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para levantarse, la arrojaba de nuevo sobre los ladrillos del piso. Y todo eso lo hacía jadeante, con los dientes apretados, con encarnizamiento salvaje y estúpido. La mesa, apartada con violencia, por poco hizo que se volcara la estufa. Adheridos a una esquina del aparador, aparecían algunos cabellos y una mancha de sangre. Cuando al fin, embrutecidos, llenos de horror y cansados de dar y recibir golpes, los dos recobraron el aliento, se vieron otra vez junto a la cama, en la postura de antes: ella revolcándose sobre el suelo, y él, en cuclillas, agarrándola de los hombros. Respiraron. Abajo, seguía oyéndose la música, y las risas de las Dauvergne subían volando, sonoras y juveniles.

      De pronto, Roubaud hizo enderezar a Severina, apoyándola contra la cama. Y, de rodillas, pesando sobre ella, por fin se puso a hablar. Ya no le pegaba; ahora la torturaba con sus preguntas, con su insaciable afán de saber.

      —¡Conque te has acostado con él, perra! —decía—. Repítelo, repite que te acostaste con el viejo... ¿Cuándo? ¡Di! ¿De muy niña, de muy niña, verdad?

      Bruscamente, Severina se deshizo en lágrimas; sus sollozos no le permitían hablar.

      —¡Maldita sea! ¿Contestarás por fin? Aun no tenías diez años cuando ya le dabas gusto a este viejo, ¿eh? ¡Fue por eso por lo que te crió con tanto mimo, fue por sus porquerías! ¡Di, habla ya, o vuelvo a pegarte!

      Ella lloraba, incapaz de pronunciar una palabra. Roubaud levantó la mano y la aturdió con una bofetada, y como no obtuvo de ella más contestación que antes, la abofeteó tres veces más repitiendo su pregunta:

      —¿Cuántos años tenías? ¡Dilo, perra! ¡Dilo ya! —gritaba.

      ¿Para qué luchar? Severina sentía desvanecerse toda su voluntad. Sabía que él era capaz de sacarle el corazón con sus endurecidos dedos de antiguo obrero. Y el interrogatorio continuó; ella lo confesaba todo, tan aniquilada de vergüenza y miedo, que sus palabras, exhaladas en voz muy baja, casi no se oían; mientras él, devorado por sus celos atroces, enloquecía cada vez más ante las visiones que evocaba el relato de su mujer. Se mostraba insaciable en saber, la obligaba a volver a los mismos detalles, a precisar los hechos. Mientras oía ávidamente la confesión de la infeliz, agonizaba, manteniendo a pesar de sus sufrimientos, la amenaza de su puño levantado, dispuesto a golpearla de nuevo tan pronto como se detuviese.

      Una vez más, todo el pasado de Severina, Doinville, su niñez, su adolescencia, desfilaron ante Roubaud. Aquello, ¿sucedió en el fondo de los macizos del gran parque? ¿En algún rincón de un corredor del castillo? ¿Así, pues, el presidente ya la deseaba cuando, a la muerte del jardinero, la hizo educar con su hija? Sin duda la cosa había comenzado en aquellos días en que las otras niñas, abandonando su juegos, huían al verle aparecer, mientras ella, sonriente y con el “hocico” alzado, esperaba que, al pasar, le diera una palmadita en la mejilla. Y más tarde, si osaba hablarle sin bajar la mirada, si conseguía todo de él, ¿no era porque sabía que le dominaba? Él, tan digno y severo hacia los otros, la compraba con sus atenciones de seductor de criadas.

      ¡Qué asco! ¡Ese viejo se hacía besuquear como abuelo, observando cómo crecía, probándola, preparándola un poco más a cada hora, sin la paciencia de esperar a que se hiciera madurar!

      Roubaud jadeaba.

      —En fin, ¿a qué edad? —insistía—. Dímelo más claramente. —Dieciséis y medio.

      —¡Mientes!

      —¿Por qué habría de mentir? —contestó al mismo tiempo que encogía los hombros, llena de resignación y fatiga inmensas. —Y, ¿dónde sucedió por vez primera?

      —En La Croix-de-Maufras.

      Roubaud vaciló durante un segundo, sus labios se movían. Un reflejo amarillo turbaba sus ojos.

      Luego ordenó:

      —Quiero que me digas lo que te hizo.

