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en la medida en que ha supuesto una estabilización de las expectativas jurídicas y políticas en torno a la democracia y a la deliberación sobre el alcance de los derechos fundamentales, ha producido una mejora indudable de nuestras prácticas jurídicas.

      3.2.3. Aunque no voy a detenerme aquí en ello, lo mismo puede decirse, me parece, del proceso de internacionalización del constitucionalismo de los derechos y de su jurisdicción. Habrá luces y sombras, pero su balance es netamente positivo. Piénsese simplemente en las implicaciones que tiene para el mundo jurídico la abolición de la doctrina de los “asuntos internos” para referirse a las violaciones de los derechos humanos y el abandono de las lecturas meramente idiosincrásicas de los mismos.

      4.1. La objeción contramayoritaria

      4.1.1. En mi opinión, en los últimos tiempos, la cuestión de la legitimidad democrática tiende a plantearse en términos un tanto sesgados por influencia de las concepciones meramente procedimentalistas de la democracia. En efecto, en muchas ocasiones se sostiene que solo donde rige la regla de la mayoría puede hablarse de legitimidad democrática, mientras que las instituciones que se rigen por otros criterios de legitimidad no son democráticas (o dudosamente lo son). Naturalmente, la llamada objeción contramayoritaria pone en jaque la estructura misma del Estado constitucional, pues por definición la constitución rígida rompe la regla de las mayorías y sus dos principios básicos: “un hombre un voto” y “todos los votos valen lo mismo”. Si la constitución es rígida, el voto del que quiere conservar la constitución vale más que el voto del que quiere cambiaa. Ello naturalmente se ha utilizado para debilitar la legitimidad democrática del Estado constitucional.

      4.1.2. Lo anterior constituye, me parece, un error; error que consiste en identificar legitimidad democrática con “deber de representación política”. En efecto, hay muchas instituciones democráticas cuya legitimidad pende del hecho de que sus integrantes cumplan con sus “deberes de representación” de intereses sociales. Todas las instituciones representativas, aquellas cuya legitimidad está vinculada a la representación política, se rigen por criterios mayoritarios. En ellas se trata de componer “el interés general” a partir de la representación de intereses de grupos sociales considerados legítimos. Esta es, sin duda, una parte muy importante de la legitimidad democrática; pero solo una parte. En relación con ella, los males por antonomasia son la exclusión política y la exclusión social. Pero hay otras instituciones, como pueden ser los casos de los tribunales supremos, constitucionales o internacionales, que se rigen por criterios de legitimidad que nada tienen que ver con las mayorías, la representación política ni la “negociación” del “interés general”. Que ello sea así no disminuye ni un ápice su legitimidad democrática. La tarea de estas instituciones está vinculada al control de la exclusión política (la violación de los derechos de participación política), por un lado, y de la violación de los derechos (de los límites) en la negociación política, por otro. Nótese que es un lugar común definir los derechos fundamentales como lo que debe quedar fuera de toda negociación política, lo protegido frente a la negociación, lo no-negociable. En consecuencia, la democracia fundada en derechos es también contramayoritaria: la democracia no es disponible “por la mayoría”. Pues bien, en mi opinión, tan democrática es la aceptación de la regla de la mayoría como el reconocimiento de derechos (de lo no negociable, de lo no disponible); tan democrático es el deber de representación de intereses sociales de las autoridades políticas como el deber de independencia (prohibición de representación de intereses sociales) de las autoridades jurisdiccionales. En abstracto, la división del trabajo entre legisladores y jueces “constitucionales y/o internacionales” en el marco de un Estado constitucional no me parece particularmente problemática en términos de legitimidad. Naturalmente, ello no significa que no haya problemas, sino que los problemas deben de situarse en otra parte.

      4.1.3. En el ámbito del Estado de Derecho, la independencia (autoridades jurisdiccionales) como criterio de legitimidad se construye esencialmente en oposición a los otros dos grandes criterios de legitimidad, la representación (autoridades políticas) y la sujeción (autoridades administrativas). En efecto, en el Estado de Derecho la legalidad de la actuación es condición necesaria para la justificación (legitimidad) de la acción de cualquier órgano público. Ahora bien, las autoridades administrativas además tienen entre otros un deber de sujeción, es decir, un deber de obediencia a sus superiores. Luego los juicios de legitimidad de su actuación incorporan entre otros elementos una combinación de juicios de legalidad y de sujeción. Las autoridades políticas, a su vez, tienen entre otros un deber de representación de intereses sociales. En consecuencia, los juicios de legitimidad respecto de su actuación incorporan también una combinación de juicios de legalidad y de representación. La legitimidad de las autoridades jurisdiccionales gira también en torno a la legalidad, pero el deber de independencia se construye esencialmente en oposición a los otros dos criterios de legitimidad recién mencionados. El deber de independencia prohíbe, por un lado, someterse a personas, es decir, la sujeción (el actor independiente solo tiene permitido someterse a normas); y, por otro, cumplir funciones de representación de grupos y/o intereses sociales (el actor independiente tiene prohibido representar intereses propios o ajenos).

      4.2. La objeción a los derechos como principios constitucionales

      4.2.1. Muchos juristas piensan que considerar que los derechos son principios debilita su normatividad porque los somete al riesgo permanente de ser derrotados a través de la ponderación. Quienes así piensan no entienden, me parece, los derechos, los principios ni la ponderación. Pero vayamos por partes.

      4.2.2. Entender bien los principios, en oposición a las reglas, supone reconocer tres cosas. La primera es que los principios, al igual que las reglas, son normas regulativas que imponen deberes. El principio de igualdad, por ejemplo, es perfectamente formulable en términos deónticos como la “prohibición de discriminar”. La segunda es que, a diferencia de las reglas, los principios no definen un caso genérico mediante propiedades descriptivas que excluyan la deliberación práctica en el momento de su aplicación. En consecuencia, al no definir caso, todo razonamiento de principios implica siempre una deliberación respecto de la relevancia o no del principio para el caso que se trata de resolver. Y la tercera es que los principios cumplen un papel de fundamentación en relación con las reglas; las dotan de un sentido protector y/o promocional de ciertos bienes jurídicos.

      4.2.3. Lejos de lo que inopinadamente suele repetirse, los principios no debilitan a las reglas. Y no lo hacen porque el punto de partida es que toda regla expresa ya una ponderación de principios y, en consecuencia, tiene siempre una justificación: tiene un sentido protector y/o promocional de ciertos bienes jurídicos. Por ello, la ponderación es, en realidad, una operación anterior y más básica que la subsunción; pues toda regla presupone ya una ponderación. No hace falta insistir en que no se trata de una cuestión de hechos, sino de método: en los hechos no hay forma de dirimir si una regla expresa únicamente una voluntad o también una ponderación. Este punto es fundamental porque acaba afectando a todas las operaciones del método jurídico que tengan que ver con la idea de “correcta aplicación del Derecho (de las reglas)”. Todas esas operaciones

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