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antes del gran día –dijo el hombre–. El hotel está cerrado para los clientes habituales y está disponible solo para vosotros.

      A Arturo se le hizo palpable y real en ese momento el carácter exclusivo de la clientela de ORIÓN, porque reservar un hotel completo –sobre todo ese hotel– debía costar millones.

      Padua les abrió la puerta de entrada e ingresaron al amplio vestíbulo. Era el lugar más rústico, acogedor y, a la vez, lujoso, que los cuatro hombres habían visto nunca. Arturo tuvo la impresión de que había algo de Chiloé en la arquitectura, con toda esa madera, piedras y azulejos. Chiloé era la tierra natal de su padre y había llegado a visitarla un par de veces. El español impartió unas primeras instrucciones rápidas, un par de empleados jóvenes del hotel acompañaron a los recién llegados a sus habitaciones para dejar sus cosas y luego regresaron al vestíbulo. Padua aún tenía cosas que decirles.

      –Los anfitriones terminarán de llegar esta tarde, así que, mis amigos, estáis libres hasta la hora de la cena.

      Hablaba con tono jovial y animado, pero era difícil decir si era una alegría auténtica o formaba solo parte del trabajo y del espectáculo que debía montar.

      –Podéis hacer lo que queráis –agregó–. Si deseáis un masaje, nadar en la piscina, entrar a la sauna, relajaros en las termas o salir a pasear a caballo, lo podéis hacer. Habéis sido los últimos en llegar, vuestros compañeros ya están disfrutando de las instalaciones. Id y divertiros.

      Arturo ignoraba lo que querían hacer los otros tres hombres, pero él se fue a su habitación. Ya tendría tiempo para conocer a los demás “compañeros”, como se había referido Padua al resto de gente que había sido traída hasta ese lugar para morir.

      Se sentó en el borde de la amplia y maciza cama de madera ubicaba frente al ventanal. La fachada del edificio miraba hacia el borde costero y se había percatado que las habitaciones estaban orientadas hacia la misma dirección, como en un esfuerzo para que ningún huésped se viera privado del majestuoso paisaje.

      Luego paseó la mirada por la habitación. Le había dado muchas vueltas al asunto recordando una y otra vez la conversación con Antonio Padua en Santiago, analizando sus palabras hasta el cansancio.

      –Entonces es ir allá y dejarse matar –le había dicho al hombre, esperando que lo corrigiera.

      –Nuestros clientes pagan por la emoción de la cacería en sí –había respondido el otro–. Si lo único que les interesara fuese matar, irían a cualquier barrio pobre del mundo a balear a indigentes. No, no se trata de eso. Usted y los demás seréis parte de un espectáculo; tenéis que dar todo de vosotros en el juego. La idea no es que solo se paren ahí para que les disparen.

      –Entonces hay que fingir que huimos, pero al final moriremos igual.

      –Sí, aunque, técnicamente, podéis salvaros.

      Escuchar aquello le había hecho tensar los músculos del cuerpo.

      –¿Cómo?

      –El área de cacería, por cuestiones estratégicas y lógicas, tiene límites, así como la duración de la cacería misma, que rara vez dura más de veinticuatro horas. En el caso hipotético de que uno de los participantes alcanza alguno de los límites establecidos, se da por terminado el juego y ese hombre se salva.

      Los ojos de Arturo brillaron con excitación.

      –¿Y alguna vez alguien se ha salvado?

      Padua respondió sin pestañear:

      –No.

      –Pero la probabilidad existe, ¿cierto? –insistió.

      –Le seré franco –se apresuró a decir el hombre. Después se quitó las gafas y limpió los cristales con parsimonia–. Tengo que decirle estas cosas porque así lo establece el contrato y porque nuestros clientes insisten en que las personas reclutadas no sean engañadas, que todo sea lo más transparente posible. Pero lo cierto es que la mayoría de ellos son profesionales, sus capacidades han llegado a tal punto que el mundo cotidiano los aburre y solo son capaces de sentir emociones y sensaciones verdaderas con lo que les ofrece nuestra empresa. ¿Cree usted que no intentarán a toda costa hacer valer su dinero y permitirán que alguien escape con vida? Hasta ahora nunca ha pasado.

