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lo que se podía esperar de un aristócrata, siempre y cuando garantizara su descendencia legítima, que su consorte, la princesa Luise von Hessen-Darmstadt, también le dio en su momento. Con ello se garantizaba el éxito de la operación matrimonial urdida por las madres de ambos, unidas en la viudez. Que el matrimonio fuera un fracaso personal de ambos cónyuges era por lo demás irrelevante.

      Ahora bien, quod licet Jovi, non licet bovi y solo gracias a la protección del duque pudo vivir Goethe 18 años en escandaloso concubinato con una mujer «de baja extracción» como Christiane Vulpius. Esta desigualdad continuada era precisamente lo peor a ojos de los nobles, que por otra parte se permitían con cierta normalidad el abuso de los «inferiores». En la misma narración autobiográfica de su vida, con todo y ser la de un patricio burgués, se puede entrever el constante riesgo de humillación en que se encontraba frente a los nobles.

      Los servicios de «Leporello» a Karl August no constituyen el capítulo más glorioso de la biografía de Goethe. Años después la Revolución francesa le daría la ocasión de participar activamente en lo que (también para Hegel) constituía el máximo honor de la nobleza, el servicio de las armas, aguantando el fuego enemigo en la batalla de Valmy. Cuando en 1806 Karl August sea derrotado junto con los prusianos, será su esposa Luise quien se enfrente personalmente a Napoleón para pedirle el cese del saqueo sin ofrecerle contrapartidas, pues la fidelidad al rey de Prusia le impide a su esposo, fugado, rendirse ante él. El emperador plebeyo cede ante la princesa y el orden queda salvado; según sus propias palabras las bayonetas valen para todo menos para sentarse sobre ellas.

      * * *

      Es un umbral de época, se anuncia la «Modernidad» a la que seguimos adjudicándonos, pese a que ya estamos inmersos en el siguiente umbral. Del nuestro se podría decir que des-sincroniza el interior mismo de la última generación de referencia, los millennials (1980-2000), mientras que aquel umbral de época afectó por igual a las dos generaciones alemanas nacidas en los vertiginosos 1740-1780. La irrupción exterior de Napoleón generó como un interregno lleno de vicisitudes militares y sociales, pero con fronteras culturales nítidas. Su límite anterior se puede fijar incluso con nombres propios como el de Kant y Moses Mendelssohn; los de Schopenhauer y Heine valdrían para señalar el límite posterior.

      La enorme potencia de una subjetividad libre que irrumpe en el viejo orden más bien lo parasita que lo destruye; lo estremece, pero no lo derrumba. No es otra la clave de la era de Goethe. Pero la complejidad de los acontecimientos es muy densa. La década que abarca desde 1795 hasta 1805 es el momento en que, por el trasfondo, se alza como una erupción fascinante el Idealismo especulativo entre el Fichte de la Doctrina de la Ciencia y el Hegel de la Fenomenología del Espíritu. Mueren Kant y Schiller. Y lo que anuncian las nuevas obras y las muertes debidas es el Yo que ellas ni son ni expresan, o que se había ido fraguando antes, pero solo ahora brota como un reventón y aún va a seguir produciendo efectos espectaculares. Esa década parece corresponder como a un campo magnético; a su curvatura se acopla la filosofía de Hegel, punto de capitón del presente relato.

      La filosofía pretende guiar al mundo, pero ella misma es síntoma. Y la filosofía no responde solo a la Re­vo­lu­ción francesa, como en este caso se suele dar por supuesto. Porque cuando se desató la revolución en Francia, también el protestantismo se hallaba en una crisis profunda: se trata de dos realidades inflamables por separado, pero que explotan al coincidir. El foco de esta grandiosa conflagración es poco aparente, interior a un reducido grupo de jóvenes burgueses; afecta a la institución de la disciplina moral y la seguridad vital, la religión, y específicamente a su acomodación política bajo el cuius regio eius religio (para el judaísmo significa la apostasía en masa de su clase media); afecta a la institución reproductiva del matrimonio y a los mismos hábitos sociales, no solo a la política. La sociedad sigue siendo aristocrática; pero esta hegemonía se encuentra como de repente con que no es tan compacta como se presenta en su mundo ceremonial, representativo, cuyas mismas batallas se parecían a maniobras y desfiles.

      Los sentimientos se escapan a través de las junturas institucionales. En cierto modo la soberanía religiosa del bautizado había hecho plausible en Alemania la nueva conciencia de la Libertad. Melanchthon había adoptado los recursos escolásticos para dotar al protestantismo –enfrentado con la casta sacerdotal católica– de una estructuración comparable. Wolff la secularizó en la academia alemana. De ahí la boutade de Gadamer cuando definió al Idealismo alemán como Rousseau más el Padre Suárez (parodiando la autodefinición de la revolución leninista como comunismo más electricidad). El idealismo especulativo dota a la nueva subjetividad de una forma teórica poderosa y convincente, mientras de algún modo perviva la escolástica y… el pre-sentimiento divino. Se trata de un momento fundacional, que a continuación irá sufriendo torsiones monstruosas hasta casi nuestros días; casi…: la naturaleza ha dejado de devolvernos nuestra imagen divina; más bien vemos en ella la sombra oscura que nos devuelve nuestra propia destrucción.

      Las generaciones que protagonizamos en la segunda mitad del siglo xx la reconstrucción de Europa teníamos como referencia la fuerza de sus ideas, especialmente las del Idealismo alemán y su escatología progresista. Las urgencias que hoy afrontamos son catastróficas y globales. Aquellas ideas solo nos pueden valer, quizá, transponiéndolas a otro tono, a otro espacio, no como doctrinas.

      [1] Traduzco «ausgezeichnet» por «distinguida», sabiendo que ese término alemán podía tener también el sentido de «marcada», «estigmatizada». No supongo la inocencia de Goethe al respecto.

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