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grande y visible cicatriz.

      Todavía lo recuerdo como si aquello hubiera sucedido ayer: llegó á las puertas de la posada estudiando su aspecto, afanosa y atentamente, seguido por su maleta que alguien conducía tras él en una carretilla de mano. Era un hombre alto, fuerte, pesado, con un moreno pronunciado, color de avellana. Su trenza ó coleta alquitranada le caía sobre los hombros de su nada limpia blusa marina. Sus manos callosas, destrozadas y llenas de cicatrices enseñaban las extremidades de unas uñas rotas y negruzcas. Y su rostro moreno llevaba en una mejilla aquella gran cicatriz de sable, sucia y de un color blanquizco, lívido y repugnante. Todavía lo recuerdo, paseando su mirada investigadora en torno del cobertizo, silbando mientras examinaba y prorrumpiendo, en seguida, en aquella antigua canción marina que tan á menudo le oí cantar después:

      “Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto Son quince ¡yo—ho—hó! son quince ¡viva el rom!

      con una voz de viejo, temblorosa, alta, que parecía haberse formado y roto en las barras del cabrestante. Cuando pareció satisfecho de su examen llamó á la puerta con un pequeño bastón, especie de espeque que llevaba en la mano, y cuando acudió mi padre, le pidió bruscamente un vaso de rom. Después que se le hubo servido lo saboreó lenta y pausadamente, como un antiguo catador, paladeándolo con delicia y sin cesar de recorrer alternativamente con la mirada, ora las rocas, ora la enseña de la posada.

      —Esta es una caleta de buen fondo—dijo en su jerga marina—y al mismo tiempo una taberna muy bien situada. ¿Mucha clientela, patrón?

      —Nó, le respondió mi padre, bastante poca, lo cual es tanto más sensible.

      —Bueno, dijo él, entonces este es el camarote que yo necesito. Hola, tú, grumete, le gritó al hombre que rodaba la carretilla en que venía su gran cofre de á bordo, trae acá esa maleta y súbela. Pienso fondear aquí un poco. Y luego prosiguió:—Yo soy un hombre bastante llano; todo lo que yo necesito es rom, huevos y tocino y aquella altura que se vé allí para estar á la mira de las embarcaciones. ¿Quieren Vds. saber cómo han de llamarme? llámenme Capitán. ¡Oh! ¡ya sé lo que van á pedirme! Al decir esto arrojó tres ó cuatro monedas de oro en el umbral y añadió con un tono de altivez y una mirada tan orgullosa como de un verdadero Capitán:—¡Avisarme cuando se acabe eso!

      Y la verdad es que, aunque su pobre traje no predisponía en su favor, ni menos aún su lenguaje tosco, no tenía absolutamente el aspecto de un tramposo, sino que parecía más bien un marino, un maestro de embarcación acostumbrado á que se le obedezca como á Capitán. El muchacho que traía la carretilla nos refirió que la posta ó coche del correo lo había dejado la víspera por la mañana en la posada del “Royal George,” que allí se informó qué albergues había á lo largo de la costa, y que habiendo oído buenos informes probablemente acerca del nuestro, y habiéndosele descrito como muy poco concurrido, lo había elegido de preferencia á todos los demás para su residencia. Eso fué todo lo que pudimos averiguar acerca de nuestro huésped.

      El Capitán era habitualmente un hombre de muy pocas palabras. Todo el día se lo pasaba, ya vagando á orillas de la caleta, ó ya encima de las rocas, con un largo telescopio ó anteojo marino. Por las noches se acomodaba en un rincón de la sala, cerca del fuego y se consagraba á beber rom y agua con todas sus fuerzas. Las más veces no quería contestar cuando se le hablaba: contentábase con arrojar sobre el que le dirijía la palabra una rápida y altiva mirada, y con dejar escapar de su nariz un resoplido que formaba en la atmósfera, cerca de su cara, una curva de vapor espeso. Los de la casa y nuestros amigos y clientes ordinarios pronto concluimos por no hacerle caso. Día por día, cuando llegaba á la posada, de vuelta de sus vagabundas excursiones, preguntaba invariablemente si no se había visto algunos marineros atravesar por el camino. Al principio nos pareció que la falta de camaradas que le hiciesen compañía era lo que le obligaba á hacer esa constante pregunta; pero muy luego vimos que lo que él procuraba más bien era evitarlos. Cuando algún marinero se detenía en la posada, como lo hacían entonces y lo hacen aún los que siguen el camino de la costa para Brístol, el Capitán lo examinaba al través de las cortinas de la puerta, antes de entrar á la sala, y ya se sabía que, cuando tal concurrente se presentaba, él permanecía invariablemente mudo como una carpa.

