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tú. Ya eres mayor y estás robusto. Es hora de que aprendas también cómo ganarte el pan. Mira a tu hermano cómo se esfuerza; en cambio, contigo todo es inútil, como si machacaras hierro frío.

      —Tiene razón, padre —respondió el muchacho—. Yo también tengo ganas de aprender algo. Si no le parece mal, me gustaría aprender a tener miedo, de esto no sé ni pizca.

      El mayor se echó a reír al escuchar aquellas palabras, y pensó para sí:

      “¡Santo Dios, qué bobo es mi hermano! En su vida saldrá de él nada bueno. Pronto se ve por dónde tira cada uno”.

      El padre se limitó a suspirar y a responderle:

      —Ya llegará el día en que sepas lo que es el miedo, pero con esto no vas a ganarte el sustento.

      A los pocos días, el sacristán fue a visitarlo. El padre le contó de su apuro, cómo su hijo menor era un inútil; ni sabía nada, ni era capaz de aprender nada.

      —Para que me entienda, una vez le pregunté que cómo pensaba ganarse la vida y me dijo que quería aprender a tener miedo.

      —Si no es más que eso —repuso el sacristán—, puede aprenderlo en mi casa. Deja que venga conmigo. Y lo asustaré de tal forma, que no habrá más que ver.

      El padre, pensando que le serviría para despabilarse, aceptó. Y así, el sacristán se lo llevó consigo y le encargó la tarea de tocar las campanas.

      A los dos o tres días, lo despertó a medianoche y lo mandó a subir el campanario a tocar la campana. “Vas a aprender lo que es el miedo”, pensó el hombre mientras se retiraba sigilosamente.

      Estando ya el muchacho en la torre, al voltear para tomar la cuerda de la campana, vio una forma blanca que permanecía inmóvil en la escalera, frente al hueco del muro.

      —¿Quién está ahí? —gritó el mozo. Pero la figura no se movió ni respondió—. Contesta —insistió el muchacho— o lárgate; nada tienes que hacer aquí a medianoche. Pero el sacristán seguía inmóvil, con el propósito de que el mozo lo tomara por un fantasma. El chico le gritó una segunda vez:

      —¿Qué buscas aquí? Habla o te arrojaré escaleras abajo.

      El sacristán pensó: “No llegará a tanto”, y continuó en su papel como una estatua de piedra.

      Por tercera vez le advirtió el muchacho, y viendo que sus palabras no surtían efecto, arremetió contra el espectro y de un empujón lo echó escaleras abajo, con tal fuerza que, no muy de su agrado, saltó diez escalones y fue a desplomarse contra una esquina, donde quedó maltrecho.

      El mozo, terminado el toque de campana, volvió a su cuarto, se acostó sin decir palabra y se quedó dormido.

      La mujer del sacristán estuvo durante un buen rato esperando el regreso de su marido; pero viendo que tardaba demasiado, fue a despertar, muy inquieta, al ayudante y le preguntó:

      —¿Dónde está mi marido? Subió al campanario antes que tú.

      —En el campanario no estaba —respondió el muchacho—. Pero había alguien frente al hueco del muro, y como no quiso ni responder ni marcharse, supuse que era un ladrón y lo he arrojado escaleras abajo. Vaya a ver, ojalá que no se trate de él. De veras que lo sentiría.

      La mujer corrió a la escalera y encontró a su marido tendido en el rincón, quejándose y con una pierna rota.

      Lo bajó como pudo y corrió luego a la casa del padre del mozo, sin dejar de derramar lágrimas.

      —Su hijo —lamentó— ha causado una gran desgracia; ha echado a mi marido escaleras abajo y le ha roto una pierna. ¡Sáque en seguida a ese tonto de mi casa!

      Corrió el padre, muy asustado, a casa del sacristán, y con su hijo regresaron a casa.

      —¡Qué mala persona! ¿Por qué has hecho eso? Ni que tuvieras el diablo en el cuerpo.