      Nunca ha pasado. Esa frase retumbaba en la cabeza de Arturo desde aquel día.

       7

      Se puso de pie. Miró alrededor, estudiando la habitación y vio lo que buscaba en un rincón, un basurero de metal con una bolsa de plástico nueva. Sacó la bolsa y la examinó; sospechó que el grosor sería el adecuado para lo que se había propuesto. La dobló tantas veces como pudo hasta formar un cuadradito denso, levantó el colchón de la cama y lo escondió de tal modo que si la persona de la limpieza movía el colchón no le sería tan fácil verlo.

      Se empezó a desvestir y dejó a un lado la ropa con la que viajó; se había tenido que poner la parka al llegar al aeropuerto de Coyhaique, pero, a pesar del viento helado, en el trayecto hasta el hotel sudó igualmente. Se puso ropa más cómoda, una polera, un pantalón buzo y se cambió los zapatos por unas zapatillas deportivas. Padua quizá lo había pasado por alto sin querer, o quizá no, pero había olvidado mencionar que el lodge contaba también con un gimnasio; de camino a su habitación había visto un cartel que así lo indicaba.

      Recordó con desdén las palabras de Padua. ¿Cómo se suponía que iban a poder relajarse en las aguas medicinales o a recibir un masaje cuando en menos de dos días estarían corriendo por sus vidas? Ese tipo de comentarios no hacía más que aumentar su antipatía.

      Guardó sus cosas en el clóset y salió. Le preguntó a una muchacha del hotel dónde estaba el gimnasio y esta se ofreció a acompañarlo hasta allí. El lugar estaba muy bien equipado, una grata sorpresa. Encontró solo a dos personas entrenando, dos hombres de más o menos su edad y que se ayudaban con las repeticiones en las pesas. Uno era alto y delgado y el otro de estatura más baja, pero lo compensaba con un físico en muy buena forma.

      Lo miraron de soslayo al entrar y continuaron con lo suyo. Arturo se preguntó si serían huéspedes comunes, pero al instante dio con la respuesta al recordar las palabras de Padua; el hotel lo ocupaban solamente ellos. Aquellos, por tanto, serían también participantes de los “juegos”, al igual que los otros tres que llegaron con él en la lancha, pero dudó si acercarse a entablar conversación.

      Decidió empezar a calentar en la caminadora durante quince minutos, luego otros quince en la bicicleta estática, para después ir a las pesas una vez activado su metabolismo. Estaba absorto pedaleando, llevaba alrededor de diez minutos cuando el hombre alto y delgado, que trabajaba los pectorales acostado en la banca, empezó a tener problemas. Su compañero estaba de espaldas en otra máquina y nada pudo hacer cuando la barra de la pesa le cayó de lleno sobre el pecho y empezó a aplastar peligrosamente su caja torácica. Lanzó un grito de dolor y Arturo, que lo tenía enfrente suyo, saltó del aparato y llegó junto a él en un segundo, asió con fuerza la barra con ambas manos y la levantó lo suficiente para que el hombre se deslizara por abajo y luego cayera al piso, resollando. Arturo bajó con suavidad la pesa sobre la banca.

      Su compañero soltó con gran estrépito el aparato que estaba usando, llegó junto a su amigo y lo ayudó a levantarse.

      –¡Carajo! ¡Te dije que no cargaras tanto! –le regañó, mientras lo recostaba contra la pared. Hablaba con un acento sureño inconfundible, pero Arturo no supo decir de qué parte específicamente. De Chiloé no era, de eso estaba seguro.

      –Fue… un calambre –dijo el otro con dificultad– en el brazo… izquierdo.

      Aquel también tenía acento del sur.

      –Ni calambre ni mierda –le espetó su amigo, mirando las pesas con el entrecejo arrugado–. Eso es demasiado pesado.

      Entonces se dirigió a Arturo:

      –Gracias por ayudarlo.

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