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a la nada; sus llamas se apagaron por completo, y sobrevino la negrura de las tinieblas; todas las sensaciones parecieron desaparecer como en una zambullida loca y precipitada del alma en el Hades. Y el Universo fue sólo noche, silencio, inmovilidad.

      Estaba desvanecido. Pero, no obstante, no puedo decir que hubiese perdido la conciencia del todo. La que me quedaba, no intentaré definirla, ni describirla siquiera.

      Pero, en fin, todo no estaba perdido. En medio del más profundo sueño… , ¡no! En medio del delirio… , ¡no! En medio del desvanecimiento… , ¡no! En medio de la muerte… , ¡no! Si fuera de otro modo, no habría salvación para el hombre. Cuando nos despertamos del más profundo sueño, rompemos la telaraña de algún sueño. Y, no obstante, un segundo más tarde es tan delicado este tejido, que no recordamos haber soñado.

      Dos grados hay, al volver del desmayo a la vida: el sentimiento de la existencia moral o espiritual y el de la existencia física. Parece probable que si, al llegar al segundo grado, hubiéramos de evocar las impresiones del primero, volveríamos a encontrar todos los recuerdos elocuentes del abismo trasmundano. ¿Y cuál es ese abismo? ¿Cómo, al menos, podremos distinguir sus sombras de las de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado primer grado no acuden de nuevo al llamamiento de la voluntad, no obstante, después de un largo intervalo, ¿no aparecen sin ser solicitadas, mientras, maravillados. nos preguntamos de dónde proceden? Quien no se haya desmayado nunca no descubrirá extraños palacios y casas singularmente familiares entre las ardientes llamas; no será el que contemple, flotantes en el aire, las visiones melancólicas que el vulgo no puede vislumbrar, no será el que medite sobre el perfume de alguna flor desconocida, ni el que se perderá en el misterio de alguna melodía que nunca hubiese llamado su atención hasta entonces.

      En medio de mis repetidos e insensatos esfuerzos, en medio de mi enérgica tenacidad en recoger algún vestigio de ese estado de vacío aparente en el que mi alma había caído, hubo instantes en que soñé triunfar. Tuve momentos breves, brevísimos en que he llegado a condensar recuerdos que en épocas posteriores mi razón lúcida me ha afirmado no poder referirse sino a ese estado en que parece aniquilada la conciencia. Muy confusamente me presentan esas sombras de recuerdos grandes figuras que me levantaban, transportándome silenciosamente hacia abajo, aún más hacia abajo, cada vez más abajo, hasta que me invadió un vértigo espantoso a la simple idea del infinito en descenso.

      También me recuerdan no sé qué vago espanto que experimentaba el corazón, precisamente a causa de la calma sobrenatural de ese corazón. Luego el sentimiento de una repentina inmovilidad en todo lo que me rodeaba, como si quienes me llevaban, un cortejo de espectros, hubieran pasado, al descender, los límites de lo ilimitado, y se hubiesen detenido, vencidos por el hastío infinito de su tarea. Recuerda mi alma más tarde una sensación de insipidez y de humedad; después, todo no es más que locura, la locura de una memoria que se agita en lo abominable.

      De pronto vuelven a mi alma un movimiento y un sonido: el movimiento tumultuoso del corazón y el rumor de sus latidos. Luego, un intervalo en el que todo desaparece. Luego, el sonido de nuevo, el movimiento y el tacto, como una sensación vibrante penetradora de mi ser. Después la simple conciencia de mi existencia sin pensamiento, sensación que duró mucho. Luego, bruscamente, el pensamiento de nuevo, un temor que me producía escalofríos y un esfuerzo ardiente por comprender mi verdadero estado. Después, un vivo afán de caer en la insensibilidad. Luego, un brusco renacer del alma y una afortunada tentativa de movimiento. Entonces, el recuerdo completo del proceso, de los negros tapices, de la sentencia, de mi debilidad, de mi desmayo. Y el olvido más completo en torno a lo que ocurrió más tarde. Únicamente después, y gracias a la constancia más enérgica, he logrado recordarlo vagamente.

      No había abierto los ojos hasta ese momento. Pero sentía que estaba tendido de espaldas y sin ataduras. Extendí la mano y pesadamente cayó sobre algo húmedo y duro. Durante algunos minutos la dejé descansar así, haciendo esfuerzos por adivinar dónde podía encontrarme y lo que había sido de mí. Sentía una gran impaciencia por hacer uso de mis ojos, pero no me atreví. Tenía miedo de la primera mirada sobre las cosas que me rodeaban. No es que me aterrorizara contemplar cosas horribles, sino que me aterraba la idea de no ver nada.