      —Soy inocente, padre —contestó el muchacho—. Le digo la verdad. Él estaba allí a la mitad de la noche, como si tuviera malas intenciones. Yo no sabía quién era, y por tres veces le advertí que hablara o se marchara.

      —¡Ay! —exclamó el padre—. ¡Lo único que me causas son disgustos! Vete de mi casa, no quiero volver a verte.

      —Bueno, padre, así lo haré. Sólo espera a que sea de día y me marcharé. Aprenderé lo que es el miedo; y al menos así sabré algo que me servirá para ganarme el sustento.

      —Aprende lo que quieras —dijo el padre—; lo mismo me da. Aquí tienes cincuenta florines; márchate a recorrer el mundo; y no le digas a nadie de dónde eres ni quién es tu padre, pues eres mi mayor desgracia.

      —Sí, padre, como usted quiera. Si sólo me pide eso, fácil será obedecerlo.

      Llegado el amanecer, el muchacho se embolsó sus cincuenta florines y se marchó por la carretera. Mientras andaba, se decía a sí mismo: “¡Si tan sólo tuviera miedo! ¡Si tan sólo tuviera miedo!”.

      Mientras se decía esto, pasó un hombre que oyó lo que murmuraba, y después de andar un buen trecho, llegaron a la vista de la horca y le dijo:

      —Mira, en aquel árbol hay siete hombres que se han casado con la hija del cordelero, y ahora están aprendiendo a volar. Siéntate debajo y aguarda a que llegue la noche. Verás cómo aprendes lo que es el miedo.

      —Si no es más que eso —respondió el muchacho—, no me será tan difícil. Si realmente aprendo qué cosa es el miedo, te daré mis cincuenta florines. Vuelve a buscarme por la mañana.

      Y se encaminó al patíbulo, donde esperó sentado la llegada de la noche. Como empezó a hacer frío, encendió un fuego; pero, cerca de la medianoche, empezó a soplar un viento tan helado, que ni la hoguera le servía para calentarse. Y como el ímpetu del viento hacía chocar entre sí los cuerpos de los ahorcados, el mozo pensó: “Si tú, junto al fuego, estás helándote, ¡cómo deben estar pásandola esos que patalean ahí arriba!”.

      Y como era bueno de naturaleza, arrimó la escalera y fue desatando los cadáveres, una tras otro, y bajándolos al suelo. Sopló el fuego para avivarlo, y sentó los cuerpos en torno al fuego para que se calentaran; pero los muertos permanecían inmóviles, y las llamas prendieron en sus ropas.

      Al verlo, el muchacho les dijo:

      —Si no tienen cuidado, los volveré a colgar.

      Pero los ajusticiados nada respondieron, y sus andrajos siguieron quemándose.

      Entonces el mozo se irritó.

      —Puesto que se empeñan en no tener cuidado, nada puedo hacer por ustedes; yo no quiero quemarme.

      Y los colgó nuevamente, uno tras otro; tras lo cual, volvió a sentarse al lado de la hoguera y se quedó dormido.

      A la mañana siguiente regresó el hombre, dispuesto a cobrar los cincuenta florines.

      —Qué, ¿ya sabes ahora lo que es el miedo?

      —No —replicó el mozo—. ¿Cómo iba a saberlo? Esos de ahí arriba ni siquiera han abierto la boca, y fueron tan tontos, que dejaron que se les quemara la ropa que traen encima.

      El hombre observó los cuerpo y se dio cuenta que por esta vez no se haría de esos florines, y se alejó murmurando:

      —En mi vida me he topado con un tipo como éste.

      Siguió también el mozo su camino, siempre expresando en voz alta su idea fija: “¡Si por lo menos supiese lo que es el miedo! ¡Si por lo menos supiese lo que es el miedo!”.

      Un carretero que iba atrás de él lo escuchó, y le preguntó: —¿Quién eres?

      —No

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