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decirlo.

      —¿Y qué demonios estás refunfuñando entre dientes?

      —¡Oh! —respondió el muchacho—, quisiera saber lo que es el miedo, pero nadie puede enseñármelo.

      —Basta de tonterías —replicó el carretero—. Ven conmigo, te buscaré alojamiento. El mozo lo acompañó y, al anochecer, llegaron a unaposada. Al entrar a la sala, el mozo volvió a decir en voz alta:

      —¡Si al menos supiera lo que es el miedo!

      Oyéndo, el posadero se echó a reír y dijo:

      —Si de verdad lo quieres, tendrás aquí buena ocasión para enterarte.

      —¡Cállate, por Dios! —exclamó la patrona—. Más de un temerario lo ha pagado ya con la vida. ¡Sería una pena que esos hermosos ojos no volviesen a ver la luz del día!

      Pero el mozo replicó:

      —Por costoso que sea, quisiera saber lo que es el miedo; para esto me marché de casa.

      Y estuvo importunando al posadero, hasta que éste se decidió a contarle que, no muy lejos de allí, se levantaba un castillo encantado donde, con toda seguridad, aprendería a conocer el miedo si estaba dispuesto a pasar tres noches en él. Dijo que el Rey había prometido casar a su hija, que era la doncella más hermosa que alumbrara el sol, con el hombre que a ello se atreviese.

      Además, había en el castillo joyas impensables, capaces de enriquecer al más pobre, que estaban guardados por espíritus malos, y podrían recuperarse al desvanecerse el maleficio. Muchos lo habían intentado, pero ninguno había escapado con vida de la campaña.

      A la mañana siguiente, el joven se presentó ante el Rey y le dijo que, si se le autorizaba, él se comprometía a pasarse tres noches en vela en el castillo encantado.

      El Rey lo observó, y como su aspecto le resultó simpático, dijo:

      —Puedes pedir tres cosas para llevarte al castillo, pero deben ser cosas inanimadas.

      A lo que contestó el muchacho:

      —Entonces voy a necesitar fuego, un torno y un banco de carpintero con su cuchilla.

      El Rey hizo llevar aquellos objetos al castillo. Al anochecer, subió el muchacho, encendió en un aposento un buen fuego, colocó al lado el banco de carpintero con la cuchilla y sentóse sobre el torno.

      —¡Ah! ¡Si por lo menos aquí tuviera miedo! —suspiró—. Pero me temo que tampoco aquí me enseñarán lo que es.

      Hacia medianoche quiso avivar el fuego, y mientras lo soplaba oyó de pronto unas voces, que venían de una esquina, que gritaban:

      —¡Ay, miau! ¡Qué frío hace!

      —¡Tontos! —exclamó él—. ¿Por qué gritan? Si lo que tienen es frío,entonces acérquense al fuego a calentarse.

      Apenas dijo estas palabras, cundo llegaron de un enorme brinco dos grandes gatos negros que, sentándose uno cada lado, clavaron en él una mirada ardiente y feroz. Al cabo de un rato, cuando ya se habían calentado, dijeron:

      —Compañero, ¿qué te parece si echamos una partida de naipes?

      —¿Por qué no? —respondió él—. Pero antes enséñenme las patas.

      Los animales sacaron las garras.

      —¡Ah! —exclamó el muchacho—. ¡Qué uñas tan largas! Primero se las cortaré. Y, agarrándolos por el cuello, los levantó y los sujetó por las patas al banco de carpintero.

      —Como ya he adivinado sus intenciones —dijo— se me han pasado las ganas de jugar a las cartas.

      Acto seguido los mató de un golpe y los arrojó al estanque que había al pie del castillo.

      Ya que se había despachado de aquellos dos y cuando se disponía a instalarse de nuevo junto al fuego, de todos los rincones y esquinas empezaron a salir gatos y perros negros, en número cada vez mayor, hasta el punto de que ya no sabía él donde meterse.

      Aullando lúgubremente, pisotearon el fuego, intentando esparcirlo y apagarlo. El mozo estuvo un rato contemplando tranquilamente aquel espectáculo hasta que, despabilado y empuñando la cuchilla, gritó:

      —¡Fuera de aquí, chusma asquerosa! — y arremetió contra el ejército de alimañas.

      Parte de los animales escapó corriendo; el resto los mató y arrojó sus cuerpos al estanque.

      De vuelta al aposento, reunió las brasas aún encendidas, las sopló para reanimar el fuego y se sentó nuevamente a calentarse y, estando así sentado, le vino el sueño con una gran pesadez en los ojos. Miró a su alrededor, y descubrió en una esquina una espaciosa cama. “¡Qué suerte!”, dijo, y se acostó en ella sin pensarlo más.

      Pero apenas había cerrado los ojos cuando la cama se puso en movimiento, como si quisiera recorrer todo el castillo. “¡Mucho mejor!”, se dijo el mozo. Y la cama seguía rodando y moviéndose, como tirada por seis caballos, cruzando umbrales, subiendo y bajando escaleras. De repente, ¡hop!, un vuelco, y la cama se puso patas arriba, y el mozo debajo, como si se le hubiese venido una montaña encima.

      Lanzando al aire mantas y almohadas, salió de aquel revoltijo y, exclamando: “¡Que el que tenga ganas se de una vuelta!”, volvió al lado del fuego y se quedó dormido hasta la madrugada.

      A la mañana siguiente se presentó el Rey y, al verlo tendido en el suelo, creyó que los fantasmas lo habrían matado.

      —¡Lástima, tan guapo que estaba! —dijo.

      El muchacho escuchó e, incorporándose, exclamó:

      —¡No están aún tan mal las cosas!

      El Rey, admirado y contento, preguntó qué tal había pasado la noche.

      —¡Muy bien! —respondió el muchacho—. Ya he pasado una noche, también pasaré las dos que quedan.

      Al entrar en la posada, el hostelero se quedó mirándolo, como quien ha visto un fantasma.

      —Jamás pensé volver a verte vivo —le dijo—. Supongo que ahora sabrás lo que es el miedo.

      —No —replicó el muchacho—. Todo es inútil. ¡Ya no sé qué hacer!

      Al llegar la segunda noche, se encaminó de nuevo al castillo y, sentándose junto al fuego, volvió a la vieja canción: “¡Si tan sólo supiera lo que es el miedo!”.

      Antes de medianoche escuchó un estrépito. Muy débil al principio, luego más fuerte; siguió un momento de silencio y, al fin, emitiendo un agudísimo alarido, bajó por la chimenea la mitad de un hombre y fue a caer a sus pies.

      —¡Caramba! —exclamó el joven—. Aquí falta una mitad. ¡Hay que tirar más!

      Volvió a oírse el estruendo y, entre un alboroto de gritos y aullidos, cayó la otra mitad del hombre.

      —Aguarda —exclamó el muchacho—. Voy a avivarte el fuego.

      Cuando, ya estaba listo el fuego, volvió a mirar a su alrededor, las dos mitades se habían soldado, y un hombre horrible estaba sentado en su sitio.

      —¡Eh, amigo, éste no es el trato! —dijo—. El banco es mío.

      El hombre quería echarlo, pero el mozo, empeñado en no ceder, lo apartó de un empujón y se instaló en su asiento.

      Bajaron entonces por la chimenea nuevos hombres, uno tras otro, llevando nueve tibias y dos calaveras y, después de colocarlas en la posición debida, comenzaron a jugar a bolos.

      Al muchacho le entraron ganas de participar en el juego y les preguntó: —¡Hola!, ¿puedo jugar yo también?

      —Sí,

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