      A la larga, con una loca angustia en el corazón, abrí rápidamente los ojos. Mi espantoso pensamiento hallábase, pues, confirmado. Me rodeaba la negrura de la noche eterna. Me parecía que la intensidad de las tinieblas me oprimía y me sofocaba. La atmósfera era intolerablemente pesada. Continué acostado tranquilamente e hice un esfuerzo por emplear mi razón. Recordé los procedimientos inquisitoriales, y, partiendo de esto, procuré deducir mi posición verdadera. Había sido pronunciada la sentencia y me parecía que desde entonces había transcurrido un largo intervalo de tiempo. No obstante, ni un solo momento imaginé que estuviera realmente muerto.

      A pesar de todas las ficciones literarias, semejante idea es absolutamente incompatible con la existencia real. Pero ¿dónde me encontraba y cuál era mi estado? Sabía que los condenados a muerte morían con frecuencia en los autos de fe. La misma tarde del día de mi juicio habíase celebrado una solemnidad de esta especie. ¿Me habían llevado, acaso, de nuevo a mi calabozo para aguardar en él el próximo sacrificio que había de celebrarse meses más tarde? Desde el principio comprendí que esto no podía ser. Inmediatamente había sido puesto en requerimiento el contingente de víctimas. Por otra parte, mi primer calabozo, como todas las celdas de los condenados, en Toledo, estaba empedrado y había en él alguna luz.

      Repentinamente, una horrible idea aceleró mi sangre en torrentes hacia mi corazón, y durante unos instantes caí de nuevo en mi insensibilidad. Al volver en mí, de un solo movimiento me levanté sobre mis pies, temblando convulsivamente en cada fibra.

      Desatinadamente, extendí mis brazos por encima de mi cabeza y a mi alrededor, en todas direcciones. No sentí nada. No obstante, temblaba a la idea de dar un paso, pero me daba miedo tropezar contra los muros de mi tumba. Brotaba el sudor por todos mis poros, y en gruesas gotas frías se detenía sobre mi frente. A la larga, se me hizo intolerable la agonía de la incertidumbre y avancé con precaución, extendiendo los brazos y con los ojos fuera de sus órbitas, con la esperanza de hallar un débil rayo de luz. Di algunos pasos, pero todo estaba vacío y negro. Respiré con mayor libertad. Por fin, me pareció evidente que el destino que me habían reservado no era el más espantoso de todos.

      Y entonces, mientras precavidamente continuaba avanzando, se confundían en masa en mi memoria mil vagos rumores que sobre los horrores de Toledo corrían. Sobre estos calabozos contábanse cosas extrañas. Yo siempre había creído que eran fábulas; pero, sin embargo, eran tan extraños, que sólo podían repetirse en voz baja. ¿Debía morir yo de hambre, en aquel subterráneo mundo de tinieblas, o qué muerte más terrible me esperaba? Puesto que conocía demasiado bien el carácter de mis jueces, no podía dudar de que el resultado era la muerte, y una muerte de una amargura escogida. Lo que sería, y la hora de su ejecución, era lo único que me preocupaba y me aturdía.

      Mis extendidas manos encontraron, por último un sólido obstáculo. Era una pared que parecía construida de piedra, muy lisa, húmeda y fría. La fui siguiendo de cerca, caminando con la precavida desconfianza que me habían inspirado ciertas narraciones antiguas. Sin embargo, esta operación no me proporcionaba medio alguno para examinar la dimensión de mi calabozo, pues podía dar la vuelta y volver al punto de donde había partido sin darme cuenta de lo perfectamente igual que parecía la pared. En vista de ello busqué el cuchillo que guardaba en uno de mis bolsillos cuando fui conducido al tribunal. Pero había desaparecido, porque mis ropas habían sido cambiadas por un traje de grosera estameña.

      Con objeto de comprobar perfectamente mi punto de partida, había pensado clavar la hoja en alguna pequeña grieta de la pared. Sin embargo, la dificultad era bien fácil de ser solucionada, y, no obstante, al principio, debido al desorden de mi pensamiento, me pareció insuperable. Rasgué una tira de la orla de mi vestido y la coloqué en el suelo en toda su longitud, formando un ángulo recto con el muro. Recorriendo a tientas mi camino en torno a mi calabozo, al terminar el circuito tendría que encontrar el trozo de tela. Por lo menos, esto era lo que yo creía, pero no había tenido en cuenta ni las dimensiones de la celda ni mi debilidad. El terreno era húmedo y resbaladizo. Tambaleándome,

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