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señora comadre, le doy las gracias por el honor que me hace.

      Procuraré corresponder de modo que esté siempre contenta de mí.

      En la fiesta se dio un buen atracón, se puso alegre y, al terminar, habló de este modo:

      —Estimada señora comadre: es deber nuestro cuidar del pequeño. Debe usted procurarse buena comida para que vaya adquiriendo muchas fuerzas. Sé de un corral de ovejas del que podríamos sacar un sabroso bocado.

      El plan encantó a la loba y salió en compañía del zorro en dirección al cortijo. Al estar cerca, el zorro le enseñó la casa diciendo:

      —Podrá entrar sin ser vista de nadie, mientras yo doy la vuelta por el otro lado; tal vez pueda hacerme de una gallinita.

      Pero en lugar de ir a la granja, se tumbó en la entrada del bosque y, estirando las patas, se puso a dormir.

      La loba entró en el corral con todo sigilo; pero en él había un perro que se puso a ladrar. Acudieron los campesinos y, sorprendiendo a la señora comadre con las manos en la masa; le dieron tal golpiza que no le dejaron un hueso sano.

      Al fin logró escapar y fue al encuentro del zorro, el cual, adoptando una actitud lastimera, exclamó:

      —¡Ay, mi estimada señora comadre! ¡Y qué mal lo he pasado! Los labriegos me pillaron, y me han zurrado de lo lindo. Si no quiere que estire la pata aquí, tendrá que llevarme a cuestas.

      La loba apenas podía con su alma; pero el zorro le daba tanto cuidado, que lo cargó sobre su espalda y llevó hasta su casa a su compadre, que estaba sano y bueno.

      Al despedirse, dijo el zorro:

      —¡Adiós, estimada señora comadre, y que le haga buen provecho el asado! Y soltando la gran carcajada, echó a correr.

      La zorra y el gato

      Ocurrió una vez que el gato se encontró en un bosque con la señora zorra, y pensando: “Es lista, experimentada y muy considerada en el mundo”, le habló amablemente en estos términos:

      —Buenos días, mi estimada señora zorra. ¿Qué tal está su señoría? ¿Cómo le va en estos tiempos difíciles?

      La zorra, hinchada de orgullo, miró al gato despectivamente de pies a cabeza, y estuvo un buen rato meditando si valía la pena contestarle; pero, al fin, dijo:

      —¡Oh!, mísero lame bigotes, necio abigarrado, muerto de hambre, cazarratones, ¿qué te ha pasado por la cabeza? ¿Cómo te atreves a preguntarme si lo paso bien o mal? ¿Qué has aprendido tú, vamos a ver? ¿Cuántas artes conoces?

      —No conozco más que una —respondió el gato modestamente.

      —¿Y cuál es esta arte tuya? —inquirió la zorra.

      —Cuando los perros me persiguen, sé subirme de un brinco a un árbol y, de este modo, me salvo de ellos.

      —¿Y es eso todo lo que sabes? —dijo la zorra—. Pues yo domino más de cien

      tretas, y aún me queda un saco lleno de ellas. Me das lástima; ven conmigo y te enseñaré la manera de escapar de los perros.

      En aquel momento se presentó un cazador con cuatro lebreles. El gato, veloz, saltó a un árbol y se sentó en la copa, bien oculto por las ramas y el follaje.

      —¡Abra el saco, señora zorra, abra el saco! —gritó desde arriba; pero los canes habían hecho ya presa a la zorra y no la soltaban.

      —¡Ay!, señora zorra —prosiguió el gato—, con sus cien tretas la han agarrado. ¡Si hubiese sabido trepar como yo, habría salvado la vida!

      El clavel

      Érase una reina a quien Dios no había concedido la gracia de tener hijos. Todas las mañanas salía al jardín a rogar al cielo le otorgase la merced de la maternidad.