      Para mí, sin embargo, no había mucho de misterio ni de secreto en sus alarmas, en las cuales tenía yo cierta participación. Un día me había llamado aparte y sigilosamente me había prometido darme una pieza de cuatro peniques el día primero de cada mes con la sola condición de que estuviese alerta, y le avisara, en el momento mismo en que descubriera, la aparición de un “marino con una sola pierna.” Con frecuencia, sin embargo, cuando el día primero del mes iba yo á reclamar mi salario prometido, no me daba más respuesta que su habitual y formidable resoplido de la nariz y clavar sus ojos airados en los míos, obligándome á bajarlos; pero antes de que se hubiera pasado una semana, ya estaba yo seguro de que su parecer habría cambiado y lo veía, en efecto, venir á mí trayéndome espontáneamente mi moneda de cuatro peniques, no sin reiterarme sus órdenes de estar alerta para avisarle la aparición de aquel “marino con una sola pierna.”

      Imposible me sería contar hasta qué punto ese esperado personaje turbaba y entristecía mis sueños. En las noches tempestuosas, cuando el viento hacía estremecer los cuatro ángulos de nuestra casa y cuando la marea bramaba despedazando sus olas á lo largo de la caleta y sobre los abruptos riscos, yo le veía aparecérseme en sueños en mil formas diversas y con mil expresiones diabólicas. Ya era la pierna cortada hasta la rodilla, ya desarticulada desde la cadera; ya se me aparecía como una especie de criatura monstruosa que jamás había tenido sino una sola pierna, y ésa de forma indescriptible. Otras ocasiones lo veía saltar y correr y perseguirme por zanjas y vallados, lo cual constituía, por cierto, la peor de todas mis pesadillas. Hay que convenir, pues, en que pagaba yo bien cara mi pobre soldada mensual de cuatro peniques, con aquellas visiones abominables.

      Pero si bien es cierto que tal era mi terror á propósito del marino de una pierna, también es verdad que, por lo que respecta al Capitán mismo, le tenía yo mucho menos miedo que cualquiera de los que lo conocían. Había algunas noches en que se permitía tomar mucho más rom del que podía razonablemente tolerar su cabeza. Entonces se le veía sentarse y entonar sus perversas y salvajes viejas cántigas marinas de que ya nadie hacía caso. Pero á veces le ocurría pedir vasos para todos y forzaba á su tímido y trémulo auditorio á escuchar sus patibularias historias ó á formar un coro á sus siniestras canciones. Con frecuencia oía yo á la casa entera estremecerse con aquel estribillo:

      “El diablo ¡yo—ho—hó! el diablo ¡viva el rom!

      en el que todos los vecinos se le unían por amor á sus vidas, con el temor de que aquel ogro les diese la muerte, y cada cual procurando levantar la voz más que el compañero de al lado, á fin de no llamar la atención por su negligencia, porque en aquellos accesos el Capitán era el compañero más intolerante y arrebatado que se ha conocido. Á veces golpeaba bruscamente con su callosa mano sobre la mesa para imponer silencio absoluto á los circunstantes; otras, se dejaba arrebatar á un ímpetu de cólera salvaje á la menor pregunta y en otras le producía el mismo efecto el que ninguna se le dirijiese, porque decía que la concurrencia no estaba atendiendo á su narración. Por ningún motivo hubiera él consentido en que alma nacida abandonase la posada hasta que, sintiéndose ya completamente ebrio y soñoliento él mismo, se iba tambaleando á tirarse sobre su cama.

      Sus cuentos y narraciones era lo que á las gentes espantaba más que todo. Horribles historias eran, por cierto; historias de ahorcados, castigos bárbaros como el llamado “paseo de la tabla” y temerosas tempestades en el mar y en el Paso de Tortugas—y salvajes hazañas y abruptos parajes en el Mar Caribe y costa firme. Según sus narraciones debió pasar su vida entera entre los hombres más perversos que Dios ha permitido que crucen sobre los mares; y el lenguaje que usaba para contar todas sus historias disgustaba á aquel sencillo auditorio de campesinos, casi tanto como los crímenes espantosos que describía con él. Mi padre siempre estaba diciendo que la posada concluiría por arruinarse, porque las gentes pronto dejarían de concurrir á ella para que se las tiranizase allí, y se las asustara y se las mandara

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