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El de siempre, con muchos personajes, improvisado y sin embargo obvio, construido generalmente de vestigios de clásicos infantiles.

      Me costaba concentrarme, cada tanto aletargaba el relato dispersándome con recuerdos, pensando en mi amigo, nuestras familias, hasta detenerme a veces por completo. El reclamo justo de mi hija me introducía otra vez en la historia… Eso mismo, amor, el gorrión Facundo se había golpeado en una de las alas al caer de un árbol, y claro, sí, estaba muy triste. Pobrecito. Sí, le dolía el costado… Unas vacaciones inolvidables en el norte, lágrimas etílicas una navidad, una cena con el Gordo y su mujer en un restaurant carísimo, mi esposa que se cae camino al baño, nos reímos por una hora… Sí, amor, es lo que te digo, no iba a poder volar por un tiempo y el gorrión Facundo, eh… su amiga la tortuga Wendolina, entonces, lo invitó a comer y… a cenar, eso, para levantarle el ánimo, viste… Un hotel con vista al mar el verano pasado, un ataúd grande, sus hijos jugando con los míos en un parque o en la calesita de la plaza, un ataúd pesado… ¿Y qué le preparó, papá? Ah sí, algo rico, le preparó polenta con nueces, dije sin vacilar, con la espontaneidad del que sugiere una comida tradicional y como si un instante antes no hubiera tenido en la punta de la lengua la frase “Gordo y la reputa madre que te pario”. ¿Y le gustó al gorrión Facundo la polenta con nueces? Era su comida preferida, contesté, la tortuga sabía el gusto de Facundo, por eso la preparó, era su amigo y los amigos saben todo… Hice una pausa, hubo silencio. Intuí una nueva pregunta. Mates bien amargos un domingo viendo carreras, esperando el anaranjado de las brasas para tirar la carne y las achuras, pesca en un arroyo fumando de modo compulsivo unos apestosos cigarrillos negros… ¿Y Wendolina qué comió? Lo mismo, dije resuelto. ¡Las tortugas no comen polenta con nueces!, dijo mi nena sonriendo aunque con cierta preocupación, ¡comen lechuga, papá! Bueno, pasa que… comencé una incipiente explicación, pasa que… la tortuga, eso, Wendolina era tan amiga del gorrión… viste que Facundo estaba triste por el golpe que se había dado al caer del árbol mientras volaba, entonces, aunque a la tortuga no le gustara la polenta con nueces, ella, Wendolina, lo quería tanto, tanto, pero tanto a su amigo, que lo acompañó en la cena. Ah, claro, dijo satisfecha, se la oía cansada. Con tal de verlo feliz comió con Facundo, juntos y eso los puso felices, polenta con nueces, ¿entendés?… Sentí que su abrazo perdía firmeza, la mano liviana en el pecho y su respiración tibia contra mi cuello. Ya dormía. Estuve quieto a su lado unos minutos hasta que tanteé mi teléfono móvil en el bolsillo de mi pantalón; lo extraje dubitativo. Contemplé un buen rato a mi hija dormir, la simpleza del sueño en que imaginé navegaba.

      Tres puñaladas

      Estoy aquí por lo de siempre, escapo, huyo del insomnio, de mis noches en blanco en que si no escribo siento culpa, y si lo hago compruebo en cada párrafo, frase o hasta palabra que mi trabajo es inmensamente mediocre. Emborracharme en un bar pude resultar un plan formidable antes que padecer sobrio la frustración y el odio.

      Son más de la una de la mañana. Un tipo que no vi entrar se sienta a mi mesa sin siquiera pedir permiso. No habla. Voy por mi tercer whisky, quizá cuarto, delicioso ya para mi paladar, y no inmundo como suelen ser los primeros tragos de la bebida blanca de cuarta categoría. Apenas si me dirige una que otra mirada evasiva; trae un ramo de flores en su mano que, apoyada sobre la mesa, parece descansar abatida. Lo observo por un buen rato hasta que se toma la frente y dice algo así como no lo puedo creer. No parece borracho, aunque en mi estado no es garantía de nada, y si bien me veo tentado de preguntarle si se siente bien —su gesto está inundado de angustia— reprimo el impulso.

