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después de comer, nos trasladamos al aula, donde se reanudaron las lecciones, que siguieron hasta las cinco.

      El único suceso interesante de la tarde fue que vi cómo la chica con la que había hablado en el pórtico fue expulsada de la clase de historia por la señorita Scatcherd, quien la mandó ponerse en el centro de la gran aula. El castigo me pareció extremadamente degradante, en especial para una chica tan mayor, pues debía de tener trece años o más. Esperaba que mostrara señales de aflicción y vergüenza, pero me sorprendió que no llorase ni se ruborizase. Se quedó de pie, seria y tranquila, blanco de todos los ojos. «¿Cómo puede soportarlo con tanta serenidad?» me pregunté. «Yo, en su lugar, quisiera que se me tragara la tierra. Pero ella parece pensar en cosas más allá del castigo y de su situación, en algo lejano que no se ve. He oído hablar de soñar despierto, ¿será eso lo que le sucede? Sus ojos miran el suelo, pero estoy segura de que no lo ve… parece mirar hacia dentro, en su corazón. Creo que mira sus recuerdos, no lo que tiene delante. Me pregunto qué clase de chica es, si buena o mala».

      Poco después de las cinco, tomamos otra colación, que consistió en una pequeña taza de café y media rebanada de pan moreno. Devoré el pan y tragué el café con fruición, pero habría comido otro tanto, ya que tenía hambre aún. Luego hubo media hora de recreo y después estudio, seguido del vaso de agua y el trozo de torta de avena, las oraciones y la cama. Así transcurrió mi primer día en Lowood.

      Capítulo VI

      El día siguiente comenzó como el anterior, levantándonos y vistiéndonos a la débil luz de las velas, pero esta vez tuvimos que prescindir de la ceremonia del aseo porque el agua de los lavabos estaba helada. Había cambiado el tiempo la noche anterior, y un gélido viento del noreste, que silbó entre los resquicios de las ventanas del dormitorio toda la noche, nos hizo tiritar en nuestras camas y convirtió el agua de los jarros en hielo.

      Antes de acabar la larga hora y media de oraciones y lectura de la Biblia, creí morirme de frío. Por fin llegó la hora del desayuno, y aquella mañana no estaba quemada la avena. La calidad era pasable, pero la cantidad escasa. ¡Qué porción más pequeña me había correspondido! Hubiera querido tomar el doble.

      En el curso del día me destinaron a la cuarta clase, y me asignaron tareas y ocupaciones como a las demás. Hasta entonces había sido espectadora de la vida de Lowood, pero a partir de ese momento había de convertirme en partícipe. Al principio, al no tener costumbre de memorizar, las lecciones me parecieron largas y arduas. También me desconcertaba el cambio frecuente de una tarea a otra, por lo que me alegré cuando, alrededor de las tres de la tarde, la señorita Smith me puso en las manos una tira de muselina de dos yardas de longitud, junto con una aguja, un dedal y los demás útiles, y me mandó sentarme en un rincón tranquilo del aula para hacerle un dobladillo. En ese momento, la mayoría de las alumnas también estaban cosiendo, pero todavía había un grupo leyendo alrededor de la silla de la señorita Scatcherd, y en el silencio que reinaba, se podía oír el tema de su lección, cómo respondía cada una y los reproches o recomendaciones de la señorita Scatcherd ante cada actuación. Era la historia de Inglaterra, y entre las lectoras se encontraba mi amiga del pórtico. Al principio de la lección había estado a la cabeza de la clase, pero, por un error de pronunciación o por no hacer caso a la puntuación, de repente fue enviada al último lugar. Incluso en ese puesto poco prominente, la señorita Scatcherd continuó prodigándole una especial atención, dirigiéndole frases como estas: «Burns (pues así se llamaba, al parecer; a todas las chicas nos llamaban por el apellido, como en las escuelas de chicos), Burns, tienes el zapato ladeado, pon bien el pie inmediatamente». «Burns ¡qué manera de sacar la barbilla!». «Burns, insisto en que mantengas la cabeza erguida. No te quiero tener delante de esta guisa», y así sucesivamente.

