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recibido, que no es otro que sembrar.

      Lo que nos dicen los datos apunta a algo que ya señaló Joseph Ratzinger, y que Cristina recuerda en este libro: vamos a una Iglesia de minoridad. Y esto simplemente es que nos encaminamos hacia algo distinto de como hemos vivido en la historia reciente; pero esto no es, necesariamente y por definición, algo malo.

      Vamos, quiero creer, hacia una minoría creativa, evangélica, generadora de una Iglesia pueblo de Dios que sea sacramento de salvación para toda la humanidad que, caminando por las mismas sendas de esta humanidad, sea transparencia del Dios humanado, porque en su debilidad se manifiesta la fuerza de Dios (2 Cor 12,9), y así se haga capaz de suscitar interrogantes a muchos: ¿quiénes son estos? ¿Por qué son así? ¿Por qué viven así? ¿Por Quién son y viven así? Una Iglesia capaz de suscitar procesos de encuentro vital con el Resucitado y de generar una vida de comunión al servicio de su razón de ser: anunciar con gestos y palabras la Buena Noticia del amor entrañable de Dios para todas las personas.

      Creo que el camino que necesitamos recorrer hoy sin miedo es el de la comunión de iguales en que nos conforma el bautismo, y por eso habremos de recuperar el sacerdocio común como seña de identidad de la Iglesia: bautizados conscientes de su bautismo y de su identidad eclesial y responsables de su compromiso bautismal en el mundo.

      En el fondo, el problema del clericalismo y la cuestión del lugar y de la ordenación sacerdotal de las mujeres me parecen expresiones de un problema más de fondo que es, cada vez más, urgente y necesario afrontar en clave evangélica y con la parresía del Espíritu Santo, como es el problema del sacerdocio común de los fieles, del necesario reconocimiento del lugar propio de los laicos en la Iglesia.

      Mientras nuestra Iglesia, una Iglesia eminentemente laical, no aborde con seriedad y hondura lo que significa esa intrínseca condición laical de pueblo de Dios, y mientras no asumamos la hondura vital que el bautismo comporta para todos sin excepción, no podremos ser la Iglesia que hemos de ser, la Iglesia de Jesucristo.

      La necesaria conversión del ejercicio del ministerio ordenado, la necesaria asunción del lugar de la mujer, consecuencia de la dignidad bautismal que nos hace a todos hijos e hijas, hermanos y hermanas, sin distinción, y que hace de la fraterna sororidad nuestro estilo de vida y nuestra manera eclesial de ser, solo puede venir –mediante la acción del Espíritu– del reconocimiento de la posición de los laicos en la Iglesia, y de recorrer caminos de corresponsabilidad sinodal en todos los ámbitos eclesiales. No querer verlo es preferir ser guías ciegos, expuestos a la reconvención del Señor, porque teniendo ojos no vemos y teniendo oídos no oímos (Mc 8,18) y «solo atendemos a nuestro miedo elemental» 5.

      No creo que hayamos de hacerlo por cuestión de estrategia, sino por el convencimiento sincero de que solo recolocándose la Iglesia desde su condición laical podemos encontrar las referencias necesarias para recuperar el ministerio ordenado en su esencia, para recuperar el lugar del ministerio ordenado que necesitamos en la Iglesia. Sería, además, un impagable favor, de esos que solo Dios sabe pagar, que nos haríais a los sacerdotes. Solo si los laicos son lo que han de ser en fidelidad a su bautismo podremos los sacerdotes ser lo que hemos de ser por el sacramento del orden, en fidelidad a nuestro bautismo. Y viceversa.

      Por eso yo tampoco quiero que Cristina sea sacerdote. No al menos hoy, ahora, aquí, en el marco actual del ministerio, porque el riesgo de repetir modos clericales es extremo mientras no recorramos previamente ese camino hacia el protagonismo del laicado que nos lleve, sin remedio, a configurar el ministerio ordenado en la clave de servicio a la comunidad que nunca debió perder. Aquello de san Agustín: «Soy obispo para vosotros, soy cristiano con vosotros» 6. Me atrevo a matizarle para que se entienda: solo puedo ser obispo –o cura– para vosotros si estoy dispuesto, antes y durante, a ser cristiano con vosotros, en pie de igual dignidad bautismal.

      Prefiero poder contar con Cristina –y con Pepa, con Silvia, con María Dolores, con Mariola...– en su libre y profundo aporte teológico laical que nos permita caminar juntos hacia esa Iglesia que necesitamos ser en la que podemos entrelazar estolas con bufandas para abrigarnos mutuamente en tiempos desapacibles y en lugares de periferia, y celebrar juntos la alegría de la fe alrededor de la mesa del Pan y la Palabra.

