mis maneras; pero no por eso se aflijan mis buenos amigos, entre los cuales os cuento, Casio, ni den otra interpretación a mi desvío, sino que el pobre Bruto, en guerra consigo mismo, olvida las muestras de afecto a los demás.

      CASIO. — Entonces, Bruto, he interpretado mal la índole de vuestras reservas, y ésta es la causa de que ocultara en mi seno pensamientos de la mayor importancia, dignos de meditarse. Decidme, querido Bruto, ¿podéis veros la cara?

      BRUTO. — No es posible, Casio, porque los ojos no pueden verse a sí mismos sino por refracción, o sea, mediante otros objetos.

      CASIO. — Justamente, y es muy lamentable, Bruto, que no tengáis espejos que reflejen vuestro oculto valer ante vuestras miradas, a fin de que pudierais contemplar vuestra imagen. He oído a muchos de los hombres más respetados de Roma —excepto el inmortal César— hablar de Bruto y, gimiendo bajo la opresión de la época, suspirar por que el noble Bruto abriese los ojos.

      BRUTO. — ¿A qué peligros quisierais arrastrarme, Casio, que me hacéis buscar en mí mismo lo que en mí mismo no hay?

      CASIO. — Vaya, querido Bruto, preparaos a oír; y puesto que sabéis que no podríais miraros tan bien como por reflejo, yo, espejo vuestro, os descubriré sin lisonjas lo que existe en vos que todavía ignoráis. Y no desconfiéis de mí, estimado Bruto. Si yo fuese un chismoso vulgar o tuviera por costumbre repetir con ordinarias protestas mi afecto a cada advenedizo; si supieseis que marcho en pos de los hombres y los abrazo efusivamente, para después hacerlos víctima del escándalo, o si os consta que me prodigo en los festines a todos los vencidos, tenedme entonces por peligroso.

      (Clarines y aclamaciones.) .

      BRUTO. — ¿Qué significan esas aclamaciones? Temo que el pueblo escoja por rey a Cesar.

      CASIO. — ¿De veras lo teméis? Luego debo pensar que no deseáis que ocurra.

      BRUTO. — No lo quisiera, Casio; y, no obstante, le amo sinceramente. Pero ¿por qué me retenéis aquí tanto tiempo? ¿Qué es lo que pretendéis comunicarme? Si es algo para el bien general, presentad ante mis ojos a un lado el honor y al otro la muerte, y miraré a entrambos con indiferencia, pues así me favorezcan los dioses como amo el nombre de la gloria más que temo a la muerte.

      CASIO. — Veo en vos esa virtud, Bruto, como veo vuestra' fisonomía externa. Bien; pues de honor es el tema de que voy a hablaros. Ignoro qué pensáis vos y los demás hombres acerca de esta vida; pero, por lo que a mí respecta, preferiría no vivir a vivir bajo el terror de un semejante a mí mismo. Libre nací como César, e igualmente vos; ambos hemos sido tan bien alimentados como él, y de la misma manera podemos soportar el rigor de los inviernos. Pues cierta vez, en un día borrascoso y crudo, en que el Tíber, irritado, se precipitaba contra sus bordes, me dijo César: «¿Te atreverías, Casio, a arrojarte ahora conmigo en medio de esas olas enfurecidas y nadar hasta allá abajo en aquel punto?» No acabó de pronunciarlo, cuando, equipado como estaba, me zambullí, instándole a que me siguiera, lo que hizo acto continuo. Rugía el torrente y. luchamos contra él con rudo empuje, hendiéndolo y avanzando con esfuerzos, que se oponían a la violencia de su curso; pero antes de llegar al sitio señalado, César gritó: «¡Socórreme, Casio, o me ahogo!» Yo, como Eneas, nuestro glorioso antepasado, que para salvarle de las llamas de Troya llevó sobre sus hombros al viejo Anquises, así llevé, arrebatándolo de las ondas del Tíber, al desfallecido César. ¡Y ese hombre

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