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      Transcurrido el año, fue el padre a buscarlo, pensando tristemente durante el camino cómo se las compondría para reconocer a su hijo.

      Mientras avanzaba sumido en sus cavilaciones, fijó la mirada ante sí y vio que le salía al paso un hombrecillo, el cual le preguntó:

      —¿Qué te pasa, buen hombre? Pareces muy preocupado.

      —¡Ay! —exclamó Juan—, hace un año coloqué a mi hijo en casa de un maestro en fullería, el cual me dijo que volviera al cabo de este tiempo, y si no reconocía a mi hijo, tendría que pagarle doscientos ducados; pero si lo reconocía, no debería abonarle nada. Y ahora siento gran miedo de no reconocerlo, pues no sé de dónde voy a sacar el dinero.

      Dijo entonces el hombrecillo que se llevara una corteza de pan y se colocara con ella debajo de la campana de la chimenea. Sobre la percha donde pendían las cremalleras, había un cestito del que asomaba un pajarillo; aquél era su hijo.

      Entró Juan y cortó una corteza de pan moreno delante de la cesta. Inmediatamente salió de ella un pajarillo y se le quedó mirando.

      —Hola, hijo mío, ¿estás aquí? —dijo el padre.

      Se alegró el hijo al ver a su padre, mientras el maestro refunfuñó:

      —El Diablo te lo ha dicho. ¿Si no, cómo habrías podido reconocer a tu hijo? —Padre, vámonos —dijo el muchacho.

      El padre emprendió, con su hijo, el regreso a casa; durante el camino se cruzaron con un coche. Dijo entonces el muchacho:

      —Voy a transformarme en un gran lebrel, y así podrás ganar mucho dinero conmigo.

      Y gritó el señor del coche:

      —Buen hombre, ¿quiere venderme ese perro?

      —Sí —respondió el padre.

      —¿Cuánto pide?

      —Treinta ducados.

      —Mucho dinero es, buen hombre; pero en fin, el lebrel me gusta y me quedo con él.

      El señor lo subió al coche; pero apenas había corrido un breve trecho cuando el perro, saltando del carruaje por la ventanilla, a través del cristal, desapareció y fue a reunirse con su padre.

      Llegaron los dos juntos a casa. Al día siguiente había mercado en la aldea vecina, y dijo el mozo a su padre:

      —Ahora me transformaré en un magnífico caballo, y me venderás. Pero después de cerrar el trato debes quitarme la brida, pues de otro modo no podré volver a mi condición de persona.

      Se encaminó el hombre al mercado con su caballo, y se le presentó el maestro de fullerías, quien le compró el animal por cien ducados; mas el padre, distraído, se olvidó de quitarle la brida.

      El comprador se llevó el caballo a su casa y lo metió en el establo. Al pasar la criada por el zaguán, dijo el caballo:

      —¡Quítame la brida, quítame la brida!

      La muchacha se quedó parada, con el oído atento: —¡Cómo! ¿Sabes hablar?

      Fue y le quitó la brida, y el caballo, transformándose en gorrión, huyó volando sobre la puerta. Pero el maestro se convirtió también en gorrión y salió detrás de él. Al alcanzar al otro empezó la pelea; pero el maestro, que llevaba las de perder, se transformó en pez y se sumergió en el agua. Entonces el joven se volvió también pez y se reanudó la lucha; el maestro lo pasaba mal, y hubo de transformarse nuevamente. Tomó la figura de un pollo, y el mozo, la de una zorra y, lanzándose sobre su maestro, le cortó la cabeza de una dentellada. Y ahí tienes al maestro muerto; y muerto sigue hasta el día de hoy.

      Los tres favoritos de la fortuna

      Un padre llamó un día a sus tres hijos y les regaló: al primero, un gallo; al segundo, una guadaña, y al tercero, un gato.

