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esto no estaba planeado. Es solo que… estoy harto de saber de ti a través de terceras personas.

      –Echo de menos… –Beatrice se detuvo, reteniendo las palabras que no podía admitir ni ante sí misma, y mucho menos ante él–. Creo que es más seguro así –murmuró.

      –¿Y quién quiere seguridad?

      El brillo temerario de sus ojos le recordó al hombre del que se había enamorado. Resultaba irónico que ella tuviera que recordarle que ya no era ese hombre.

      –Tus futuros súbditos. Y francamente, Dante, ya viví toda la emoción que puedo sostener…

      Beatrice cerró los ojos y se apoyó en la pared hasta que la presión hizo que le dolieran los omóplatos. Era cierto, tras abandonar el papel real para el que nunca había estado preparada, se lanzó a su nueva vida, y allí encontró desafíos nuevos, emocionantes y a veces aterradores con los que llenar sus días. Recuperó parte de su habitual entusiasmo, aunque ahora estaba mezclado con cierta precaución. Una precaución que, lamentablemente, había olvidado la noche anterior. Dante entraba en una estancia, y todos aquellos instintos y deseos que había despertado en ella cobraban vida.

      «Una insensatez», pensó para sus adentros. La noche anterior no había tenido nada que ver con la sensatez. Se puso tensa por dentro cuando aquellos cálidos recuerdos le inundaron la cabeza. Había sido todo pasión y deseo.

      Beatrice también sentía pasión por el chocolate, pero si se dejaba llevar sabía que tendría que comprarse un guardarropa nuevo. El ejercicio y un poco de autocontrol significaban que todavía podía vestir con la ropa del año pasado.

      El problema era que Dante se le ajustaba a la perfección en todos los sentidos de la palabra, y siempre había sido así. Cuando en su matrimonio no había nada que funcionara bien, el sexo seguía siendo increíble. El dormitorio era el único lugar donde siempre se las arreglaban para estar en el mismo barco. Desafortunadamente, se necesitaba algo más que química y compatibilidad sexual para que un matrimonio funcionara, sobre todo cuando se encontraba con obstáculos tan potentes como el suyo.

      Beatrice se dio cuenta entonces de que, mientras su mente vagaba, su mirada había empezado a recorrer su torso esculpido para a continuación descender a la musculosa definición de su vientre. Entonces se dio cuenta de lo que estaba haciendo y bajó las pestañas para protegerse. Pero no le proporcionó mucha protección contra el latido sexual que Dante exudaba, ni contra su enervante capacidad de leerle el pensamiento.

      –¿Te arrepientes?

      La respuesta de Beatrice a aquella pregunta debería haber sido inmediata, un acto reflejo, y por supuesto que se arrepentía de lo que había pasado, a un nivel. Pero en otro, en uno que le avergonzaba, no habría cambiado absolutamente nada, porque Dante sobrepasaba su sentido común. Solo tenía que aspirar el aroma de su piel para que su instinto de conversación quedara borrado.

      ¡Tenía que romper aquel círculo!

      Era fácil decirlo, era fácil pensarlo, pero cada vez que Dante la tocaba, algo dentro de ella gritaba que aquello estaba bien.

      «¡Entonces, no dejes que te toque!».

      Beatrice atajó aquel diálogo interno que cada vez se volvía más desesperado, se aclaró la garganta y se dio un tiempo para pensar cuál sería su siguiente movimiento. Quería dar la impresión de que la noche anterior no significaba que no había superado lo suyo.

      Un movimiento que dejara claro que podía marcharse con la misma facilidad que él tras satisfacer un deseo primario. Que Dante no era el único que podía compartimentar su vida.

      –Lo de anoche ha sido…

      La voz grave de Dante, matizada por la impaciencia, la atajó antes de que pudiera decir nada.

      –Teniendo en cuenta que estás ahí de pie arrebujada en una sábana y actuando como una virgen ultrajada, doy por hecho que te arrepientes de lo de anoche.

