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explican que le haya invitado a redactar el prólogo de este libro. E igualmente que, habiéndolo leído, entienda su modestia, pero también que me vea obligado a indicar –como imprescindible contrapunto– los motivos de dicha invitación; además, por supuesto, de manifestarle mi agradecimiento.

      Concluyo resaltando un último punto que, a pesar de no quedar enfatizado con la fuerza requerida a lo largo de esta publicación, es perceptible a medida que se avanza en el debate entre creyentes e increyentes: la sorprendente convergencia de razones a favor de la mayor solidez de la interpretación creyente. Hay algún autor que incluso la califica de «abrumadora».

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      EL RETO Y LA ANDADURA

      Cuando, como es el caso, quiero saber qué decimos cuando decimos «Dios», puede que no esté de más recordar que me planteo la pregunta en plural, porque entiendo que no me encuentro solo en esta andadura. Y puede que tampoco lo esté contextualizar la razón de ser de esta iniciativa, probablemente sorprendente para quienes se mueven en el ámbito de un discurso teológico más ocupado en mostrar el rostro históricamente interpelante de Dios que en indagar, dialogando con una parte del ateísmo contemporáneo, su consistencia racional.

      1. El reto de Paolo Flores d’Arcais

      No hace mucho tiempo tuve la oportunidad de releer el debate que mantuvieron el entonces cardenal y prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, pocos meses antes de que fuera elegido papa (Benedicto XVI, 2008-2013), y Paolo Flores d’Arcais (1944), conocido por su crítica contundente del pontificado de Juan Pablo II 1.

      Para el filósofo italiano, a los creyentes y, concretamente, a los católicos actuales, no se les debilitaba ni cuarteaba criticándoles –como había sido común hacía ya unas cuantas décadas– por su ausencia de compromiso, por su falta de entrega generosa o por descuidar la transformación solidaria de este mundo. En lo que tocaba al «apoyo a los marginados, a los últimos, respecto al deber de la solidaridad», los creyentes –sostuvo– sacaban a los no creyentes bastantes puntos de ventaja. Y, probablemente, carecer de fe hacía «mucho más difícil la capacidad de renunciar al egoísmo, de sacrificarse por los demás». Eso no quería decir, matizó, que lo hiciera imposible 2.

      Evidentemente, prosiguió, también se daba entrega y generosidad entre los ateos e increyentes; sobre todo en los momentos más trágicos de la historia de la humanidad. Pero era una entrega que, sin saber muy bien por qué, se mostraba intermitente cuando había que afrontar el compromiso –discreto y paciente– del día a día: «Ni que decir tiene –indicó– que tanto un laico como un ateo puede sacrificar su vida. No obstante –balbució–, tengo la impresión de que resulta más fácil…, o sea, más fácil…, menos difícil, sacrificarla en momentos excepcionales que hacer sacrificios menores, pero cotidianos (para quien no cree que para quien cree o, por lo menos, que para algunos que no creen)». En síntesis, concluyó este primer punto: «La piedra donde tropezar es para el ateo la incapacidad de caridad».

      Sin embargo, pocas páginas antes sostenía que las llamadas «pruebas de la existencia de Dios» habían sido refutadas gracias a las objeciones planteadas con notable éxito por la tradición atea. En consecuencia, diagnosticaba, los cristianos y los teístas vivían en «una especie de desencanto interiorizado», ya que lo que decían cuando decían «Dios» era percibido en el fondo como falso o inconsistente. Como también lo eran las religiones. Sorprendentemente, proseguía, en vez de dedicarse a exponer las supuestas pruebas o evidencias racionales de la existencia de Dios, se limitaban a practicar el «deporte filosófico-teológico de masas de tiro al blanco […] contra la verdad, en la acepción empírico-científica del término». No se percataban de que, al proceder de esta manera, estaban reconociendo que lo suyo era, más bien, «consolar», «rescatar», «salvar» y satisfacer las necesidades de consumir sentido. Nada que ver con una explicación racional del cosmos, de la naturaleza, de la vida y de la existencia 3.