      Cuando hubieron leído dos veces el capítulo, las chicas cerraron los libros y se prepararon para contestar a las preguntas. La lección había versado sobre parte del reinado de Carlos I, y las preguntas fueron acerca de tonelajes, gravámenes y fletes, que la mayoría parecía no saber contestar. Sin embargo, cada pregunta era resuelta al instante por Burns, cuya memoria parecía haber retenido la esencia de todo el texto y por lo tanto contestó correctamente a todos los puntos. Yo esperaba que la señorita Scatcherd elogiara su atención, en vez de lo cual gritó de repente:

      —¡Qué chica más sucia y desagradable! ¡No te has limpiado las uñas hoy!

      El silencio de Burns, que no contestó, me sorprendió. «¿Por qué no explica que no ha podido ni limpiarse las uñas ni lavarse la cara, ya que el agua estaba helada?» pensé.

      La señorita Smith requirió mi atención, pidiéndome que le sujetara una madeja de hilo y, mientras ella hacía ovillos, me hablaba de vez en cuando, preguntándome si había ido antes a la escuela, si sabía bordar, coser y tejer. No pude seguir enterándome de los movimientos de la señorita Scatcherd hasta que hube acabado. Cuando regresé a mi puesto, esta última impartió una orden cuyo significado no cogí, pero Burns abandonó el aula enseguida para ir a un cuartucho interior donde se guardaban los libros, de donde volvió al instante llevando en la mano una vara. Entregó a la señorita Scatcherd ese siniestro instrumento con una reverencia, y serenamente, sin que se lo mandaran, desabrochó su delantal. La señorita Scatcherd le asestó en el acto y con vigor una docena de golpes en el cuello con la vara. Burns no derramó ni una lágrima, ni cambió en nada la expresión de su cara, como pude observar durante una pausa que tuve que hacer en mi costura, porque mis dedos temblaban de furia impotente e inútil ante este espectáculo.

      —¡Muchacha rebelde! —exclamó la señorita Scatcherd— no hay manera de corregir tus costumbres desaliñadas. Llévate la vara.

      Burns obedeció. Observándola detenidamente cuando salió del cuarto de los libros, vi cómo guardaba en el bolsillo el pañuelo, y que todavía brillaba en su mejilla la huella de una lágrima.

      La hora de recreo por la tarde me parecía el rato más agradable del día en Lowood. El pedazo de pan y el trago de café servidos a las cinco renovaban nuestra vitalidad si no saciaban nuestro apetito. Se relajaba la tensión del día y el aula parecía más cálida que por la mañana, ya que se permitía que ardieran los fuegos con más vigor para suplir la falta de las velas, aún no encendidas. El anochecer, la algarabía tolerada y la confusión de muchas voces nos daban una sensación placentera de libertad.

      En la tarde del día que presencié el castigo impartido por la señorita Scatcherd a su alumna Burns, deambulé sin compañía entre los bancos y mesas de grupos alegres de chicas, pero sin sentirme sola. Cuando pasaba por delante de las ventanas, de vez en cuando levantaba las persianas para mirar afuera, donde caía mucha nieve, tanta, que formaba montoncitos en las lunas inferiores, y, acercando el oído al cristal, podía distinguir del alegre alboroto de dentro el aullido desconsolado del viento en el exterior.

      Con toda probabilidad, de haberme separado recientemente de una buena casa y de unos padres bondadosos, esta habría sido la hora en que más los hubiera echado de menos. El viento me habría entristecido y el oscuro caos habría perturbado mi tranquilidad. Pero siendo otro mi caso, me proporcionaron ambas cosas una extraña emoción y, sintiéndome temeraria y febril, hubiera deseado que el viento aullase más fuertemente, que se incrementase la oscuridad y que la confusión se convirtiese en clamor.

      Saltando por encima de los bancos y deslizándome por debajo de las mesas, me aproximé a una de las chimeneas, donde encontré a Burns, arrodillada junto al guardafuegos alto de alambre y absorta en la lectura de un libro a la débil luz de las brasas.

      —¿Todavía estás con Rasselas? —le pregunté al acercarme.

      —Sí —dijo—, y acabo de terminarlo.

      Cinco minutos más tarde, lo cerró, con mucho gusto por mi parte. «Ahora —pensé—, quizás consiga hacerla hablar». Me senté a su lado en el suelo.

      —¿Cuál es tu nombre de pila?

      —Helen.

      —¿Vienes de lejos?

      —Del norte, cerca de la frontera con Escocia.

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