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jesuitas De Lubac, Daniélou y Rahner tuvieron que abandonar la enseñanza y retirarse a los jardines de invierno, sin recibir una explicación adecuada, sin un diálogo en el que pudieran defender sus puntos de vista. Eran condenados o marginados por la autoridad, aunque con frecuencia las personas que lo decidían no tenían verdadera autoridad científica o eclesial. Todos ellos y otros menos conocidos, pero también marginados, fueron, años más tarde, los puntos de referencia de la teología del Vaticano II.

      Pero no cabe duda de que el Vaticano II ha supuesto la prueba más dramática para una Iglesia acostumbrada a cambiar sus ritmos, a modificar sus prácticas y costumbres, a presentar clarificaciones de sus doctrinas, de manera infinitamente pausada. Existe un dicho popular largamente vigente que expresa esta actitud que puede resultar perversa: «Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer». Todavía hoy, este planteamiento continúa vigente. El posconcilio, a partir de mediados de los sesenta, supuso para esta mentalidad el descalabro de tradiciones y costumbres, identificadas a menudo por ellos con la sustancia y la entraña religiosa. El integrismo se parapetó en la defensa del latín o del alzacuellos o de costumbres o detalles semejantes, como si de ellos dependiese la persistencia del cristianismo. Naturalmente, han defendido también con el mismo ardor exclusivista una interpretación, una escuela teológica, una visión antropológica frente a otras igualmente plausibles, incluso aceptadas oficialmente por la Iglesia. El tradicionalista Lefebvre, por ejemplo, preguntado por lo que significa aceptar el Concilio según la tradición, respondió que no basta con integrar ambas realidades, pues en el Concilio «hay textos ambiguos [...] pero también textos abiertamente en contraste con la tradición que no es posible de ninguna forma “integrar”. Esos textos donde “el acuerdo se hace imposible” son: la Declaración de libertad religiosa, el decreto sobre el ecumenismo y el de la liturgia».

      Esta prueba se ha saldado, por una parte, con el rechazo del Concilio por parte de algunos grupos de cristianos (de los cuales el más conocido es el de Mons. Lefebvre) y, por otra, por la relectura del Concilio por parte de los que fueron minoría en el Concilio y que mantuvieron en la curia romana buena parte de su poder. Medio siglo después, con la excusa de que existe el peligro de una interpretación del Concilio que rompe con la tradición, se sigue tratando de volver atrás en planteamientos eclesiológicos, litúrgicos o morales. Probablemente, esta actitud incluye el convencimiento de que solo Roma o, al menos, el mundo latino mantiene la plenitud de la ortodoxia y de la comprensión e interpretación auténtica del cristianismo, por lo que se ve con cautela cualquier movimiento que salga de lo que llamamos el Tercer Mundo. De forma que, aunque la curia romana se internacionalice y el conjunto de la Iglesia resulte más ecuménico e intercultural, la última decisión doctrinal y jurídica se mantiene en manos de «los de siempre».

      En nuestros días, en esta acelerada vuelta a un pasado indeterminado, que siempre coincide con los gustos de los fundamentalistas, se ha afirmado que no es necesario celebrar la misa de cara al pueblo creyente, porque «lo importante es permanecer de cara a Dios». Se trata de una marginación real del laicado, es decir, de la inmensa mayoría de los creyentes. Solo se tiene en cuenta el parecer de una élite, de un grupo especial que no coincide con todos los obispos, sino solo con aquellos que responden a una mentalidad periclitada, pero todavía presente, que piensan y actúan como si no hubiese pasado nada en una sociedad que cambia día a día.

      En esta situación conviene examinar el uso y abuso de los nombramientos episcopales en España a partir de 1980 en función de un designio tan simple como preciso: nombrar obispos de una sola mentalidad y sensibilidad, seguros, que respondan sin dudar a los deseos de Roma. Y al hablar en este contexto de Roma no nos referimos al centro de comunión eclesial, sino a una mentalidad y una interpretación reduccionista del Concilio.