      Más aún, muchos de ellos tenían dificultades para darse cuenta de que tampoco los ateos podían vivir sin fe. Sucedía que les bastaba con tenerla en la razón empírico-racional y en la libertad. Esta «fe», concluyó, nada tiene que ver con un Dios trascendente, manifiestamente inverificable; al contrario que el mar, las estrellas o las personas con las que vivimos y convivimos.

      A fecha de hoy, considero esta observación de Paolo Flores d’Arcais más digna de ser tenida en cuenta que cuando la leí por primera vez. Cada día que pasa comparto con él que, a lo largo del siglo XX, fue incrementándose de manera notable la fuerza testimonial de los creyentes gracias a la asociación, recuperada tras siglo y medio de olvido, entre Dios y la bondad o la justicia. Eso me parece indudable o, al menos, difícilmente cuestionable.

      Pero también lo es que se ha ido extendiendo una especie de descrédito racional –en nombre del saber científico-empírico– sobre el contenido asociado o referenciado a lo que decimos cuando decimos «Dios». Y, en consecuencia, se ha incrementado el número de personas –al menos en una significativa parte de la Europa occidental– para las que la asociación entre la divinidad y la bondad con justicia es percibida como algo admirable e incluso seductor, pero, a la vez, rancio y huidizo; incapaz de afrontar como es debido la fuerza veritativa del discurso ocupado en denunciar la falta de consistencia racional y la nula credibilidad de lo que se entiende por Dios.

      No queda más remedio que tomar en serio esta cuestión, a no ser que se busque recluir el fundamento y objeto de lo que se dice cuando se dice «Dios» en el ámbito de lo privado, meramente subjetivo, o en el plácido –y crecientemente insignificante– discurso únicamente escriturístico y exegético o, en el mejor de los casos, en un comportamiento solidario, admirablemente moral e interpelante, pero, como sostiene el filósofo italiano, para nada racional o coherente con los avances científico-empíricos, con la antropología o la reflexión filosófica de calidad.

      Esta es, por tanto, una tarea ineludible también para quienes nos movemos y sentimos más a gusto en el imaginario de un Dios amor, articulación a la vez de misericordia y justicia y asociado de manera preferente con los pobres; y que, a diferencia de los llamados nuevos ateos, hemos asumido –y comprobamos– la fuerza unificadora, la luz comprensiva y la racionalidad fraterna que arroja el principio teocognoscitivo según el cual «quien ama conoce a Dios y está en Dios» (1 Jn 4,8).

      a) El ateísmo científico-empírico

      Pero los hechos siguen siendo hechos. Y estos muestran que una parte notablemente creciente de nuestra sociedad tiene problemas con lo que entiende por Dios, no tanto por su incuestionable relación con la solidaridad o con la justicia social y redistributiva, sino también con la racionalidad de orden científico-empírico, antropológico y argumentativo o filosófico. Es lo que debo a Paolo Flores d’Arcais; y, con él, a otros nuevos ateos 4.

      Ellos me recuerdan, además, la importancia de aceptar que el debate sobre lo que decimos cuando decimos «Dios» ha de afrontarse no solo partiendo de lo que se ha formulado y alcanzado en la fecunda y rica tradición cristiana o en las de otras religiones, o de lo que se percibe en la Escritura, sino teniendo muy presentes los interrogantes, dudas y explicaciones alternativas que plantearon los maestros de la sospecha y que sus herederos intelectuales, los llamados «nuevos ateos», siguen reformulando en la actualidad. Conozco excelentes aportaciones en diálogo con la primera generación de ateos modernos. Me cuesta más encontrar las formuladas desde la segunda, aunque existen. Y algunas de ellas muy buenas, pero escasas y poco difundidas.

      Por tanto, aceptando el marco de juego racional y argumentativo –y, en este sentido, veritativo– en el que se desenvuelven, estoy con el filósofo italiano en que estos, los nuevos ateos, ya no tratan la cuestión de Dios tanto en términos de incoherencia ética o de insoportable complicidad con la injusticia social –la crítica de K. Marx–, sino, sobre todo, como un asunto que tiende a recluirse en el ámbito de la interpretación moral o de la entrega generosa, pero que no está debidamente contrastado con las aportaciones que se vienen alcanzando estos últimos

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