      Un día bajó un ángel del cielo y le dijo:

      —Alégrate, pues vas a tener un hijo dotado del don de ver cumplidos sus deseos, pues verá satisfechos cuantos sienta en este mundo.

      La reina fue a transmitir a su esposo la gran noticia y, cuando llegó la hora, dio a luz un hijo, con gran alegría del Rey.

      Cada mañana iba la Reina al parque con el niño, y se lavaba allí en una límpida fuente. Sucedió un día, estando el niño ya crecidito, que teniéndolo en el regazo la madre se quedó dormida. Se acercó entonces el viejo cocinero, que conocía aquel don particular del pequeño, y lo raptó; luego mató un pollo y vertió la sangre sobre el delantal y el vestido de la Reina.

      Después de llevarse al niño a un lugar apartado, donde una nodriza se encargaba de amamantarlo, se presentó al Rey para acusar a la Reina de haber dejado que las fieras le robaran a su hijo; y cuando el Rey vio la sangre que manchaba el delantal, prestó crédito a la acusación, y le entró una furia tal que hizo construir una profunda mazmorra donde no entrara la luz del sol ni de la luna, y en ella mandó enmurallar a la Reina, condenándola a permanecer allí durante siete años sin comer ni beber, para que muriese de hambre y sed.

      Pero Dios envió a dos ángeles del cielo, en figura de palomas blancas, los cuales bajaban volando todos los días y le llevaban la comida; y esto duró hasta que transcurrieron los siete años.

      Mientras tanto, el cocinero había pensado: “Puesto que el niño está dotado del don de ver satisfechos sus deseos, estando yo aquí podría provocar mi desgracia”. Salió, pues, del palacio y se fue a la residencia del muchacho, que ya era lo bastante crecido para saber hablar, y le dijo:

      —Deseo tener un hermoso palacio, con jardín y todo lo que le corresponda. En cuanto salieron las palabras de los labios del niño, apareció todo lo deseado. Al cabo de algún tiempo, le dijo el cocinero:

      —No está bien que vivas solo; desea una hermosa muchacha para compañera. Expresó el niño este deseo, y en el acto se le presentó una doncella hermosísima, como ningún pintor hubiera sido capaz de pintar. En adelante jugaron juntos, y se querían tiernamente, mientras el viejo cocinero se dedicaba a la caza, como un gentil hombre.

      Pero un día se le ocurrió que el príncipe podía sentir deseos de estar al lado de su padre, cosa que tal vez lo colocase a él en situación difícil. Salió, pues, y llevándose a la niña aparte, le dijo:

      —Esta noche, cuando el niño esté dormido, te acercarás a su cama y, después de clavarle el cuchillo en el corazón, me traerás su corazón y su lengua. Si no lo haces, lo pagarás con la vida.

      Se marchó, y al volver al día siguiente, la niña no había ejecutado su mandato y le dijo:

      —¿Por qué tengo que derramar sangre inocente que no ha hecho mal a nadie? —¡Si no lo haces, te costará la vida! —replicó el cocinero.

      Cuando se marchó, la muchacha hizo traer una cierva joven y la hizo matar; luego le sacó el corazón y la lengua, y los puso en un plato. Al ver que se acercaba el viejo, dijo a su compañero: —¡Métete en seguida en la cama y tápate con la manta! Entró el malvado y preguntó:

      —¿Dónde están el corazón y la lengua del niño?

      Tendió la niña el plato, y en el mismo momento, el príncipe, destapándose, exclamó:

      —Viejo maldito, ¿por qué quisiste matarme? Ahora escucha, en sentencia vas a transformarte en perro; llevarás una cadena dorada al cuello y comerás carbones ardientes, de modo que el fuego te abrase la garganta.

      Y al tiempo que pronunciaba estas palabras, el viejo quedo metamorfoseado en perro, con una cadena dorada atada al cuello; y los cocineros le daban para comer carbones ardientes, que le abrasaban la garganta.

      El hijo

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