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tan diferentes como lo son el vicio y la virtud. Los hombres los confunden con demasiada frecuencia; no deberían hacerlo; las apariencias no deben confundirse con la verdad; las rígidas doctrinas humanas, que tienden a alborozar y regocijar a solo unos pocos, no deberían sustituir el credo redentor de Cristo. Existe —repito— una diferencia; y es una acción buena, no mala, marcar fuerte y claramente la línea divisoria entre ambos.

      Puede que al mundo no le agrade ver separadas estas ideas, pues siempre ha acostumbrado a mezclarlas, prefiriendo que los signos externos se hagan pasar por el valor intrínseco, y dejar que los muros blanqueados se tomen por pulcros santuarios. Puede que odie a los que se atreven a examinar y desenmascarar —a levantar el oropel para descubrir el vil metal— a penetrar el sepulcro y mostrar los restos mortales; pero, por mucho que quiera odiarlos, está en deuda con ellos.

      A Ajab no le agradaba Miqueas, porque no le vaticinaba nunca nada bueno, sino solo malo: probablemente le gustase más el hijo adulador de Quenana. Sin embargo, Ajab hubiera podido librarse de una muerte cruenta si hubiera hecho oídos sordos a la adulación para escuchar buenos consejos.

      Existe hoy día un hombre cuyas palabras no las plasma para deleitar oídos delicados, quien, a mi modo de ver, se presenta ante los grandes de la sociedad como se presentó antaño el hijo de Jimla ante los reyes de Judá e Israel, y dice una verdad tan profunda como aquel con una fuerza igualmente profética y vital y un porte tan intrépido y osado como el suyo. ¿Es admirado en los lugares importantes el autor satírico de La Feria de las Vanidades? No lo sé; pero pienso que si algunos de aquellos a los que arroja el fuego griego de su mordacidad y a los que muestra el hierro candente de su denuncia hicieran caso de sus advertencias, quizás ellos o su progenie se librasen de un Ramot Galad fatal.

      ¿Por qué he mencionado a este hombre? Lo he mencionado, lector, porque veo en él un intelecto más profundo y más original de lo que han reconocido hasta ahora sus contemporáneos; porque lo considero el principal reformador social del momento, el maestro de aquellos que trabajan para que el sistema torcido de las cosas se enderece; porque creo que ningún comentarista de sus escritos ha hallado aún el paralelismo que le corresponda o los términos que caractericen debidamente su talento. Dicen que se parece a Fielding: hablan de su ingenio, su humor, su sentido de lo cómico. Se parece a Fielding como se parece un águila a un buitre: Fielding se arroja sobre la carroña, pero Thackeray no lo hace nunca. Su ingenio es brillante y su humor atractivo, pero ambas cualidades se corresponden con su genio serio tanto como los brillantes relámpagos, jugueteando bajo los bordes de las nubes estivales, se corresponden con el rayo mortal que se oculta en sus entrañas. Finalmente, he aludido al señor Thackeray porque a él —si es que acepta este tributo de un total desconocido— he dedicado esta segunda edición de Jane Eyre.

      CURRER BELL.

      21 de diciembre de 1847.

Volumen I

      Capítulo I

      No pudimos salir a pasear aquel día. De hecho, aquella mañana habíamos pasado una hora deambulando entre los arbustos desnudos; pero, desde la hora del almuerzo (cuando no había visita, la señora Reed comía temprano), el frío viento invernal había traído unas nubes tan oscuras y una lluvia tan penetrante que volver a salir de la casa era impensable.

      Yo me alegré: nunca me gustaron los paseos largos, sobre todo en las tardes frías; me horrorizaba volver a casa a la caída de la tarde con los dedos helados y el corazón entristecido por las reprimendas de Bessie, la niñera, y humillada por saberme físicamente inferior a Eliza, John y Georgiana Reed.

      Los tales Eliza, John y Georgiana se encontraban reunidos en torno a su madre en el salón: esta estaba echada con aspecto totalmente feliz en un sofá junto a la chimenea, rodeada de sus retoños, que, en aquel momento, ni reñían ni lloraban. A mí me había dispensado de reunirme con el grupo con el pretexto de que «lamentaba verse obligada a mantenerme a distancia, pero que, hasta que Bessie no le confirmara y ella no observara por sí misma que intentaba de todo corazón adquirir un temperamento más sociable y propio de mi condición de niña, y unos modales más atractivos y alegres —algo, por así decirlo, más ligero, franco y natural—, realmente debía excluirme de los privilegios otorgados solamente a los niños contentos y felices».

