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Boston. Todd McEwen
Читать онлайн.Название Boston
Год выпуска 0
isbn 9788415509691
Автор произведения Todd McEwen
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
I. WALDEN;
O mi accidente en los bosques1
Pero cuando levantas la cabeza, cuando ves los árboles en pie, ahí, como siempre han estado, cuando ves un ganso en el cielo y sientes el aire helado endureciendo el interior de tus orificios nasales, eres consciente de que el ganso, que pareciera flotar frente a una nube, está volando, esforzándose de hecho en volar en ese preciso instante. Si en una fría y vertiginosa ráfaga de aire y miedo fueras repentinamente elevado para situarte junto al ganso, si de pronto TU VISIÓN DE LA REALIDAD fuese la del OJO PRIMITIVO del ave y sintieras el aire helado envolviéndoos a los dos y abajo estuvieran los campos, blancos y pequeños y aterradores, escucharías al ganso resoplar, jadear, un sonido que es imperceptible desde la laguna. Es muy duro volar, el ganso emplea en ello toda su energía, estás justo a su lado, está asustado pero volando, espirando suavemente con cada batida de sus grandes alas.
Estábamos en mitad del hielo en el más deprimentemente helado día de invierno. Era un día soleado pero los rayos de sol eran los del planeta muerto que supuestamente heredaremos en un millón de años. En esos momentos ruegas que sople viento, que llueva, cualquier movimiento molecular que pueda disipar esa luz cruda que perfila todo de manera insoportable y graba terriblemente a través de los ojos el inaguantable frío en todo el cuerpo. El grueso hielo cristalino de la laguna resonaba y chirriaba, asentándose y reasentándose sobre la vida bajo él. Los peces, pequeños, nadando, fríos, bajo el hielo, posiblemente se engañaban al ver la luz que nos rodeaba, deseando poder calentarse en ella. Los patinadores habían rallado la clara superficie formando montículos de hielo en polvo. Cruzamos un extremo de la laguna, el hielo crujía pero sin ceder nunca. No puede ceder, dijo Donald. Un tipo de Harvard. Yo permanecía temblando y abstraído como es habitual, mi mente se desplazaba desde mi viaje a las nubes junto al ganso hasta vagos pensamientos estúpidos e históricamente inexactos sobre Concord, Lexington y Thoreau.2 Me apuesto cualquier cosa a que sigue por aquí pensé ignorando como de costumbre las lecciones de la historia o incluso aquellas de la tanatología.
Escuché entonces un rápido repiqueteo bajo el hielo. Era Thoreau. Tenía la barba llena de peces muertos. La piel gris, sus grandes ojos lastimeros permanecían enrojecidos y preocupados. Golpeaba la base del hielo con una vara y me miraba. Le hice un gesto de asentimiento: ¡Sí, te veo! Me indicó que me acercara y caminé unos metros hasta situarme sobre él. No llevaba ropa. No sé cómo era capaz de respirar. Thoreau alcanzó un tronco hueco que había bajo el agua y sacó un cartel empapado que decía en grandes letras rojas: ¡AVISA AL SEÑOR EMERSON!3 Señaló agitadamente en dirección a Concord con una hilera de burbujas escapando de su boca. Asentí y sonreí mientras le indicaba con la mano que comprendía lo que estaba pidiendo. No pensé que fuera algo extraordinario. Necesitaba ayuda. Comencé a caminar de espaldas mientras sonreía Sí, la ayuda está en camino. ¡Bravo! Sus grandes ojos se entrecerraron con recelo. No confiaba en que fuera realmente a buscar ayuda. Consideraba que yo era como todos los demás que asentían y sonreían y se volvían en coche a Boston, parando a comer un buen pedazo de carne en cualquier sitio y olvidando al empapado genio estadounidense en la laguna. Pero no, yo lo ayudaría. Lo haría. Camino hacia atrás sonriendo y agitando el brazo No se preocupe, gesticulando ¿Ve como sí? Pero de repente ¡mi pie tropieza con un bloque de hielo abandonado por un pescador y resbalo! ¡Veo mis pies, elevados cómicamente en el aire frente a mí! ¡Aleteo con los brazos! Mi cabeza golpea con gran fuerza el hielo, se me cierran los ojos un segundo después. Estoy inconsciente.
Por lo visto, rezo en situaciones como esta. Abrí los ojos pronunciando una pequeña e involuntaria oración al ver a Donald inclinarse hacia mí. Dos pescadores también acercaron sus rostros norteños. Miré a Donald y quise decirle algo en la fracción de segundo anterior a que él me planteara una pregunta, pero no pude. ¿Me escuchas? dijo. Sí. Me sentía licuado. Como si estuviera hecho de caldo, mis rasgos y percepciones flotando como vegetales sobre mi superficie. ¿Puedes levantarte? Moví las piernas. Una de ellas estaba bajo la otra. Elevé lentamente los hombros impulsándome con los brazos. Sentí sangre corriendo cuello abajo. Donald y los pescadores me ayudaron a levantarme. Donald se asomaba sobre mi cabeza. Tienes un corte anunció ¿Puedes llegar hasta el coche?
