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      –¿Es usted doctor? –le preguntó el compañero del herido, observando cómo le palpaba el esternón y las costillas, que de milagro estaban bien.

      –No, pero algo sé –respondió–. No se rompió nada –dijo–, pero le quedará un gran moretón.

      El hombre se sobó el pecho, no había pasado nada grave pero el dolor era muy fuerte.

      –Muchas gracias. Soy Rubén.

      –Arturo –respondió él, y le estrechó la mano tendida.

      El amigo se llamaba Jorge. Intercambiaron algunas palabras de cortesía y Arturo se disponía a volver a la bicicleta cuando Jorge intentó confirmar sus sospechas:

      –A usted también lo reclutaron, ¿cierto? ¿Para… la cacería?

      De manera que ellos también lo habían pensado. No tenía sentido mentir.

      –Sí.

      Observó con detenimiento a ambos hombres. Desde luego que guiarse por las apariencias era, por lo general, un error, ya que no los conocía de nada, pero tanto Rubén como Jorge se parecían mucho a los obreros que trabajaban con él en la construcción y, por un momento, sintió un poco de lástima por ellos. Podían ser muy buenas personas, pero no parecían tener lo necesario para lo que se les venía encima.

      Arturo se consolaba con la idea de que, a pesar de haber sido dado de baja hacía ya quince años y que eso lo había oxidado, por lo menos tenía entrenamiento militar y lo recordaba todo muy bien. Su mente y su cuerpo habían sido preparados para situaciones extremas que el hombre común no es capaz de soportar. No se daba aires de superioridad con eso, pero era la verdad. Podía dar pelea llegado el momento, pero incluso con sus antecedentes, tenía serias dudas sobre sus posibilidades de regresar vivo a casa.

      Pero los hombres que tenía en frente no parecían estar preparados para nada de eso; eran simples tipos con mala suerte que cayeron en manos de la organización de Padua. Tal vez habrían cometido algún error grave y Padua les ofreció un trato tentador; tal vez un robo o un asesinato que no les dejó demasiadas opciones, y se vieron obligados a aceptar.

      Si Padua decía la verdad respecto a que todos los anfitriones eran profesionales y tenían experiencia cazando seres humanos, Jorge y Rubén no tenían muchas posibilidades de sobrevivir. Pero, bueno, como había comprobado muchas veces en la academia, la gente podía llegar a sorprenderlo a uno. En más de una ocasión se había precipitado al juzgar a un recluta que al final terminó deslumbrando a sus superiores. Decidió que no sería tan arrogante.

      –Vengo de Santiago.

      Se dijo que si iba a morir en las siguientes cuarenta y ocho horas por lo menos sería amable con aquellos que iban a enfrentar su mismo destino.

      –Soy de Punta Arenas –respondió Rubén, que continuaba sobándose el pecho.

      –Yo, de Puerto Montt –dijo Jorge.

      En ese momento, no sentían la necesidad de hablar de lo que les esperaba en ese remoto paraje ni las circunstancias que los llevaron hasta allí, ya hablarían de eso después.

      –¿Les gustaría que entrenemos juntos? –ofreció Arturo–. Así nos ayudamos con lo que haga falta.

      –¿Por qué no? –dijo Jorge–. Tal vez a él sí le hagas caso –le reprochó a Rubén al tiempo que le daba un pequeño golpe en el hombro. Los tres sonrieron y continuaron trabajando por otra hora.

       8

      Después de entrenar, regresó a la habitación, se duchó, y, viendo que aún era temprano, se echó a dormir una siesta. El gimnasio y el viaje desde Santiago lo habían noqueado.

      Durmió profundamente, sin soñar.

      Jorge y Rubén resultaron ser unos tipos muy agradables y buena gente. Aunque, por otro lado, lo sorprendente hubiera sido que fueran unos hijos de puta, había pensado Arturo.

