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      —Helen —susurré—, ¿estás despierta?

      Se movió, retiró la cortina ella misma y vi su cara, pálida y demacrada, pero serena. Parecía tan poco cambiada que mis temores se disiparon al instante.

      —¿Eres realmente tú, Jane? —preguntó con su dulce voz de siempre.

      «Vaya —pensé—, no va a morir; están equivocados. No podría hablar tan tranquilamente ni tendría este aspecto apacible si así fuera».

      Me subí a la cama y le di un beso. Tenía la frente fría, y la cara delgada y fría, como sus manos y muñecas, pero sonreía como antes.

      —¿Por qué has venido, Jane? Son más de las once; he oído el reloj hace unos minutos.

      —He venido a verte, Helen. Me he enterado de que estás muy enferma, y no podía dormirme sin antes hablar contigo.

      —Has venido a despedirte, entonces. Es probable que hayas venido justo a tiempo.

      —¿Es que te marchas a algún sitio, Helen? ¿Te vas a casa?

      —Sí, a mi casa eterna, mi casa final.

      —No, no, Helen —me detuve, afligida. Mientras me esforzaba por reprimir mis lágrimas, a Helen le sobrevino un arrebato de tos. Sin embargo, no despertó a la enfermera. Cuando hubo pasado, quedó exhausta un rato, y después susurró:

      —Jane, estás descalza. Túmbate y tápate con la colcha.

      Así lo hice, me rodeó con el brazo y me acurruqué junto a ella. Tras un largo silencio, prosiguió, aún susurrando:

      —Soy muy feliz, Jane, y cuando te enteres de que me he muerto, no debes afligirte, porque no hay motivos para ello. Todos hemos de morir algún día, y la enfermedad que se me lleva no es dolorosa, sino suave y lenta, y mi mente está descansada. No dejo a nadie que me vaya a llorar mucho. Solo tengo a mi padre, que se ha casado hace poco y no me echará de menos. Al morir joven, me evitaré muchos sufrimientos. No tenía las cualidades ni el talento adecuados para forjarme un buen puesto en el mundo. Habría estado constantemente metida en problemas.

      —Pero ¿adónde vas, Helen? ¿Puedes verlo? ¿Puedes saberlo?

      —Creo y tengo fe; me voy con Dios.

      —¿Dónde está Dios? ¿Quién es Dios?

      —Es mi Creador y el tuyo, y nunca destruirá lo que ha creado. Tengo una fe ciega en su poder, y confío plenamente en su bondad. Cuento las horas hasta que llegue el fatídico ser que me ha de devolver a Él y revelármelo.

      —Entonces, Helen, ¿estás segura de que existe el cielo y de que van allí las almas cuando se mueren?

      —Estoy segura de que existe un estado futuro. Creo que Dios es bueno. Puedo entregarle mi alma inmortal sin recelos. Dios es mi padre, es mi amigo; lo quiero y creo que Él me quiere a mí.

      —¿Y yo volveré a verte, Helen, cuando muera?

      —Vendrás a la misma región de felicidad y serás recibida por el mismo Padre poderoso y universal, sin ninguna duda, querida Jane.

      Pregunté de nuevo, pero esta vez solo con el pensamiento. «¿Dónde está esa región? ¿Existe realmente?». Y me abracé más estrechamente contra Helen, que me era más querida que nunca. Sintiéndome incapaz de soltarla, yacía con la cara oculta en su cuello. Poco después, dijo con tono dulcísimo:

      —¡Qué cómoda estoy! Ese último arrebato de tos me ha cansado un poco y siento que puedo dormirme ahora. Pero no me dejes, Jane; me gusta tenerte cerca.

      —Me quedaré contigo, queridísima Helen, nadie me alejará de aquí.

      —¿Estás calentita, querida?

      —Sí.

      —Buenas noches, Jane.

      —Buenas noches, Helen.

      Me dio un beso y se lo devolví, y pronto nos dormimos las dos.