      Severina permaneció muda, pero viéndole blandir el puño, murmuró:

      —No me creerías.

      —No importa, dímelo... No pudo hacer nada, ¿eh?

      Contestó ella con un movimiento de cabeza. Había acertado. Entonces, Roubaud se cebó en aquella escena: quiso conocerla en sus más íntimos detalles y no retrocedió ante palabras crudas ni ante interrogaciones inmundas. Ella ya no desplegaba los labios, limitándose a decir “sí” o “no” con la cabeza. Tenía la oscura esperanza de que ambos tal vez sintieran alivio cuando hubiese terminado la confesión. Pero él sufría aún más al conocer estos pormenores que debían atenuar su culpa. Una intimidad normal, completa, habría evocado en él imágenes menos atormentadoras. Las imágenes de aquella anormalidad teñían todo de podredumbre, mientras hundían y revolvían en su carne los cuchillos envenenados de los celos. Ahora, todo había terminado: ya no habría, para Roubaud, vida posible; siempre tendría ante sus ojos aquella execrable visión.

      Un sollozo le desgarró la garganta.

      —¡Maldita sea! —gimió—. ¡Maldita sea!... ¡No puede ser verdad, no, no! Es demasiado... ¡No puede ser verdad!

      Luego, bruscamente, la sacudió, gritando:

      —Pero, ¿por qué te casaste conmigo? ¿No comprendes que es innoble haberme engañado así? Más de una ladrona, de las que están en presidio, no tienen la conciencia tan cargada como tú. ¿Es que me despreciabas? ¿Es que no me querías? ¡Di! ¿Por qué te casaste conmigo?

      Severina hizo un vago ademán. ¿Acaso, en aquel momento, ella misma lo sabía exactamente? Al casarse con él, se había sentido feliz esperando terminar con el otro. ¡Hay tantas cosas que no queremos hacer y que, sin embargo, hacemos, porque, a pesar de todo, resultan ser las más prudentes! No. No lo quería. Y lo que evitaba decirle era que, sin aquella historia, nunca habría consentido en ser su mujer.

      —¿Fue él, en verdad, quien deseaba casarte? —insinuó Roubaud—. Y encontró un bobo, ¿eh? Deseaba casarte para que aquello pudiera continuar. Y continuó, ¿eh? Durante tus dos viajes al castillo. ¿Era por eso por lo que te llevaba allí?

      Con un movimiento de la cabeza, ella confesó, una vez más, que así fue.

      —¿Y fue también por eso por lo que te invitó esta vez? Así, pues, aquellas porquerías habrían empezado de nuevo. ¡Y empezarán de nuevo si no te mato!

      Sus manos convulsas se alargaban para agarrarla por el cuello. Mas, esta vez, ella se rebeló.

      —Eres injusto —dijo—. Fui yo quien no quería ir. Tú me mandaste allá e insististe tanto que me enfadé. Acuérdate. Ya ves que no quería continuar. Había terminado. Nunca, te lo juro, nunca quise que aquello continuara.

      Roubaud sintió que decía la verdad, pero ello no le produjo ningún alivio. El horrible dolor, ese hierro que permanecía metido en su pecho, lo que había sucedido entre ella y aquel hombre, era irreparable. Sufría terriblemente por su impotencia para hacer que aquello no hubiera sucedido. Sin soltarla todavía, se había aproximado a su rostro; parecía fascinado, atraído por él, como si esperase encontrar, en la sangre que corría por aquellas finas venas azuladas, todo cuanto ella le había confesado.

      —En La Croix-de-Maufras, el cuarto rojo —murmuraba alucinado—. Lo conozco. La ventana da a la vía. La cama se halla frente a la ventana. Y fue allí, en aquel cuarto... Comprendo que piense dejarte la casa. ¡Bien te la ganaste! ¿Y por qué no había de proteger tu dinero y darte una dote? Sabía lo que pagaba... ¡Un juez, un hombre con millones, tan respetado, tan culto, de tan alta posición! En verdad, se le va a uno la cabeza... Escucha, ¿y si fuese tu padre?

      Severina, con un brusco esfuerzo, se puso en pie, rechazándolo con fuerza extraordinaria en un pobre ser vencido.

      —¡No, no, eso no! —protestó, violenta—. Haz lo que quieras. Pégame, mátame, pero no digas eso. ¡Es mentira!

      Roubaud

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