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y haciéndole caricias que fueron devueltas con efusión.

      Se convendrá en que no se podía dar otra explicación a los hechos, cuyo resultado había sido el salvamento de Ciro Smith, el cual era debido enteramente a Top. Hacia mediodía, Pencroff preguntó a Ciro Smith si se hallaba en estado de que le transportaran, y el ingeniero, por toda respuesta, haciendo un esfuerzo que demostraba más voluntad que energía, se levantó. Pero tuvo que apoyarse en el marino, porque de otro modo hubiera caído.

      —¡Bueno! ¡Bueno! —dijo Pencroff—. Acerquen la litera del señor ingeniero. Llevaron la litera. Las ramas transversales habían sido recubiertas con musgo y hierbas. Se echó en ella Ciro Smith, y se dirigieron hacia la costa, yendo Pencroff en un extremo de la camilla y Nab en el otro.

      Tenían que recorrer ocho millas, pero como no se podía ir de prisa, y había que detenerse a menudo, era preciso contar un lapso de seis horas por lo menos antes de llegar a las Chimeneas.

      El viento era cada vez más fuerte, pero no llovía. El ingeniero, tendido y recostado sobre un brazo, observaba la costa, sobre todo en la parte opuesta al mar. No hablaba, pero miraba, y ciertamente los contornos de aquella comarca con las quebraduras de terrenos, sus bosques, sus diversas producciones se grabaron en su ánimo. Sin embargo, al cabo de dos horas de camino el cansancio lo venció y se durmió en la litera.

      A las cinco y media la pequeña comitiva llegó a la muralla, y poco después, delante de las Chimeneas. Todos se detuvieron dejando la litera sobre la arena. Ciro Smith dormía profundamente y no se despertó.

      Pencroff, con gran sorpresa y disgusto, pudo entonces observar que la terrible tempestad del día anterior había modificado el aspecto de los lugares. Habían tenido lugar sucesos importantes. Grandes pedazos de roca yacían sobre la arena, y un espeso tapiz de hierbas marinas, fucos y algas cubría toda la playa. Era evidente que el mar, pasando sobre el islote, había llegado hasta el pie de la cortina enorme de granito.

      Delante del orificio de las Chimeneas, el suelo, lleno de barrancos, había experimentado un violento asalto de olas. Pencroff tuvo como un presentimiento que le atravesó el alma. Se precipitó en el corredor.

      Pocos instantes después salía y permanecía inmóvil mirando a sus compañeros.

      El fuego estaba apagado. Las cenizas no eran más que barro. El trapo quemado, que debía servir de yesca, había desaparecido. El mar había penetrado hasta el fondo de los corredores y todo lo había transformado y destruido dentro de las Chimeneas.

      Fuego y carne

      En pocas palabras Gedeón Spilett, Harbert y Nab fueron puestos al corriente de la situación.

      Aquel incidente, que podía tener consecuencias funestas —por lo menos según el juicio de Pencroff—, produjo efectos diversos en los compañeros del honrado marino.

      Nab, entregado por completo al júbilo de haber encontrado a su amo, no escchó, o mejor dicho no quiso preocuparse de lo que decía Pencroff.

      Harbert pareció participar en los temores del marino.

      En cuanto al corresponsal, respondió sencillamente a las palabras de Pencroff: —Le aseguro, amigo mío, que eso me tiene sin cuidado.

      —Pero, repito, no tenemos fuego.

      —¡Bah!

      —Ni ningún modo de encenderlo.

      —¡Bueno!

      —Sin embargo, señor Spilett...

      —¿No está Ciro aquí? —contestó el corresponsal—. ¿No está vivo nuestro ingeniero? ¡Ya encontrará medio de procurarnos fuego! —¿Con qué?

      —Con nada.

