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cosas, eh, porque afortunadamente es un chiquillo de lo más despierto, pero a Plástica no va. ¿Y el tuyo, cuántas actividades dices que tiene?

      Ese interés exclusivamente cuantitativo que muestra la señora del mercado por las ocupaciones del hijo de su comadre es una de las características más prominentes de la sociedad de la hiperimitación, que, si pone números a las cosas, es sobre todo para que cada imitador pueda saber, de un modo rápido y exacto, si sus tareas imitativas superan a las del vecino. Los ministros de Educación y otros responsables del fracaso escolar fijan el éxito de su gestión en el número de ordenadores que asignan cada año a los centros públicos. Y, en la universidad, la valoración de la llamada «investigación» también se ha ido convirtiendo cada vez más en una cuestión numérica: la reputación de una facultad depende en gran medida de la cantidad de trabajos de investigación que sus profesores publican en las revistas especializadas, las que ahora se conocen como «de impacto», algunas de las cuales —dicho sea de paso— han sido puestas en evidencia, en el ámbito de las ciencias sociales, por haber admitido en sus páginas falsos estudios científicos, astutamente pergeñados por académicos sensatos con inconcebibles disparates que imitaban el modo de discurrir de los trabajos que esas revistas suelen tomar por serios.*** El número de referencias y citas que contiene un trabajo académico es, por otro lado, un criterio de evaluación de una importancia decisiva. Las madres, los ministros, los investigadores académicos… en todos ellos parece haber tomado cuerpo el espíritu de Bouvard y Pécuchet: «En la gran biblioteca, hubieran querido conocer el número exacto de volúmenes».26

      IMITACIÓN DE LA EXTRAVAGANCIA. IMITACIÓN DEL PRÍNCIPE. La imitación del hombre ofrece una estrategia de encubrimiento muy interesante —porque, en lugar de constituir una excepción, es de hecho una valiosa prueba del fenómeno que pretende negar— cuando se presenta como un caso de contraimitación. Nada se asemeja tanto a una personalidad única como otra personalidad única. La extravagancia se alimenta de los lugares comunes de la extravagancia, y por ello se presta con tanta facilidad a la caricatura. En el artículo titulado El café, Larra habla de unos abogados «que no podrían hablar sin sus anteojos puestos» y de un médico «que no podría curar sin su bastón en la mano»,27 y Jules Renard describe en más de una ocasión en su Diario la manía crónica de los poetas de dejarse largas cabelleras.28 Renard también anota en una entrada de 1890 que el actor, incluso cuando está más sumergido en sus preocupaciones, pasea circularmente una mirada escrutadora para asegurarse de que le miran y le reconocen.29 La vanidad, que según Pascal es el motor de todas las acciones humanas, resulta inseparable de la imitación. Tal vez sea por eso por lo que ciertos actores de hoy en día causan a menudo la impresión de ensayar en las escuelas de Arte Dramático y en los escenarios teatrales el papel que representan en su vida social. Lo más habitual es que ese tipo de actor, siempre inclinado, como el intelectual o el artista, a creer que posee una personalidad irrepetible, adopte una gesticulación ceremoniosa, una pronunciación escandida, un léxico pseudocultivado y una orgullosa mirada de dignidad profesional (que en el fondo puede que no sea más que el producto refinado de un diligente esfuerzo por disimular la mirada escrutadora que describe Renard); pero en los tiempos que corren también es posible que las ínfulas se le decanten por un popularismo de lenguaje ordinario y gestos vulgares. Esas fiebres narcisistas alcanzan su punto álgido cuando a los afectados se les presenta la ocasión de exaltarse mutuamente la gloria en algún intercambio de galardones, y mucho más aún cuando se sienten llamados a participar en un acto de reafirmación ciudadana.