Me ayudaron a recorrer el camino. Qué diferentes parecen las cosas tras un accidente que no las ha afectado. Tenía miedo. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? Quizá he perdido realmente las piernas. Siento todo como anestesiado. Podría haber planteado estas dudas, parecía posible hablar. Pero todo era tan raro. Probablemente todo es una alucinación. Pronto un médico con espéculo y bata blanca comenzará a analizarme y me llamará por un nombre desconocido. Bueno pues señor MacGillivray. No, es Fisher. Figuras en camisones blancos susurran al fondo ¡Piensa que se llama Fisher! Donald sosteniéndose la cabeza con las manos en la sala de espera. Una pesadilla propia de Hitchcock de la que no escaparé hasta que me líe con una rubia y trepemos a algún monumento famoso. Estas ideas se enmarañaron repulsivamente en los manojos de pelo atrapados en el gran tajo de mi cabeza. Qué terrible pensé presionando un trapo contra mi cabeza en el coche. Me repugnaba la idea de que mi CABEZA estuviera ABIERTA.
Pero me encontraba bien. Pude caminar hasta la sala de urgencias y contarles lo que había sucedido. Aunque omití mencionar, al menos por entonces, a Thoreau. Me tumbaron en una camilla y me introdujeron en un nicho forrado en tela. Luego el cosido. La aguja entrando y saliendo (por Dios) de mi cuero cabelludo. Aproximándose y alejándose de las confusas ideas sobre lo que acababa de suceder. Mis desesperadas oraciones no por descartar un verdadero daño cerebral ¡sino por una nueva forma de ser! Levantarme de la camilla y ver mi camino con claridad. Convertirme en alguien con habilidades en el uso de herramientas manuales de alta calidad, algo relacionado con las bellas artes. Convertirme en alguien puro, fascinante. Maravilloso. Pero mi suerte no es ese tipo de suerte.
¿Qué quieres hacer? preguntó Donald ¿Te llevo a casa? Vale asintió Fisher. Permanecían ambos en el aparcamiento del hospital, Donald con las manos en los bolsillos, la cabeza de Fisher enrollada en metros de gasa. Al ser domingo, Fisher no se había afeitado. Llevaba una mínima barba atractiva, nada fuera de lo normal puesto que casi siempre permanecía sin apurar. Su barba era infernal. En cuanto se afeitaba, crecía de nuevo. Si hubiera sido capaz de lograr un rasurado perfecto, nadie lo habría reconocido. ¿Tienes hambre? soltó de pronto Donald. Sí podría comer respondió Fisher. ¡Al Bonanza! exclamó Donald. ¡El Bonanza! repitió Fisher. Se dirigieron hacia el coche pero tuvieron que dar un salto hacia atrás aterrorizados cuando un enorme y maltrecho vehículo les pasó rozando con un ¡PIIII! Es curioso pensar que puedes sobrevivir a una herida de gravedad en la cabeza dijo Fisher Solo para ser atropellado en el aparcamiento del hospital. Había leído una vez la historia de un hombre que sobrevivió a una caída desde una altura de noventa metros en una cantera y terminó muriendo frente al televisor veinte años más tarde cuando un camión perdió el control y se estrelló contra su casa.
Fisher y Donald atravesaron Boston. Salieron por la Interestatal 93. Rumbo a un gran restaurante de carretera especializado en carne que Fisher siempre había temido. ¡Bistec! pensó Fisher Bistec y patatas y un batido y una ensalada y una cerveza. Sí. No. Eh… Posiblemente. Fisher, soy William Fisher. Boston. A mi izquierda, mi amigo Donald. Mis extremidades se mueven, sienten y siguen mis órdenes. Ay golpetazo en la cabeza, no es poca cosa. ¿Seguro que estás bien? insistió Donald. Me siento pensó Fisher Como un auditorio. Pero eso no tiene sentido. Decirlo así solo conseguirá asustarlo. No sé contestó finalmente.
Un tipo gordo en un traje granate cargando menús de plástico a manos llenas. Grandes menús. Miró la cabeza de Fisher y luego a Donald. ¿Dos? preguntó. Sí asintió Donald. El gordo los condujo a través del estruendoso Bonanza hasta un apartado tapizado en naranja y decorado con motivos navideños. Les entregó los menús con gran orgullo. Miró la venda de Fisher de nuevo y se marchó. Podría partirte la cabeza pensó Fisher Con este pesado cenicero de cristal y entonces tú tendrías que llevar también un vendaje.
¿Que quieres? preguntó Donald. ¡Bistec! gritó Fisher. Varios clientes se giraron hacia ellos. No subas la voz, van a pensar que estás loco. Bisteeeeeec susurró