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      —Nunca lo volví a ver —recordó Johari. La tristeza de antaño regresó y se hizo fuerte. Era un dolor que al margen de la memoria había madurado. —¿Cuánto tiempo ha pasado?, ¿Cuántas cosas he olvidado a lo largo de los años?

      —Más de las que puedes contar —respondió la bruja.

      —Muéstrame… ¡Muéstrame todos mis recuerdos!

      —No puedo. No todos. Si lo hiciera quedarías preso en el pozo de la nostalgia.

      —Parece una buena prisión. Tú misma prefieres quedarte ahí.

      —Prefiero… o no. Como sea, yo existo para morar el pozo y el pozo existe gracias a mí.

      Pensando que no tenía nada que perder, y deseando conocer aquellas memorias tan huérfanas como él, Johari se ofreció a permanecer en su lugar.

      —De ese modo —le dijo—, podrás ser libre.

      Entonces supo que, como el resto de los pozos habitados, el pozo de los recuerdos tenía cinco reglas.

      —¿Puedo saber cuáles son?

      —Puedes. Si sabes leer.

      Por primera vez, el niño reparó en la inscripción grabada sobre una lápida de piedra:

      I.

      La moradora del pozo debe de ser mujer y, cualquiera que sea su nombre, responder al de Nostos.

      II.

      Nostos no puede salir a menos que alguien ocupe su lugar.

      III.

      Nunca, bajo ninguna circunstancia, la moradora debe hablar de lo que guarda.

      IV.

      Los visitantes del pozo pueden recuperar tres, y solo tres recuerdos. A cambio deben dejar algo que la moradora necesite.

      V.

      Nadie, no importa quién, podrá encontrar dos veces el mismo pozo.

      Ahí estaban las reglas según las cuales Johari no podía ocupar el lugar de Nostos; tampoco encontrar de nuevo aquel pozo que guardaba fragmentos de su pasado, ni pedir más de…

      —¿Tres recuerdos? —preguntó el niño.

      —Llevas dos —advirtió la bruja.

      Johari se sintió engañado. El de Kenji era, en su opinión, un recuerdo entrañable, pero ciertamente, de haber tenido oportunidad de elegir, su elección habría sido otra.

      —Son las reglas — se justificó Nostos.

      —Las reglas pueden romperse.

      —No todas, no siempre y no por cualquiera —dijo la bruja. A modo de consuelo le recordó lo que ya sabía—. Te queda uno. Elige, si no con sabiduría, al menos con inteligencia.

      III

      El recuerdo de Johari

      Con una emoción que le oprimía el pecho, Johari dijo en voz alta lo que tanto quería. Si algo había deseado toda la vida, era recordar a su madre. Como si Nostos hubiera esperado ese momento desde hacía tiempo, proyectó en la negrura del pozo uno de los tantos pasajes que guardaba sobre la vida del niño.

      Era una casa pequeña y oscura a pesar de la luz que atravesaba las cortinas. Hacía un calor seco y asfixiante. Johari respiró con fuerza, quería reconocer algo en aquel ambiente: un aroma, una especia, un perfume.

      —Los recuerdos que recuperas no guardan olores —explicó Nostos.

      —Imagino que huele a sal, a piedra caliente.

      De vuelta a su recuerdo, escuchó la voz de una mujer que lo tenía en brazos. Aquella desconocida que ahora reconocía como su madre, lo sujetaba con la poca fuerza de quien enfrenta a la muerte. Recuerda Johari que me llamo Shaira. Recuerda que eres mi hijo. Pero, sobre todo, recuerda que lo único que espero de ti, es que seas feliz. La escena se detuvo y casi de inmediato volvió a empezar. Una, dos, tres veces. A Johari le tomó tiempo comprender que las imágenes que volvían a aparecer ya no estaban en el pozo. Se reproducían en su memoria.

      —Tengo sus ojos. Los ojos de Shaira, mi madre.

      —Cierto —respondió Nostos—. Ahora dame un poco de agua.

      Johari tomó el ánfora. Al sentir su peso lamentó que estuviera casi vacía. Cuán poca cosa le pareció entonces el agua que tanto cuidaba. Buscó una cuerda, una palangana, algo que le permitiera bajar el recipiente a través del pozo.

      —Déjalo caer —pidió Nostos.

      —Si lo dejo caer, se romperá.

      —Confía en mí.

      Después de soltar la vasija, el niño esperó escuchar el sonido del barro quebrándose tras el impacto, pero solo escuchó el sonido del agua. Ambos guardaron silencio. Nostos pensaba que Johari debía partir. Él pensaba en las palabras de su madre, y en que nunca, ni un solo día de su vida, había sido realmente feliz.

      —Así son los recuerdos —dijo la bruja—. Bellos, pero por alguna razón, duelen.

      Con la sobriedad de quien decide honrar una promesa, Johari se puso de pie.

      —¿Qué necesita una persona para ser feliz? —preguntó.

      —Han pasado cientos de años desde que alguien hizo por primera vez esa pregunta. No sé si hoy existe una respuesta.

      —¿Vas a estar bien?

      —Las brujas necesitamos poco para sobrevivir. En mi caso, el agua que me diste será suficiente.

      —Adiós entonces.

      Sin poner atención a la noche que avanzaba de prisa, el niño subió a su camello y le dio la espalda al pozo que, sabía, no volvería a encontrar.

      —No creo que exista un camino que lleve a la felicidad. Pero de ser así —escuchó decir a Nostos—, debe comenzar por saber quién eres: conócete a ti mismo, ese es mi consejo.

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