      Cuando abrí los ojos, era de día. Me había despertado un movimiento inusitado. Levanté la vista y noté que me sujetaban unos brazos. Me sostenía la enfermera, que me llevaba por los corredores de vuelta al dormitorio. No me reprocharon por abandonar mi cama, ya que tenían otra cosa en que pensar. En ese momento quedaron sin respuesta mis múltiples preguntas, pero un día o dos más tarde, descubrí que la señorita Temple, al volver a su cuarto al amanecer, me había encontrado en la cama, con la cara contra el hombro de Helen Burns y mis brazos alrededor de su cuello. Yo estaba dormida y Helen… muerta.

      Su tumba se encuentra en el cementerio de Brocklehurst. Durante los quince años siguientes a su muerte, solo un túmulo de hierba la cubría. Ahora marca el lugar una lápida de mármol gris, inscrito con su nombre y la palabra Resurgam.

      Capítulo X

      Hasta aquí he contado con detalle los sucesos que conformaron mi insignificante existencia. He dedicado a los diez primeros años de mi vida casi el mismo número de capítulos. Pero esto no va a ser una autobiografía al uso; solo pienso evocar aquellos recuerdos que sé tendrán cierto interés. Por lo tanto, pasaré casi por alto un espacio de ocho años. Solo harán falta unas líneas para mantener la conexión de la narración.

      Cuando la fiebre tifoidea hubo cumplido su misión de devastación en Lowood, fue desapareciendo poco a poco, pero no sin antes llamar la atención del público hacia la escuela, por su virulencia y el número de víctimas. Se investigó el origen de la epidemia, y gradualmente salieron a la luz hechos que provocaron una gran indignación en la opinión pública. La naturaleza malsana del lugar, la cantidad y la calidad de la comida, el agua fétida con la que se preparaba, la ropa y el alojamiento deficientes: todas estas cosas se conocieron, y su conocimiento produjo un resultado mortificante para el señor Brocklehurst pero prometedor para la institución.

      Varios personajes ricos y caritativos del condado donaron dinero para la construcción de un edificio mejor acondicionado en un lugar más adecuado, se establecieron nuevas normas, se introdujeron mejoras en la dieta y el vestuario, y los fondos fueron confiados a un comité para su gestión. Al señor Brocklehurst, dada su riqueza y la importancia de su familia, no se le pudo dar de lado, y le fue reservado el puesto de tesorero, pero unos caballeros más amplios de miras y comprensivos fueron nombrados para ayudarlo a desempeñar sus funciones. También compartió el cargo de inspector con personas capaces de combinar lo razonable con lo riguroso, la comodidad con la economía y la compasión con la rectitud. Con estas mejoras, la escuela se convirtió, con el tiempo, en una institución útil y noble. Yo continué entre sus muros, después de la reforma, ocho años, seis de alumna y dos de profesora, y, tanto en un caso como en el otro, doy fe de su valor e importancia.

      Durante esos ocho años, mi vida fue uniforme, pero no desdichada, porque me mantuve activa. Tuve a mi alcance el medio de lograr una esmerada educación. Me impulsaron la afición por algunas de las asignaturas y el afán de medrar en todas ellas, junto con el gran placer que sentía al complacer a mis profesoras, sobre todo a las que quería. Me aproveché al máximo de las ventajas que se me brindaron. Con el tiempo, me convertí en la primera de la primera clase, y después en profesora, cargo que desempeñé con gusto durante dos años, hasta que cambió mi situación.

      La señorita Temple, pese a todos los cambios, siguió siendo la directora de la escuela. Yo debía a sus enseñanzas la mayor parte de mis conocimientos, y su amistad y su compañía fueron un constante consuelo para mí. Me hizo las veces de madre, maestra y, en la última época, compañera. En este periodo, se casó y se trasladó con su marido, un clérigo, muy buena persona y casi digno de tal esposa, a un condado lejano, como consecuencia de lo cual la perdí.

      Desde el día de su partida, yo no fui la misma. Con ella se marcharon mi sensación de estabilidad y las asociaciones que habían hecho de Lowood casi un hogar para mí. Me había imbuido parte de su manera de ser y muchos hábitos suyos. Mis pensamientos se habían hecho más armoniosos, y

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