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del almuerzo a la merienda. Con el tiempo, Johari empezó a lamentar su suerte. Estaba exhausto y al llegar a casa, lo único que quería era dormir, había noches en las que incluso extrañaba Kalahari.

      Como Nala sospechaba, el niño creció de prisa. Al cumplir los catorce años nada quedaba del pequeño desnutrido que había dejado el orfanato tiempo atrás. Además de ser más fuerte y considerablemente más alto que muchos adultos, Johari desarrolló un carácter bien definido, aunque ciertamente sombrío.

      Empezaba el otoño cuando Nala sintió que le dolían los huesos. Según el diagnóstico del médico eran achaques de la edad, y como único remedio, le aconsejó permanecer en casa tanto como fuera posible. Preocupado por el tratamiento prescrito, el comerciante mandó llamar a Johari.

      —Se acerca el cumpleaños del emperador —dijo gravemente—. El sastre de la corte espera seis rollos de seda, y yo no puedo viajar. Tendrás que ir en mi lugar.

      La sola mención del emperador hizo que Johari se sintiera indispuesto.

      —No puedo presentarme en el palacio —dijo el niño temeroso de abandonar los muros de Sarabi—. Esperemos a que sanes. Juntos viajaremos tan lejos como sea necesario.

      —Eres mayor y, más importante aún, eres mi hijo. Sabrás lo que debes hacer cuando estés ahí. Prepara tus alforjas y los rollos de seda.

      Apenas pronunció la orden, Nala le entregó un pergamino. Era la ruta que, por primera vez, debía recorrer solo. También le dio unas monedas para solventar los gastos, y a modo de comprobante de la transacción, un recibo que debía devolver con el sello imperial. Sabiendo que no había pretexto que valiera ni argumento suficiente, Johari aprestó los enseres necesarios y a la mañana siguiente, con un par de camellos bien cargados, emprendió el viaje.

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      II

      El pozo de Nostos

      Cumplía su quinto día en el desierto cuando Johari encontró un pozo, nunca antes lo había visto. Era la primera vez que viajaba solo, pero conocía el camino y no recordaba que estuviera ahí. Revisó el mapa de su padre: nada, ni una referencia de aquel hallazgo. De pronto se sintió cansado, miró a lo lejos y suspiró. La belleza del atardecer ocupó su mente.

      Después de revisar las patas de los camellos y verificar su buen estado, Johari sopesó el ánfora que cargaba en sus alforjas. Aunque todavía quedaba un poco de agua, estaba en el desierto, esta razón era suficiente para rellenarla cuantas veces fuera posible. Al acercarse al pozo descubrió que estaba seco. Decepcionado, estudió por segunda vez el mapa que todavía sostenía en la mano y confirmó la ruta que había seguido hasta el momento, si todo iba bien, antes de caer la noche encontraría una vinatería. En medio de aquella soledad contempló el cielo que, de azul y rojo, parecía violeta. Un paisaje amoratado, el color de quien se siente solo: melancolía, una tristeza sutil como los grillos, pero cierta. No podía evitarla, tampoco evadirla, se movía con él. La conocía de siempre y sabía que invariablemente llegaba con la tarde.

      El niño permaneció quieto en medio de la penumbra. Una penumbra que prometía la oscuridad más absoluta. Imaginó el mundo como una extensión de aquel pozo que parecía extraviado y sin fondo. Después de rodear lo que ahora le parecía un abismo, encontró una inscripción: NOSTOS, leyó en voz alta. Obedeciendo al llamado, una voz respondió.

      —Hola.

      Lo primero que pensó fue que el desierto le jugaba una broma. Era común escuchar historias sobre viajeros que alucinaban con mil y un desvaríos: animales, cantos, manantiales, incluso dos o hasta tres soles.

      —Tengo sed —escuchó de nuevo.

      Confundido, Johari recorrió el horizonte con la mirada para confirmar que, efectivamente, estaba solo. Es ridículo, pensó. No podía estar escuchando una voz de mujer, y mucho menos una voz de mujer que viniera del fondo de la tierra. Contradiciendo la lógica de su razonamiento, dudó.

      —¿Hola? —dijo Johari quizá demasiado fuerte.

      —No hace falta gritar.

      —Lo siento —se disculpó el niño—. ¿Se puede saber quién eres?

      —La bruja de Nostos.

      —¿La bruja de quién?

      —De Nostos —repitió la voz.

      Movido por el instinto, Johari se alejó de prisa. Cuando llegó al lugar donde esperaban los camellos descubrió que había olvidado su ánfora. Ahí estaba, en la orilla del pozo. Por eso regresó. Por eso, y quizá por las ganas de encontrar algo que, sin comprender del todo, buscaba desde hacía tiempo.

      —¿Cómo llegaste ahí? —preguntó el niño. — ¿Cuánto tiempo llevas dentro?

      —Tengo sed.

      —Espera. Voy a sacarte.

      Una carcajada hizo eco a través del encierro. Johari se sintió molesto ante la imprudencia de aquella mujer que, a pesar de verse en semejante situación, tenía la insensatez de reír.

      —Para sacarme de aquí —dijo Nostos—, necesitas mucho más de lo que puedes ofrecer. Lo único que quiero es un poco de agua.

      —Es agua lo que vine a buscar.

      —Este pozo, como puedes ver, está seco. Pero tu cántaro Johari, está, si no lleno, cuando menos a medio llenar.

      Sin darse cuenta, el niño ocultó su ánfora. Su ánfora y su sorpresa.

      —¿Qué clase de pozo es este que no tiene agua? —dijo con intención de callar la verdadera pregunta: ¿cómo sabe mi nombre?

      —Es un pozo de recuerdos.

      —¿Recuerdos de quién?

      —De todos los hombres.

      —¿También los míos?

      —Si. Los tuyos también.

      Incrédulo, Johari escuchó la historia de aquella mujer a la que, según dijo, habían engañado hacía tiempo. Antes de convertirse en la prisionera de Nostos, su nombre era Sorcha. Tenía quince años cuando por azares del destino llegó al pozo. Valiéndose de palabras y enredos, la bruja que entonces guardaba los recuerdos, la embaucó y conjurando su propio encierro, escapó dejándola a ella en su lugar. Habían pasado más de cien años, desde entonces, Sorcha era Nostos, la moradora del pozo, la custodia del olvido. Porque ahí, explicó la mujer, solo llegaban los recuerdos extraviados. Los que nadie ha querido, o los que simplemente nadie ha sabido conservar.

      Como prueba de su historia, Johari pidió a Nostos que le mostrara un recuerdo. Uno que él pudiera reconocer y saberlo suyo. Contrario a lo que esperaba, ella, sin poner objeciones, aceptó. En el centro del pozo apareció un chiquillo de ojos negros… a su lado corría un perro lanudo de tres colores, orejas cortas y cola larga.

      —Te equivocas —dijo Johari—. Yo no tengo perro.

      —Lo tuviste —respondió la bruja —. Hace tiempo.

      Aunque algo despertó en un rincón de su memoria, Johari negó no solo la posibilidad de haber tenido un perro, sino la probabilidad de haberlo tenido y olvidarlo por completo.

      —Kenji —insistió Nostos—, así lo llamaste. Hasta hoy su recuerdo permaneció conmigo. Ahora te pertenece.

      —Si eso es cierto —se aventuró a cuestionar el niño —, ¿dónde está?, ¿Qué fue de él?

      —No puedo hablar de los bienes que resguardo. Si quieres saber —sentenció la moradora— deberás pedir un segundo recuerdo.

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      Lleno de curiosidad, Johari pidió. Nostos, según correspondía, cumplió. En medio

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