      —Ya soy viejo —les dijo—, se acerca mi muerte, y antes de dejarlos he querido asegurar su porvenir. Dinero no tengo, y lo que les doy ahora quizás les parezca de poco valor; todo depende de cómo sepan emplearlo. Que cada uno busque un país en el que estas cosas sean desconocidas, y su fortuna estará hecha.

      Muerto el padre, el hijo mayor se marchó con su gallo; pero dondequiera que llegaba, el animal era conocido. En las ciudades lo veía ya desde lejos en lo alto de los campanarios, girando a merced del viento; y en los pueblos lo oía cantar. Su gallo no causaba la menor sensación, y no parecía que hubiese de traerle mucha suerte.

      Llegó, por fin, a una isla, cuyos habitantes jamás habían visto un gallo, y que, además, no sabían distribuir el tiempo. Distinguían, sí, la mañana de la tarde; mas por la noche, en cuanto dormían, nunca sabían qué hora era.

      —Miren —les dijo él— este apuesto animal que lleva en la cabeza una corona escarlata, y en los pies espolones como un caballero. Por la noche cantará tres veces a una hora fija, y cuando lo haga por última vez, querrá decir que está por salir el sol. Y cuando cante durante el día, prepárense pues sin duda habrá un cambio de tiempo.

      A aquellas personas les gustaron las cualidades del gallo, y se pasaron una noche sin dormir comprobando con gran satisfacción que anunciaba la hora a las dos, las cuatro y las seis. Preguntaron entonces al joven si estaba dispuesto a venderles el ave, y cuánto pedía por ella.

      —El oro que pueda transportar un asno —respondió.

      —Es un poco por un animal tan precioso —declararon unánimemente los isleños y, gustosos, le dieron por el gallo lo que pedía.

      Cuando el mozo regresó a su casa con su fortuna sus dos hermanos se quedaron admirados, y el segundo dijo:

      —Pues ahora me marcho yo, a ver si logro sacar tan buen partido de mi guadaña.

      No parecía probable, ya que por doquier encontraba campesinos que iban con el instrumento al hombro como él.

      Finalmente, llegó también a una isla cuyos moradores desconocían la guadaña. Cuando el grano estaba maduro llevaban a los campos cañones de artillería y los arrasaban a cañonazos. Pero era un procedimiento muy impreciso, pues unas bombas pasaban demasiado altas; otras, daban contra las espigas en vez de hacerlo contra los tallos, con lo que se perdía buena parte de la cosecha; y nada digamos del ensordecedor estruendo que metían con todo aquello.

      Adelantándose el joven forastero, se puso a segar silenciosamente y con tanta rapidez que a la gente le caía la baba de verlo. Se declararon dispuestos a comprarle la herramienta por el precio que pidiese; y, así, recibió un caballo cargado con todo el oro que pudo transportar.

      Tocó el turno del tercer hermano, que partió con el propósito de sacar el mejor partido posible de su gato. Le sucedió como a los otros dos; mientras estuvo en el continente no pudo conseguir nada, pues en todas partes había demasiados gatos.

      Pero al fin se embarcó y llegó a una isla en la que, felizmente para él, nadie había visto jamás ninguno, y los ratones andaban en ella como Juan por su casa, bailando por encima de mesas y bancos, sin importar si el dueño estaba o si no. Los isleños se encontraban de aquella plaga hasta la coronilla, y ni el propio rey sabía cómo librarse de ella en su palacio. En todas las esquinas se veían ratones silbando y royendo lo que llegaba al alcance de sus dientes.

      Pero entró el gato en escena, y en un abrir y cerrar de ojos limpió de ratones varias salas, por lo que los habitantes suplicaron al Rey que comprara tan maravilloso animal para bien del país. El Rey pagó gustoso lo que le pidió el dueño, que fue un mulo cargado de oro; y, así, el tercer hermano regresó a su pueblo más rico aún que los otros dos.

      En el palacio, el gato se daba la gran vida con los ratones, matando tantos que nadie podía contarlos. Finalmente, le entró sed, acalorado como estaba por su mucho trabajo y, quedándose

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