      Naturalmente, en esta actitud subyace un modelo de cultura, de identificación de este modelo con la ortodoxia y de recelo y rechazo de cuanto no coincida con el modelo propio. Esto explica el corto y anacrónico bagaje con el que una buena parte de los episcopados italiano y español se dirigió a Roma para participar en el Concilio Vaticano. Apenas conocían las corrientes dominantes en Centroeuropa y seguían pensando que la situación existente en sus países era la ideal entre todas las posibles. En sus discursos encontramos no pocas ideas y características del integrismo propio de los primeros decenios del siglo XX. La pretensión de olvidar el pasado inmediato; la idea de mantener el talante católico y los documentos pontificios del siglo XIX, sin aceptar que se correspondían con una época que poco tenía que ver con la nuestra; la condena tajante del liberalismo, entendido como el conjunto de las libertades de pensamiento, enseñanza, publicación y cultos, libertades que consideraban causantes de todos los males modernos, y el recelo hacia el pluralismo y la democracia; la añoranza por la confesionalidad de los Estados y por el pasado tridentino, considerado como el mejor de los tiempos, constituyen algunos de sus rasgos más característicos. Una vez más, se trata de no aceptar el siglo en el que les ha tocado vivir, condenando todas sus características. Se trata de una lucha titánica contra el tiempo, contra la realidad, contra el mundo.

      Los cambios consecuencia del Concilio, que se producen a partir de 1965 y que claramente representan un punto de no retorno, constituyen para los fundamentalistas cristianos una tragedia de consecuencias incalculables. Incluso intelectuales franceses, ateos declarados, escriben muy negativamente contra los cambios litúrgicos, considerando que la aparente debilidad de la Iglesia constituye un mal para la sociedad en su conjunto. Dan a entender, pues, que los cambios surgidos alrededor del Concilio resultan negativos para el cristianismo y para el Estado. Simultáneamente aparece un anticlericalismo de derechas, dentro de la misma Iglesia, que ataca a algunos sectores de la jerarquía y del clero con una virulencia desconcertante. Identifica la defensa del catolicismo y de la Iglesia con sus ideas religiosas y políticas, casi siempre interrelacionadas. No acepta ni el Concilio, ni la democracia, ni el cambio social. La campaña de desprestigio contra sus opositores utiliza las acusaciones de «comunistas», «criptoprotestantes» y «masones».

      Tras este rechazo generalizado de la sociedad moderna se encuentra, en realidad, la defensa de una concepción política y económica, pero también de un modo de estar en la sociedad y de concebir la eclesialidad. En efecto, defienden, sobre todo, una eclesiología que había sido superada por la doctrina conciliar. Pocas veces en nuestra historia encontraremos un ejemplo tan claro de intromisión indebida, con métodos inmorales, en la vida de la Iglesia por parte de una minoría cuya fuerza no era solo el poder político y económico, sino la insidia, el secreto y la mentira. De hecho, en estos ambientes, tanto romanos como nacionales, se mantendrá el convencimiento de que los obispos conciliares no habían sido capaces de defender sus derechos y la doctrina adecuada y de que, por consiguiente, era urgente un cambio.

      En momentos de dificultad se tiende a la rigidez y a individuar enemigos. Se divide la sociedad entre los buenos y los otros, los católicos sin más y los otros, los seguros y los otros.

      Para unos, la posibilidad de ser miembros de la Iglesia queda restringida a la identificación con su punto de vista, con su idea de Iglesia y de doctrina. Para Lamennais, la no aceptación de sus ideas suponía el desinteresarse completamente de la casa familiar, el sentirse extraño en ella, el no preocuparse más por ella. En cualquier caso, en una institución religiosa en la que la conciencia y la caridad resultan las columnas vertebrales, la arrogancia y prepotencia de quienes ejercen la autoridad resultan decisivas. Quienes impiden, atacan o debilitan la comunión entre sus miembros resultan los responsables. Entre estos, su actitud rígida e integrista no se debe siempre a la defensa incansable de los derechos de la verdad ni al convencimiento de que hay que proclamar los derechos de la verdad «caiga quien caiga», sino, a menudo, a una ignorancia personal, a cierta insensatez incapaz de calibrar los efectos de los medios utilizados para proclamar su verdad, a concepciones de Iglesia que no siempre son la evangélica.

      En nuestros días, la aceptación del pluralismo religioso y del diálogo intraeclesial constituye la auténtica revolución contemporánea, pero, al mismo tiempo, observamos cómo todo se complica y se agudiza. No solo da lugar a las acusaciones de Lefebvre de neomodernismo y neopaganismo, sino que está resultando muy difícil ponerlo en práctica, sobre todo internamente. En efecto, nos encontramos con una comunión de Iglesias que viven situaciones y anhelos diferentes. Se trata de aceptar un pluralismo religioso intraeclesial

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