      No obstante, según se había enterado por medio de ellos, al parecer había gente de todo tipo entre los reclutados por ORIÓN. Rubén, como contando una confidencia en voz baja, les dijo que había escuchado hablar a uno de los hombres que llegaron con él en la lancha y que este le confesaba a otro que había estado a punto de ir a la cárcel, pero el trato con Padua lo salvó. Jorge, que era el más hablador, relató anécdotas similares que percibió de los cuchicheos de otros y compartió su propia opinión, mientras Arturo les enseñaba a usar una complicada máquina de pesas. Pero ellos no eran de esos, o al menos según lo que había llegado a averiguar hasta el momento.

      Era la primera vez que los tres hombres estaban juntos y el ambiente no era el propicio para las confidencias, aun así, Arturo supo que Rubén estaba allí porque necesitaba el dinero para una intervención médica muy delicada, aunque no especificó para quién. Jorge, sin embargo, solo había mascullado algo sobre unas deudas familiares y Arturo pensó, por un momento, que su propia situación era una combinación de las de los otros dos hombres: estaba allí por su esposa enferma y para saldar las incontables deudas que tenían. Tuvo la impresión, sin embargo, de que Jorge ocultaba algo, pero sintió que no era correcto insistir.

      Lo despertaron unos golpes en la puerta. En el último tramo del sueño empezó a escuchar algo semejante a unas explosiones que venían de no sabía dónde, en medio de una opresiva oscuridad, pero al incorporarse en la cama, desorientado, se dio cuenta que eran unos golpes suaves. Tomó su reloj de la mesita de noche y comprobó la hora: las siete y diez de la tarde.

      Abrió la puerta y encontró a uno de los muchachos del hotel; este se disculpó por despertarlo, pero le explicó que el señor Padua lo mandaba a llamar a recepción; luego, dio media vuelta y se fue. Todavía algo mareado de sueño fue al baño a lavarse la cara, se mesó el cabello para acomodárselo y fue a ver qué quería el infeliz ese.

      Lo encontró rodeado de gente. Rubén, Jorge, los tres hombres que llegaron con él y unos tres o cuatro más que no conocía. Padua estaba en medio de ellos de pie, alegre como siempre. ¿Era su impresión o se había cambiado de traje?

      –El anuncio será breve –dijo el español frotándose las manos–. Los anfitriones ya están aquí, y esta noche tendremos una cena en la que podréis conocerlos y ellos os conocerán a vosotros. Así que os pido que regreséis a las habitaciones y os arregléis para la ocasión.

      Qué lindo, tengo que arreglarme para mi asesino.

      –Encontraréis un bonito traje para cada uno, y nos reuniremos de nuevo aquí a las ocho en punto. El resto de vuestros compañeros ya están avisados –dijo, y los despidió de nuevo.

      Volvieron sobre sus pasos y Arturo se preguntó si era necesario hacerlos ir hasta allí para ese tonto anuncio, pero comprendió que no era sino otra forma sutil de mostrar el poder que tenían sobre ellos. Encontró un elegante traje extendido sobre la cama, con camisa, corbata, zapatos y calcetines incluidos, y entendió también que el dramatismo era parte esencial del trabajo de Padua.

      Se volvió a duchar, pero esta vez con agua fría para despertar por completo y estar alerta. Se afeitó la incipiente barba cortada hacía solo un par de días, luego se vistió y se miró al espejo por largo rato. El traje parecía hecho a medida. Aún conservaba el porte y la elegancia de su juventud, y fuera de las arrugas y las incipientes canas, pensó que no había diferencia con la fotografía del día de su boda. En contra de la tradición, había decidido casarse de traje y corbata, y no con el uniforme militar.

      A las ocho en punto se plantó de nuevo en medio del lobby. Los demás hombres lucían igual de bien que él. Se le ocurrió que parecían un grupo de colegas que estaban a punto de salir a cenar a un restaurante caro para celebrar el ascenso de alguno de ellos en la compañía, idea absurda vendida en alguna mala película yanqui. Pero luego cambió de parecer y pensó que solo les faltaban los anteojos de sol para ser los personajes de Reservoir Dogs.

      Padua apareció con un traje distinto que resaltaba en medio

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