      Pero también me gustaría que, si ella quisiera, por fidelidad a su vocación, pudiera presidir esa mesa de la comunidad. Porque, como ella recuerda, no es una cuestión de derechos, sino de vocación que el Espíritu suscita en quien quiere, no en quienes nosotros decidimos. El reto que tenemos entre manos es hacer posible que cada uno –hombre o mujer– pueda seguir respondiendo a la vocación mediante la cual los carismas que recibimos podemos ponerlos de manera efectiva al servicio de la comunidad, porque, si no es para eso, pierden su sentido.

      Las periferias, los orillos, los bordes, tienen algo de precipicio; siempre está uno en esos lugares con el riesgo de salirse o caerse. Y, pese al riesgo, son los lugares más propios de la Iglesia. Lugares en los que cada día hay que preguntar al Espíritu por dónde caminar, porque hay pocos caminos trazados de antemano.

      Son los lugares que nos recuerdan constantemente por quién y para quién existimos. Son lugares donde los ensoñamientos de poder clerical no caben, porque lo que hay que hacer, lo que se puede hacer en la mayoría de las ocasiones, es simplemente estar a fondo perdido, acompañando la vida de las personas, caminando con ellas en lo cotidiano de la existencia para poder ir dando a luz otra manera de pensar, de sentir y de vivir desde la que podamos ir haciendo que la persona –imagen de Cristo– ocupe el centro de las decisiones políticas, económicas y sociales, eclesiales; intentando que las instituciones estén a su servicio y no al contrario. Y esto requerirá mostrar maneras alternativas de vivir, contraculturales, que visibilicen que otro mundo, otra economía, otra política, otras relaciones sociales, y también otra Iglesia, son posibles.

      Y esto lo expreso con el convencimiento vital adquirido en la experiencia de más de veinticinco años de sacerdocio en parroquias, siempre en las periferias de Sevilla, y de otros tantos de consiliario en un movimiento de Acción Católica, la HOAC 7; siempre en las periferias de la Iglesia. Tan en la periferia que algunos se siguen doliendo o sorprendiendo de que no hayamos caído aún por el precipicio. En la parroquia he intentado siempre vivir mi condición sacerdotal desde mi ser consiliario de un movimiento seglar en el que el sacerdote solo puede ser ni más ni menos que eso: sacerdote. Es lo que te piden los militantes, lo que necesitan: que seas el animador de la fe, que ayuda a descubrir y a vivir la experiencia amorosa de Dios en nuestra existencia, vivida eclesialmente, sustentada en la espiritualidad capaz de generar una mística cristiana y seglar que se expresa en una forma de vida, en una consagración laical, en el sacerdocio de lo social.

      Para lo demás: para presidir la organización, para ser responsable de la vida comunitaria, para encargarse de la administración y la comunión de los bienes, para acompañar la formación, para diseñar planes concretos de acción y evangelización, para hacer real la comunión de vida, bienes y acción, y vivir esa comunión con los empobrecidos; para acompañar y animar el compromiso bautismal de los militantes en sus realidades y la misión evangelizadora que la Iglesia encomienda al movimiento ya están los laicos. A mí me toca cuidar que todo eso se viva como acción de gracias, posibilitando la acción y la acogida de la gracia, suscitando la experiencia de fe en cada momento y lugar, cuidando la comunión eclesial y animando el cultivo de la espiritualidad en la oración y la celebración de los sacramentos, desde la lectura creyente de la vida. A mí me toca acompañar con el testimonio de mi vida sacerdotal y dejarme acompañar e interpelar por el testimonio de su vida laical. Me toca posibilitar que los hombres y mujeres de la HOAC sean cristianos. Nada más, pero tampoco nada menos.

      Esta experiencia, tan propia de los movimientos especializados de Acción Católica, es la manera eclesial de vivir que aportamos a la Iglesia como concreción de lo que la misma Iglesia es; con el convencimiento de que es la forma eclesial propia en que la Iglesia ha de vivir lo que es. Y, personalmente, poder hacer mi recorrido vital, desde siempre, acompañado por laicos –hombres y mujeres– es una gracia inestimable.

      Aunque se pueden contar en la Iglesia española con pocos dedos de una mano, habría que saber valorar las experiencias que se van dando desde hace años en algunas diócesis

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