      —¿Qué dice Bessie que he hecho? —pregunté.

      —Jane, no me gustan los quisquillosos ni los preguntones. Además, encuentro verdaderamente desagradable que una niña conteste de esta manera a sus mayores. Ve a sentarte en algún sitio; y hasta que no tengas cosas agradables que decir, quédate callada.

      Al lado del salón había una pequeña salita, donde me escabullí. Había una librería; enseguida me hice con un tomo, asegurándome de que contuviera muchas ilustraciones. Me encaramé al poyo de la ventana, encogí las piernas y me quedé sentada a lo turco; allí, habiendo corrido casi del todo la cortina de lana roja, me hallaba doblemente retirada del mundo.

      A mi derecha, me ocultaban los pliegues de tapicería escarlata, y, a mi izquierda, estaban las lunas transparentes de la ventana, que me protegían, sin separarme, del melancólico día de noviembre. A ratos, al volver las hojas de mi libro, estudiaba el aspecto de la tarde invernal. A lo lejos se divisaba una pálida capa de niebla y nubes; más cerca, el césped mojado, los arbustos zarandeados por la tormenta y la lluvia incesante que barría el paisaje, salvajemente empujada por una ráfaga larga y lúgubre.

      Volví a mi libro: La historia de las aves británicas de Bewick, cuyo texto me interesaba poco en términos generales; sin embargo, contenía ciertas páginas introductorias que, aun siendo una niña, no podía pasar por alto. Eran aquellas páginas que trataban de los nidos de las aves marinas, de «las rocas y promontorios solitarios» ocupados solo por ellas, de la costa de Noruega, tachonada de islas desde su punto más meridional, Lindeness o Naze, hasta Cabo Norte:

      Donde el Mar del Norte, en gigantescos remolinos,

      bulle en torno a las desnudas islas melancólicas

      del lejano Thule; y el embate del Océano Atlántico

      se agolpa entre las tormentosas islas Hébridas.

      Tampoco escapaba a mi atención la mención de las desiertas orillas de Laponia, Siberia, Spitzbergen, Nueva Zembla, Islandia, Groenlandia, con «la vasta extensión de la zona ártica y las desoladas regiones de espacio monótono, ese depósito de escarcha y nieve, donde sólidos campos de hielo, acumulados en montañas alpinas y pulidos por siglos de inviernos, rodean el polo y concentran los múltiples rigores del frío extremado». Formé una idea propia de estas regiones de mortal palidez: llenas de sombras, como todas aquellas nociones medio comprendidas que pululan por los cerebros de los niños, indistintas pero extrañamente impresionantes. Las palabras que figuraban en estas páginas introductoras se relacionaban con las imágenes que les seguían, y explicaban la roca que se erguía solitaria en un mar de olas y espuma, el barco destrozado y abandonado en una costa desolada, la luna fina y pálida que, a través de jirones de nubes, espiaba un barco que naufragaba.

      No puedo saber qué sentimiento poblaba el cementerio solitario con sus lápidas grabadas, su puerta, sus dos árboles, su horizonte plano, circundado por un muro roto, y la luna creciente recién salida, que atestiguaba la caída de la tarde.

      Los dos barcos navegando en un mar aletargado me parecían fantasmas marinos.

      Pasé rápidamente el diablo que sujetaba el fardo de un ladrón a su espalda: me inspiraba terror.

      También me lo inspiraba la negra figura cornuda sentada a solas en una roca, que vigilaba a lo lejos a una muchedumbre agrupada alrededor de una horca.

      Cada imagen contaba una historia, a menudo misteriosa para mi comprensión rudimentaria y mis sentimientos imperfectos, pero fascinante a pesar de ello; tan fascinante como los cuentos que Bessie contaba a veces en las tardes de invierno, si estaba de buen humor. En aquellas ocasiones, habiendo acercado su tabla de planchar a la chimenea del cuarto de los niños, nos permitía sentarnos alrededor, y mientras ella se ocupaba de fruncir las puntillas de

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