      Su tono acusatorio provocó que a Beatrice se le sonrojaran las mejillas.

      –Eso es muy astuto por tu parte –murmuró con ironía.

      Para Dante, su ultraje virginal había sido siempre igual a cero, incluso cuando tenía derecho a él. Beatrice no tuvo reparo en entregarle su virginidad, aunque él recibiera aquel inesperado regalo de forma poco relajada.

      –¿Te arrepientes de haberte casado conmigo? –preguntarlo por segunda vez no le dejaba claro a Dante por qué le importaba la respuesta… ¿tal vez para apaciguar su culpa?

      No se le escapaba la ironía de la situación. Seguramente había muy poca gente en el mundo que hubiera llevado una vida con menos sensación de culpa que él. El labio superior se le curvó en una sonrisa.

      Si fuera un hombre que creyera en el karma, podría pensar que la situación actual era la manera que tenía el destino de hacerle pagar por una vida vacía de absoluto hedonismo, en la que el único camino era el camino fácil. En el pasado rechazó el concepto del deber, y ahora se veía gobernado por él.

      Cuando se declaró pensaba que estaba haciendo lo correcto, y no se paró a pensar ni por un instante si era lo correcto para Beatrice. Era él quien estaba haciendo el sacrificio definitivo. Dante apretó las mandíbulas y dejó escapar un suspiro fuete para librarse de sus pensamientos.

      Beatrice parpadeó, las pestañas le acariciaron la suave curva de las mejillas como las alas de una mariposa.

      –No tiene sentido lamentarse de nada, ¿verdad?

      –Lo que significa que te arrepientes.

      ¿Se había preguntado Beatrice alguna vez si las cosas habrían terminado de otra manera en el caso de que su hijo se hubiera agarrado a la vida y no hubiera sido simplemente un latido que desapareció de la pantalla?

      Dante sintió una punzada de hielo en las entrañas al recordar el momento en el que el médico les dio la noticia de que su bebé ya no estaba.

      Se había sentido devastado. Aquello no tenía sentido. Nunca había querido tener hijos.

      –Ahora miro hacia delante.

      Dante alzó la vista y sus pensamientos volvieron al momento presente.

      La intensidad de su mirada provocó que Beatrice perdiera el hielo, pero tras una momentánea pausa, volvió a recuperar el control y la actitud desafiante.

      –El pasado ha quedado atrás. No me interesa revivirlo –sintió que la sábana se le bajaba un poco y la subió. A veces la sinceridad era la mejor manera de encarar algo–. Tengo muchos recuerdos maravillosos que siempre atesoraré. Sencillamente, no soy tan realista como tú lo eres a veces –se mordió el labio, que le empezó a temblar de emoción.

      Un espasmo cruzó las facciones perfectamente simétricas de Dante.

      –Tal vez yo tenga expectativas más bajas… deberías probarlo, Beatrice. Menos desilusiones en la vida –sugirió con crudeza.

      –¿Quieres que sea igual de cínica que tú? Eso es mucho pedir, Dante.

      Él bajó un poco las pestañas con los ojos brillantes y esbozó una media sonrisa triste mientras la miraba a los ojos.

      –Tú lo llamas cinismo. Yo lo llamo realismo. Y se trata de ir dando pequeños pasos, cara.

      La expresión de Beatrice no fue lo único que se detuvo. El tiempo también. Dante casi podía escuchar los segundos antes de que ella bajara la mirada. Sin embargo, tuvo tiempo de ver el dolor en sus ojos.

      Dante apretó las mandíbulas y se maldijo a sí mismo en silencio. Por supuesto que sabía que la autorecriminación habría sido más útil si hubiera llegado antes. Como cuando la pérdida de su bebé pasó de ser una tragedia personal a convertirse en un debate palaciego alentado por los cortesanos cercanos al trono.

      Para Dante no supuso ninguna sorpresa, en el momento en que su hermano se apartó del trono, supo lo que le esperaba.

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