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de gas. Todo se había hundido en las tinieblas y hasta los ruidos llegaban amortiguados; no se oía más que el trueno de la locomotora que había abierto sus válvulas, dejando escapar remolinos blancos de vapor. Una nube subía desplegándose como un sudario espectral, atravesada por espesas humaredas negras que surgían misteriosamente. Oscureció aún más el cielo y un nubarrón de hollín voló hacia el París nocturno, que ardía con mil hogueras.

      Entonces el jefe segundo de servicio levantó su linterna para que el maquinista pidiera vía. Resonaron dos silbidos, y allá abajo, cerca del puesto del guardagujas se extinguió la luz roja. Apareció una señal blanca. De pie ante la puerta del furgón, el conductor jefe esperaba la orden de marcha. La transmitió. El maquinista volvió a dar un largo silbido y abrió el regulador. El tren partió. Al principio, el movimiento era insensible, luego el tren comenzó a rodar. Se deslizó por debajo del Puente de Europa y se internó en el túnel de Batignolles. No se veía de él más que el triángulo rojo de las tres luces traseras, sangrientas como heridas abiertas. Durante un par de segundos se podía seguirlo con la vista por entre las oscilantes sombras de la noche. Ahora huía lanzado a todo vapor, y nada podía ya detenerle. Había desaparecido.

      Capítulo II

      En La Croix-de-Maufras, en un jardín cortado por el camino de hierro, estaba situada la casa, tan cerca de la vía, que todos los trenes, cuando pasaban, la estremecían. Bastaba un viaje para que permaneciera grabada en la memoria. El mundo entero, en su relampagueante carrera, sabe que la casa se encuentra ahí, aunque ignoren todo de ella. Siempre cerrada, como abandonada a su suerte, ostentan su persianas grises, manchadas de verde por los aguaceros del Oeste. Un paisaje desierto. Y la casa parece aumentar aún la soledad de aquel perdido rincón, alejado, en una legua a la redonda, de todo ser viviente.

      Sólo se ve allí la casa del guardabarreras, situada en el cruce de la carretera de Doinville, a cinco kilómetros de esta población. Baja, con sus paredes agrietadas y sus tejas cubiertas de musgo, parece doblegarse con aspecto mísero en medio del jardín plantado de hortalizas en el que se levanta un gran pozo, tan alto como la casa. El paso a nivel se halla exactamente entre las estaciones de Malaunay y Barentin, a cuatro kilómetros de una y otra. Es, por lo demás, poco frecuentada. La barrera, vieja y medio podrida, apenas si se abre de vez en cuando para dar paso a los carretones de las canteras de Becourt, situadas a media legua de allí, en pleno bosque. No podría imaginarse rincón más apartado de todo ser humano, pues el largo túnel de Malaunay es como una muralla que cierra el acceso, y no se puede llegar a Barentin más que por un descuidado sendero que sigue la vía. Son raras, pues, las personas que visitan aquellos parajes.

      Cierta tarde, a la hora de la puesta del sol, en medio de una atmósfera gris y suave, un viajero, que acababa de apearse del tren de El Havre en Barentin, estaba siguiendo, con paso rápido, el sendero que conducía a La Croix-de-Maufras. Aquel terreno no es sino una sucesión ininterrumpida de cañadas y cuestas, que el tren atraviesa pasando por terraplenes y dentro de profundas zanjas. Este cambio continuo de subidas y bajadas, por ambos lados de la vía, hace casi intransitables los caminos, y ello contribuye a aumentar la gran soledad del paisaje. Los terrenos pobres y blancuzcos no se cultivan; grupos de árboles coronan las colinas formando bosquecillos y, a lo largo de los angostos valles, corren arroyos sobre los que proyectan su sombra las hileras de los sauces. Y hay otras zonas cretáceas, completamente desnudas, que se suceden, estériles, en medio de un silencio de muerte. Impresionado, el viajero, que era joven y vigoroso, aceleraba el paso, como para escapar de la tristeza de aquel crepúsculo tan dulce y extraño en estas tierras desoladas.

      En el jardín del guardabarreras, se veía, sacando agua del pozo, a una muchacha de unos dieciocho años, alta, rubia y fuerte, de labios gruesos, y grandes ojos verdosos. Tenía la frente estrecha, encuadrada por una espesa cabellera. No era guapa, con sus caderas sólidas y sus brazos duros como los de un mozo. Tan pronto como hubo visto al muchacho que bajaba por el sendero, soltó el cubo y corrió hacia la cancela, arreglada en la villa.