      Eran las doce de la noche cuando decide matar a su esposa, dice como recitando, sin dirigirme la mirada. Así comenzaba el cuento que leía esta noche, agrega luego de notar mi gesto interrogante. Un cuento de un libro que compré hace unos días… en el cuento, un tipo, un tipo como usted, como yo, una noche, mientras lee un libro plácidamente en la cama, toma la decisión de matar a su mujer. Sí, así de sencillo, el tipo lo vive como un escenario incuestionable, como un deber al que no puede rehusarse, no hay vacilaciones morales, sólo sabe que necesita hacerlo, liberar el impulso, ni siquiera mientras lee y cavila entre párrafos el asesinato que va a cometer, dirige una mirada piadosa a la esposa que duerme y ronca desprevenida a su lado… Lo interrumpo levantando una mano, me suena familiar la historia, quién no lo ha deseado alguna vez no puede llamarse esposo, bromeo. Tres puñaladas, dice sin siquiera esbozar una mínima mueca por mi reciente ironía, el tipo supo, como una revelación, que iban a ser tres puntazos, certeros. No se lo cuestiona un segundo, se levanta de la cama y camina por el pasillo que comunica con el living y la cocina, siente la suavidad de la alfombra verde oliva en sus pies descalzos…, continúa relatando con tono monocorde y mirada hipnótica. En la cocina bebe con avidez un vaso lleno de agua, tiene mucha sed. Toma el cuchillo y comienza a desandar el camino recorrido. En el pasillo, se detiene frente a un espejo de gruesos marcos de madera rústica y sonríe al ver su rostro. Levanta el cuchillo hasta la altura de su cara y lo mueve hasta ver un destello en el cristal que lo refleja. Con premeditado sigilo empuja la puerta de su cuarto con el dedo gordo de su pie derecho. El tipo hace una pausa abrupta, me desconcierta, no por la historia, sino por las lágrimas que ahora caen por sus mejillas. Yo a esa altura temblaba, añade, no pude continuar la lectura… ¡era de mí del que hablaba el relato!, estaba aterrado, ¿puede creer una cosa semejante? Su mano temblorosa barre con torpeza las lágrimas de su cara. Vuelve a esconderla bajo la mesa. Tal vez animado por mi quinto whisky dejo escapar una breve risa nasal, este tipo está loco, pienso. Disculpe caballero, digo esforzándome en modular pausadamente, hace un buen rato que no hablo y siento las cuerdas vocales empastadas, no comprendo. ¿Cómo que no entiende?, dice manifestando enojo, hace aparecer sus dos manos de debajo de la mesa y empuja con desprecio el ramo de flores al piso, jamás la hará feliz, jamás, haga lo que haga, luego las apoya abiertas sobre el mantel. Fija su vista en ellas. Yo también leía en la cama, como el tipo, y mi esposa dormía a mi lado, indefensa… Parece hablarle a sus manos. Me pongo serio. Tuve mucho miedo, continúa y se aproxima hasta hacer chocar su pecho contra el borde de la mesa, percibo la tibieza de su aliento, ¿ve mis manos?, susurra ahora y espía por el rabillo del ojo a su alrededor, no me animé a mirar al costado donde ella dormía, sólo me detuve a oír el sonido del dormitorio y el silencio absoluto me horrorizó, no la oía respirar… me levanté rápido para huir, caminé descalzo por el pasillo y no sé por qué me detuve en el espejo para mirarme. Se separa de la mesa y baja la mirada al piso. No me reconocí. En la mesa de la cocina vi unos cuchillos desordenados. Hace una pausa y levanta su rostro para mirarme. Tiene otra vez los ojos llenos de lágrimas. Escapé, ¿sabe?, huí desesperado de mi propia casa, como un intruso…, dice con los puños ahora apretados. Inesperadamente levanta una pierna hasta apoyarla sobre la mesa. Está descalzo. Veo un corte, una herida sangrante en la planta de su pie. Huí, cobarde, sin saber si debía asistir a mi esposa, si la había lastimado… Le digo que se tranquilice, con un ademán le indico que baje el pie de la mesa. Tres puñaladas, repite, lo leí en el cuento… todavía siento la resistencia de la carne al hundir el filo… Se toma la cara con las dos manos, lloriquea, no reprime el sonido de un sollozo que me incomoda. No, quédese tranquilo, no pasó nada de eso, digo con torpe dicción, soy escritor y sé de lo que hablo, olvídese… sí, no me mire así, soy escritor y lo entiendo, también tenemos malos días como cualquiera, por ejemplo hoy me llamaron de la editorial para decirme que me iban a devolver los libros distribuidos hace un año… ¿lo puede creer?, casi me dijeron que me los metiera en el culo, todos y cada uno. Con exageración abro las palmas de mis manos, bueno, no todos, fíjese qué curioso, uno se había vendido, uno sólo nomás. Uno. Hago una pausa y agrego indolente: la decadencia no es tal si no cuenta con alguna ironía. Quedamos en silencio un instante. Tu libro es bueno, me dijo mi agente, pero debe estar maldito. Lo insulté, ¿qué más podía hacer?… El tipo me estudia, me mira callado, sin embargo en sus ojos perdura una preocupación que parece no abandonarlo. ¿Para qué voy a seguir escribiendo si nadie quiere leer mi trabajo?, ni mi esposa, ella detesta todo lo que hago… en fin… hoy, como otras veces, no podía concentrarme en nada y me fui a la cama temprano, pero ni una buena lectura apaciguaba mi rabia y entonces salí a despejarme… a lo que voy, amigo, es que… es que cuando uno escribe recrea la realidad y las casualidades

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