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—contestó Harbert—; ya está Top en su sitio.

      —Cacemos, pues —respondió el marino—; después volveremos aquí para hacer nuestra provisión de leña.

      Dicho esto, Harbert, Nab y Pencroff, después de haber arrancado tres ramas del tronco de un joven abeto, siguieron a Top, que saltaba entre las altas hierbas. Aquella vez los cazadores, en lugar de seguir el curso del río, se internaron directamente en el corazón mismo del bosque. Hallaron los mismos árboles que el primer día, pertenecientes la mayor parte de ellos a la familia de los pinos. En ciertos sitios donde el bosque era menos espeso, había matas aisladas de pinos que presentaban medidas más considerables, y parecían indicar, por su altura, que aquella comarca era más elevada en latitud de lo que suponía el ingeniero. Algunos claros, erizados de troncos roídos por el tiempo, estaban cubiertos de madera seca, y formaban así inagotables reservas de combustible. Después, pasados los claros, el bosque se estrechó y se hizo casi impenetrable.

      Guiarse en medio de aquellas masas de árboles, sin ningún camino trazado, era bastante difícil. Por esto el marino, de cuando en cuando, establecía jalones, rompiendo algunas ramas que debían señalarles el camino a su vuelta. Pero quizá no había hecho bien en no seguir el curso del río, como Harbert y él habían hecho en su primera excursión, porque después de una hora de marcha no se había dejado ver ni una sola pieza de caza. Top, corriendo bajo las altas hierbas, no levantaba más que avecillas a las cuales no se podían aproximar. Los mismos curucús eran absolutamente invisibles, y probablemente el marino se vería forzado a volver a la parte pantanosa del bosque, en la cual había operado tan felizmente en su pesca de tetraos.

      —¡Eh, Pencroff! —dijo Nab en tono algo sarcástico—, ¡si esta es la caza que ha prometido llevar a mi amo, no necesitará fuego para asarla!

      —Paciencia, Nab —contestó el marino—, ¡no faltará caza a la vuelta! —¿No tiene confianza en el señor Smith?

      —Sí.

      —Pero no cree usted que hará fuego.

      —Lo creeré cuando la madera arda en la lumbre.

      —Arderá, puesto que mi amo lo ha dicho.

      —¡Veremos!

      Entretanto, el sol no había aún llegado al más alto punto de su curso en el horizonte. La exploración continuó y fue útilmente señalada por el descubrimiento que Harbert hizo de un árbol cuyas frutas eran comestibles. Era el pino piñonero, que producía un piñón excelente, muy estimado en las regiones templadas de América y Europa.

      Aquellos piñones estaban maduros y Harbert los señaló a sus dos compañeros, que comieron en abundancia.

      —Vamos —dijo Pencroff—, tendremos algas a guisa de pan, moluscos crudos a falta de carne, y piñones para postre; tal es la comida de las personas que no tienen una cerilla en los bolsillos.

      —No hay que quejarse —contestó Harbert.

      —No me quejo —añadió Pencroff—, solamente repito que la carne brilla demasiado por su ausencia en estas comidas.

      —No es ese el parecer de Top... —exclamó Nab, y corrió hacia un matorral en medio del cual había desaparecido el perro ladrando.

      A los ladridos de Top se mezclaron unos gruñidos singulares.

      El marino y Harbert habían seguido a Nab. Si había allí caza, no era el momento de discutir cómo podrían cocerla, sino cómo podrían apoderarse de ella.

      Los cazadores, apenas entraron en la espesura, vieron a Top luchando con un animal, al que tenía por la oreja. El cuadrúpedo era una especie de cerdo de unos dos pies y medio de largo, de un color negruzco, pero menos oscuro en el vientre; tenía un pelo duro y poco espeso, y sus dedos, fuertemente adheridos entonces al suelo, parecían unidos por membranas.

      Harbert creyó reconocer en aquel animal un cabiay, es decir, uno de los más grandes individuos del orden de los roedores.

      Sin embargo, el cabiay no luchaba con el perro. Miraba estúpidamente con sus ojazos profundamente hundidos en una espesa capa de grasa. Quizá veía al hombre por primera vez.

      Entretanto, Nab con su bastón bien asegurado en la mano iba a descargar un golpe al roedor, cuando este, desprendiéndose de los dientes de Top, que no se quedó más que con un trozo de su oreja, dio un gruñido, se precipitó sobre Harbert, a quien hizo vacilar, y desapareció por el bosque.

      —¡Ah, pillo! —exclamó Pencroff.

      Inmediatamente los tres se lanzaron, siguiendo las huellas de Top, y en el momento en que iban a alcanzarlo, el animal desapareció bajo las aguas de un vasto pantano, sombreado por grandes pinos seculares.

      Nab, Harbert y Pencroff se habían quedado inmóviles. Top se arrojó al agua, pero el cabiay, oculto en el fondo del pantano, no aparecía.

      —Esperemos —dijo el joven—, ya saldrá a la superficie para respirar.

      —¿No se ahogará? —preguntó Nab.

      —No —contestó Harbert—, porque tiene los pies palmeados, y casi es un anfibio. Pero aguardemos.

      Top había seguido nadando. Pencroff y sus dos compañeros fueron a ocupar cada uno un punto de la orilla, a fin de cortar toda retirada al cabiay, que el perro buscaba nadando en la superficie del pantano.

      Harbert no se había equivocado. Después de unos minutos, el animal volvió a la superficie del agua. Top, de un salto, se lanzó sobre él y le impidió sumergirse de nuevo. Un instante después el cabiay, arrastrado hasta la orilla, había muerto de un bastonazo de Nab.

      —¡Hurra! —exclamó Pencroff, que empleaba con frecuencia este grito de triunfo—. Ahora sólo falta fuego, y este roedor será roído hasta los huesos.

      Pencroff cargó el cabiay sobre sus espaldas y, calculando por la altura del sol que debían ser cerca de las dos de la tarde, dio la señal de regreso.

      El instinto de Top no fue inútil a los cazadores que, gracias al inteligente animal, pudieron encontrar el camino ya recorrido. Media hora después llegaron al recodo del río.

      Como había hecho la primera vez, Pencroff formó rápidamente una especie de almadía, aunque faltando fuego le parecía aquello una tarea inútil y, llevando la leña por la corriente, volvieron a las Chimeneas.

      El marino estaba a unos cincuenta pasos de ellas; se detuvo, dio un hurra formidable y, señalando con la mano hacia el ángulo de la quebrada, exclamó:

      —¡Harbert! ¡Nab! ¡Miren!

      Una humareda se escapaba en torbellinos de las rocas.

      La subida a la montaña

      Algunos instantes después los tres cazadores se encontraban delante de una lumbre crepitante. Ciro Smith y el corresponsal estaban allí. Pencroff los miró a uno y a otro alternativamente sin decir una palabra, con su cabiay en la mano.

      —Ya lo está viendo, amigo —exclamó el corresponsal—. Hay fuego, verdadero fuego, que asará perfectamente esa magnífica pieza, con la cual nos regalaremos dentro de poco. —Pero ¿quién lo ha encendido? preguntó Pencroff.

      —¡El sol!

      La respuesta de Gedeón Spilett era exacta. El sol había proporcionado aquel fuego del que se asombraba Pencroff. El marino no quería dar crédito a sus ojos, y estaba tan asombrado, que no pensó siquiera en interrogar al ingeniero.

      —¿Tenía usted una lente, señor? —preguntó Harbert a Ciro Smith.

      —No, hijo mío —contestó este—, pero he hecho una.

      Y mostró el aparato que le había servido de lente. Eran simplemente los dos cristales que había

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