      —¡Hola, Jacobo! —exclamó.

      El joven levantó la cabeza. Acababa de cumplir los veintiséis años; era de elevada estatura, muy moreno, buen mozo con su rostro redondo, cuyas facciones habrían sido armoniosas sin unas mandíbulas demasiado fuertes. Tenía los cabellos densos y rizados, y su bigote, rizado también, era tan áspero y tan negro que realzaba la palidez de su tez. Al ver su piel fina y sus bien afeitadas mejillas, habrían podido tomarlo por un señorito, de no contrastar tal impresión con el sello indeleble de los de su oficio: la grasa que amarilleaba sus manos de maquinista, manos que, sin embargo, no habían dejado de ser pequeñas y flexibles.

      —Buenas tardes, Flora —dijo sencillamente.

      Pero sus grandes ojos negros, sembrados de puntitos de oro, parecían cubrirse por un velo rojizo. Sus párpados palpitaban, sus ojos evitaban la mirada de la muchacha, revelando un profundo malestar que rayaba en el sufrimiento, y todo su cuerpo se contraía en un instintivo movimiento de retroceso.

      Ella, inmóvil y con la mirada fija en él, había notado este brusco estremecimiento, que le acometía cada vez que se acercaba a una mujer, aunque se esforzase en dominarlo. Al advertirlo, ella parecía volverse grave y triste. Jacobo, ansioso de ocultar su turbación, le preguntó si su madre estaba en casa, pregunta gratuita, pues sabía que estando enferma no podía salir. Flora contestó con un rudo movimiento de la cabeza, y viendo que él deseaba entrar, se apartó para que no la rozase, y volvió al pozo, sin pronunciar palabra, con porte erguido y arrogante.

      Jacobo atravesó rápidamente el estrecho jardín y entró en la casa. Allí, en medio de la primera habitación, en una vasta cocina en la que comía la familia y donde pasaba la mayor parte de su vida, encontró a la tía Fasia, como acostumbraba a llamarla desde niño, sola y sentada en una silla de paja junto a la mesa, con las piernas envueltas en un viejo mantón. Era prima de su madre, una Lantier, y también era su madrina, la cual le había acogido en su casa cuando él tenía siete años. En aquel entonces, sus padres se habían marchado bruscamente a París, dejándolo solo en Plassans. Más tarde, había seguido en esta ciudad los cursos de la Escuela de Artes y Oficios. Guardaba a la tía Fasia una profunda gratitud, reconociendo que sólo gracias a ella se había abierto él paso en la vida. Cuando, después de dos años de servicio en la línea de los ferrocarriles de Orleans, había obtenido un puesto de maquinista de primera clase en la Compañía del Oeste, encontró a su madrina casada en segundas nupcias con un guardabarreras llamado Misard y exiliada con las dos hijas de su primer matrimonio a ese rincón perdido de La Croix-de-Maufras. Ahora, con cuarenta y cinco años apenas cumplidos, la hermosa tía Fasia de antaño, tan corpulenta y fuerte, se había convertido en una vieja como de sesenta, enflaquecida, de aspecto amarillento y sacudida por continuos escalofríos.

      La señora Misard lanzó un grito de alegría.

      —¿Cómo? ¡Tú, Jacobo! —exclamó—. ¡Ah, hijo, qué sorpresa! Jacobo la besó en las mejillas; luego le explicó que acababa

      de recibir inopinadamente dos días de permiso forzoso: en la mañana, al llegar a El Havre, su locomotora, la Lisón, había sufrido una rotura de biela y como la reparación no podía quedar terminada antes de veinticuatro horas, no volvería a su puesto hasta la tarde del día siguiente. Con este motivo, había decidido ir a abrazarla. Dormiría allí y saldría de Barentin en la mañana, en el tren de las siete y veintiséis.

      Mientras hablaba, retenía entre sus manos las pobres manos encogidas de su madrina. ¡Cuánto lo había alarmado su última carta! —¡Ay, sí, hijo mío, esto va muy mal!... ¡Qué bueno has adivinado mi deseo de verte! Pero sabía lo atado que te tiene tu trabajo, y no me atrevía a pedirte que vinieras. En fin, aquí estás, y ¡si supieras cuánto me llega esto al corazón!

      Se interrumpió y dirigió una temerosa mirada por la ventana.

      A la expirante luz del día, se veía, al otro lado de la vía, a su marido, Misard, en su puesto de vigilante, en una de esas barracas de madera, situadas a cada cinco

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