      ¿Qué podía replicar Pencroff? No respondió, porque al fin y al cabo participaba de la confianza que sus compañeros tenían en Ciro Smith. El ingeniero era para ellos un microcosmo, un compuesto de toda la ciencia e inteligencia humana. Tanto valía encontrarse con Ciro en una isla desierta como sin él en la misma industriosa ciudad de la Unión. Con él no podía faltar nada; con él no había que desesperar. Aunque hubieran dicho a aquellas buenas gentes que una erupción volcánica iba a destruir aquella tierra y hundirlos en los abismos del Pacífico, hubieran respondido imperturbablemente: ¡Ciro está aquí! ¡Ahí está Ciro!

      Sin embargo, entretanto el ingeniero estaba aún sumergido en una nueva postración ocasionada por el transporte y no se podía apelar a su ingeniosidad en aquel momento. La cena debía ser necesariamente muy escasa. En efecto, toda la carne de tetraos había sido consumida, y no existía ningún medio de asar nada de caza. Por otra parte, los curucús que servían de reserva habían desaparecido. Era preciso, pues, tomar una determinación.

      Ante todo, Ciro Smith fue trasladado al corredor central, donde le arreglaron una cama de algas y fucos casi secos. El profundo sueño que se había apoderado de Ciro podía reparar rápidamente sus fuerzas y mejor que lo hubiera hecho cualquier alimento abundante.

      Había llegado la noche y, con ella, la temperatura, modificada por un salto de viento al nordeste, se enfrió bastante. Como el mar había destruido los tabiques construidos por Pencroff en ciertos puntos de los corredores, se establecieron corrientes de aire, que hicieron las Chimeneas inhabitables. El ingeniero se habría encontrado en condiciones bastante malas de no haberse desprendido sus compañeros de sus vestidos para cubrirlo cuidadosamente.

      La cena aquella noche se compuso únicamente de litodomos, de los cuales Harbert y Nab hicieron recolección en la playa. Sin embargo, a los moluscos, el joven añadió cierta cantidad de algas comestibles, que recogió en altas rocas, cuyas paredes no mojaba el mar más que en la época de las grandes mareas. Aquellas algas pertenecían a la familia de las fucáceas, eran una especie de sargazos, que, secos, producen una materia gelatinosa bastante rica en elementos nutritivos. El corresponsal y sus compañeros, después de haber absorbido una cantidad considerable de litodomos, chuparon aquellos sargazos y los encontraron muy agradables.

      Conviene decir que en las playas asiáticas esta especie de algas entra mucho en la alimentación de los indígenas.

      —A pesar de todo —dijo el marino—, ya es hora de que el señor Ciro nos preste su ayuda.

      Entretanto, el frío se hizo muy vivo, y, para colmo de desdicha, no tenían ningún medio para combatirlo.

      El marino, incómodo, trató por todos los medios posibles de procurarse fuego, y Nab le ayudó en aquella operación. Había encontrado musgos secos y, golpeando dos guijarros, obtuvo algunas chispas; pero el musgo no era bastante inflamable y no tomó, por otra parte, aquellas chispas, que, no siendo más que sílice incandescente, no tenían la consistencia de las que se escapan del acero y el pedernal. La operación, pues, no dio resultado.

      Pencroff, aunque no tenía confianza en el procedimiento, trató luego de frotar dos leños secos el uno contra el otro, a la manera de los salvajes. Ciertamente si el movimiento que Nab y él hicieron se hubiera transformado en calor, según las teorías nuevas, habría sido suficiente para hervir una caldera de vapor. El resultado fue nulo. Los pedazos de madera se calentaron, pero mucho menos que los dos hombres.

      Después de una hora de trabajo, Pencroff, sudando, arrojó los pedazos de madera con despecho.

      —¡Cuando me hagan creer que los salvajes encienden fuego de este modo — dijo—, hará calor en invierno! ¡Antes encenderé mis brazos frotando uno contra el otro!

      El marino no tenía razón en negar la eficacia del procedimiento. Es cierto que los salvajes encienden la madera con un frotamiento rápido; pero no toda clase de madera vale para esta operación, y, además, tienen “maña”, según la expresión consagrada, y probablemente Pencroff no la tenía.

      El mal humor del marino no duró mucho. Harbert tomó los dos trozos de leña que Pencroff había arrojado con despecho y se esforzaba

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