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la traducción al Gran Khan; es el mismo napolitano, Juan de Monte Corvino, quien construye en Pekín, junto al palacio imperial, una iglesia y se convierte en el primer arzobispo de Pekín.

      Ya esta mera relación de hechos, sucesos e ingredientes muestra claramente que esta época fue todo lo contrario de un siglo «armónico». Y quedan pocos motivos para una actitud de «añoranza» de esta época, aun prescindiendo de que tales añoranzas son de todas formas absurdas.

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      Vayan de entrada un par de observaciones sobre bibliografía.

      Los dos libros últimamente citados de Chenu y Gilson tienen una característica común que aparece a primera vista. Ambos autores son franceses (Chenu es dominico; Gilson un laico, originariamente profesor en el Collège de France), pero los dos han enseñado muchos años en el «Nuevo Mundo», en Canadá. Este hecho de que ambos libros hayan aparecido en la atmósfera peculiar de este joven continente, nos parece que es algo más que un dato externo. Creemos que en su lectura continuamente se puede percibir algo del viento fresco de Norteamérica, con lo que queremos indicar algo bastante preciso, es decir, una cierta objetividad marcadamente imparcial, que, más allá de toda erudición meramente histórica, radica en que se plantea la pregunta sobre la verdad de las cosas y se responde conforme a lo auténticamente decisivo.

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      También de entrada, dirijamos una rápida mirada a los hechos biográficos.

      El niño Tomás, que es el más joven de sus hermanos, es enviado a la escuela, y a los cinco años de edad, a la cercana Abadía de Montecasino. Escasamente diez años después —según se encuentra en más de una exposición biográfica— «se traslada» a Nápoles. Tras un estudio más detallado se ve que no se trata de un simple cambio de residencia, sino de una huida. Como tampoco sería exacto si se dijese de los intelectuales emigrados de la Alemania nacionalsocialista que un día «marcharon» a América. Y la huida del joven Tomás tiene igualmente que ver con la historia política universal, es decir, con la lucha entre el Emperador y el Papa. Montecasino no era meramente una abadía benedictina, sino también el castillo fronterizo entre las posesiones imperiales y pontificias. Por cierto que el monasterio que había fundado Benito en el 529 —en el año de la disolución de la Academia platónica en Atenas— ya había sido destruido entonces dos veces, una por los longobardos y otra por los sarracenos; incluso había permanecido desierto

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