Скачать книгу

doy por hecho que esto no estaba planeado, ¿verdad? –sugirió la médico con tono amable.

      Beatrice sacudió la cabeza y deseó que se le contagiara algo de la calma de la doctora.

      –Según las estadísticas, los embarazos rara vez se planean –comentó la joven–. ¿Ha venido alguien contigo?

      –Sí… mi hermana.

      Que se había negado a aceptar un «no» por respuesta y había acudido con ella a la cita que Beatrice había pedido al ver que el virus estomacal no se le pasaba. ¿Había sospechado Maya la verdad? ¿La había sospechado ella?

      Por supuesto que sí. Pero había enterrado aquella certeza en lo más profundo, construyendo muchas alternativas perfectamente razonables que no habían servido para amortiguar el golpe de la inevitable realidad.

      A pesar del impacto, su cuerpo seguía ejecutando todas aquellas respuestas automáticas: respiraba, sentía el temblor de las rodillas, pensaba… Aunque eso tal vez no. Sus pensamientos se negaban a ir más allá de aquel enorme muro mental de ladrillo. «Estoy embarazada».

      –Estoy de seis semanas –dijo de pronto, dejando claro por el tono de voz que no le cabía ninguna duda al respecto. Un calor le cubrió las pálidas mejillas cuando sus pensamientos volvieron a la noche que había pasado bajo el edredón en la cabaña de esquí con Dante–. Hoy hacemos dieciocho meses de casados…

      –Felicidades. ¿No está aquí tu marido hoy?

      –Está fuera del país –murmuró.

      –¿Quieres que le diga a tu hermana que entre?

      Beatrice le dirigió una sonrisa de gratitud.

      –Sí, por favor.

      Unos instantes más tarde, Maya y ella salieron de la consulta al fresco aire de la mañana. Beatrice dejó escapar un largo suspiro y cerró los ojos, abriéndolos cuando sintió a Maya agarrándola del brazo.

      –¿Te apetece dar un paseo por el parque? Te vendrá bien un poco de aire fresco.

      Beatrice se encogió de hombros.

      –¿Por qué no?

      El pálido sol de primavera había salido de detrás de las nubes cuando las hermanas pasaron por debajo de las desnudas ramas de una hilera de álamos.

      Fue Maya quien rompió el silencio.

      –Me encanta el olor a primavera, esa promesa de una nueva vida… –apartó la mirada del vientre de su hermana–. Lo siento, no era mi intención ponerme profunda ni nada de eso.

      Beatrice levantó la cabeza entonces, y sus ojos conectaron con la preocupación de los de Maya.

      –¿Tú lo sabías? –preguntó hundiendo las manos en los bolsillos del abrigo.

      –Me parecía… una posibilidad.

      –¡Debes pensar que soy idiota!

      –Lo pensaré si sigues diciendo esas tonterías.

      Beatrice esbozó una sonrisa pálida en respuesta.

      –Supongo que yo debí sospecharlo –admitió pensando en todas las señales que había visto–. Pero no pensé que volvería a pasar después de…

      No terminó la frase. Una sonrisa irónica le curvó los labios mientras sus pensamientos se dirigían al consejo que le había dado el abuelo de Dante: «Relájate, mujer».

      Sus palabras se le quedaron grabadas, principalmente porque en aquel entonces todo el mundo le decía que entrara en pánico. No con aquellas palabras, pero no había resultado difícil leer entre líneas, sentir las miradas o ver cómo las conversaciones se detenían bruscamente cuando ella aparecía.

      Bueno, pues resultaba que el viejo Reynard tenía razón. Lo único que tuvo que hacer fue relajarse…

      Giró la cabeza hacia su hermana. La expresión preocupada de Maya hizo que empezara a hablar.

      –Es que todo el mundo lo estaba esperando cada mes… y yo me dejaba llevar por la esperanza, y luego tenía que decirle a Dante que no había pasado.

      Dante actuaba como si no le importara, pero ella sabía que sí: para palacio, su fertilidad había dejado de ser algo privado desde el momento en que Dante se convirtió en príncipe heredero.

      Se miró el vientre plano y trató de separar las confusas emociones que intentaban abrirse camino en su cabeza.

      –Hace un año, esto me habría hecho muy feliz –Beatrice se mordió el labio inferior y se preguntó cuál sería la reacción de Dante ahora.

      ¿A quién quería engañar? Sabía perfectamente cuál sería su reacción cuando descubriera que estaba embarazada del heredero al trono.

      Esto era el final de su nueva vida; Dante no le permitiría bajo ningún concepto que criara a su hijo fuera de San Macizo.

      –¿Por eso te marchaste? –preguntó Maya mientras buscaba un banco para sentarse–. Cuando volviste a casa, nunca dijiste por qué. Solo que se había terminado.

      Beatrice esbozó una sonrisa triste.

      –Estoy segura de que esa fue la razón por la que Dante me lo puso fácil para irme –reconoció con los ojos llenos de lágrimas–. Todo sucedió muy rápido. Primero era yo, y luego me quedé embarazada y me casé.

      –Y te convertiste en princesa.

      Beatrice forzó una carcajada.

      –Una princesa pésima. Luego perdí el bebé y no tuve tiempo de llorarle –apretó los temblorosos labios–. Se suponía que tenía que cumplir con mi deber y concebir un heredero. La gente actuaba como si nuestro primer hijo nunca hubiera existido. Yo no hacía más que disculparme, cuando lo único que quería…

      Lo único que quería era que Dante le dijera que no había necesidad de disculparse por nada, que un bebé no debería ser un asunto de obligación, sino de amor.

      Pero no lo hizo.

      De hecho «amor» era una palabra que su marido nunca usaba. ¿Creería siquiera en su existencia? Le había repetido muchas veces cuánto la deseaba, pero nada más. Beatrice se decía a sí misma que a los hombres les costaba hablar de sus sentimientos, pero en el fondo sabía que había algo más.

      No quería reconocer su mayor miedo: que el problema de Dante no fuera no ser capaz de reconocer sus sentimientos más profundos, sino que no tuviera esos sentimientos. Cuando perdieron al bebé, no había nada que los conectara profundamente, solo la pasión… y ahora tenía otra vida.

      Beatrice soltó una risa amarga y se giró hacia Maya.

      –Me pregunto si hay alguna estadística sobre la tasa de divorcios en las bodas de Las Vegas.

      –¿Estás segura de que habrá un divorcio ahora?

      Beatrice decidió no pensar en la duda que veía reflejada en los ojos de su hermana. Una duda que ella también compartía, una duda a la que no quería enfrentarse.

      –Creo que tienes que sentarte –añadió Maya saliendo del camino para acercarse a un banco.

      Beatrice la siguió, y cuando estuvieron sentadas, su hermana le tomó la mano entre las suyas.

      –Dime que me calle, o que no es asunto mío. Pero ¿qué ocurrió, Bea?

      –Encontré en mi calendario una cita marcada con un especialista en fecundación in vitro.

      –Oh, Dios mío –murmuró Maya–. ¿Y qué hiciste?

      –Bueno, ya me conoces, soy sutil y contenida al máximo. Entré en una sala en la que Dante estaba reunido con todos los empresarios más importantes de la isla y le dije que ya era suficiente. Que no quería un calendario y que no tenía que hablar con nadie de mis asuntos ginecológicos.

      Beatrice

Скачать книгу