      Con una variante de la arrogancia que se conoce como modestia y una variante del deseo que se conoce como renuncia, el mismo afán contraimitativo que identifica las pretensiones de los genios del arte alimenta también aquellas posturas existenciales que suelen tenerse por más auténticas, originales o dignas que las otras: las de los sujetos entregados a la vida contemplativa o al cultivo de virtudes sacrificiales tales como el vegetarianismo, la castidad u otras modalidades de la abstinencia pretenciosa. A propósito del vegetarianismo, Julio Camba hace una observación de un interés extraordinario: en su opinión, los vegetarianos son personas que generan escasos jugos gástricos y que, por consiguiente, suelen tener muchas dificultades para digerir la carne. Las personas afectadas por esa dolencia presentan un aspecto enfermizo y, por una extraña disposición de la naturaleza, son muy propensas a fundar sectas, pero nunca habían fundado una —asegura Camba— que tanto tuviese que ver con su problema.30 Es en verdad una observación muy justa que los seguidores fervientes de los más variados cultos parecen o acaban pareciendo vegetarianos, pero en ese tipo de fenómeno no resulta nada sencillo distinguir la causa del efecto. Es muy posible que el peso de las ideas peregrinas haga perder el hambre al estómago más voraz, y hasta podría ser que las sugestiones miméticas que asimila el iniciado no afectasen solo a movimientos externos como la gesticulación y la expresión facial, sino también a movimientos internos como el peristaltismo y las secreciones digestivas, pero, si Camba no andaba equivocado y la desgana y la falta de color son condiciones necesarias para la experiencia sectaria, entonces esas formas completas de imitación que llamamos ideologías, religiones, culturas identitarias, etc., serían en realidad estrategias destinadas a hacer de la necesidad virtud. Se ha dicho que el fanático nace y que después adopta una ideología concreta; y de hecho no son raros los casos de fanáticos que, con el tiempo, acaban poniéndose al servicio de una causa diametralmente opuesta a la que defendían poco antes, con el mismo espíritu de intolerancia que exhibían cuando militaban en las filas contrarias.

      Si fuese cierto que obedecen a una disposición innata, esas conductas, lejos de contradecir en ningún aspecto la lógica de la imitación, aún la reforzarían con su manifiesta falta de contenido. El caso del partidismo ideológico resulta, en este sentido, de lo más ilustrativo. En efecto, las personas que invierten en la militancia política las principales energías de la existencia suelen presentar, a ojos de los que no están tocados por la misma ilusión, una homogeneidad locutiva y gestual a la que, si la afectación resulta crónica, acaban acomodando incluso el timbre de voz y los surcos de la expresión facial. Tan curioso comportamiento, capaz de mostrar por sí solo y con inigualable precisión, la naturaleza mimética de la filiación política, proporciona un caso de imitación completa de la personalidad que es uno de los más acusados que se pueden contemplar: la imitación del príncipe.

      En Los domingos de un burgués de París, Maupassant describe los hábitos de un caballero que dedica la mayor parte de sus esfuerzos a recrear en su persona la figura de Napoleón III:

      A fuerza de contemplar al soberano, hizo como tantos otros: le imitó en el corte de la barba, el arreglo del cabello, la forma de la levita; en sus andares, sus gestos —¡cuántos hombres, en cada país, parecen retratos del príncipe!—. Puede que tuviera una vaga semejanza con Napoleón III, pero su pelo era negro; se lo tiñó. Entonces el parecido fue absoluto; y, cuando encontraba por la calle a otro caballero que también representaba la figura imperial, se sentía celoso y lo miraba con desdén. Este deseo de imitación pronto se convirtió en su idea fija, y, habiendo oído a un ujier de las Tullerías remedar la voz del emperador, él también adquirió sus entonaciones y su lentitud calculada.31

      En nuestros días, en virtud de los medios de comunicación, el fenómeno ha adquirido una vistosidad completa. En efecto, la radio y la televisión nos ilustran continuamente sobre esa particularidad en las personas de políticos de segunda fila y periodistas afines a una determinada corriente partidista que observan, respecto a sus dirigentes, una conducta muy similar a la que el burgués de París retratado por Maupassant observa respecto a Napoleón III. El concurso de micrófonos, focos, cámaras, etc., proporciona a la imitación del príncipe un espacio dramático que ya de por sí predispone a la sobreactuación, pero se trata, según todas las apariencias, de una imitación inconsciente, perfectamente clasificable dentro de la imitación profesional, la que practican de manera mecánica —incorporados ya todos los rasgos de la personalidad mimetizada al carácter propio del sujeto que representa y se representa— el tendero, el funcionario, el psicólogo, el médico o el profesor. Ahora bien, así como en la imitación profesional vulgar lo que se copia es una personalidad ideal, tan imposible de identificar con un individuo originario, como lo son, por ejemplo, la costumbre inveterada de los tenderos de ponerse el lápiz en la oreja o el de los médicos

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