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parece perfecta para denominar a la fusión de tierra y sangre:

      —Naxtarfí.

      Y no te equivocas, es el término justo.

      [Lumbre viviente]

      Estela se pinta los labios frente al espejo.

      Le parece una actividad engorrosa.

      Tampoco tiene habilidad para hacerlo, termina siempre pintando fuera de la comisura de sus labios.

      Hasta el olor del labial la hace fruncir el ceño.

      Luego de sonreír forzadamente y mirar uno de sus dientes manchados, arroja el labial al piso. Mientras se agacha para ver dónde quedó el tubo, Estela recuerda la mañana cuando entró al cuarto de su hija –de tu madre, Lúa– y la vio maquillada por primera vez:

      La jovencita lucía encantadora. Canturreaba y no paraba de bailar sobre su propio eje. Estela pensó que su hija era hermosa, como el fuego. Y también determinó que al igual que las llamas, no importaba cuánto se moviera la muchacha, cuánto cambiara o cuan impredecible resultara su agitación, nunca perdía su hermosura. Estela se acercó a la joven y sintió que incluso generaba calor, concluyó que, en efecto, era lumbre viviente. La mujer tuvo el impulso de calentar sus manos acercándolas al cuerpo de su hija.

      Ese día fueron al zoológico de la ciudad vecina. Los hombres, en lugar de ver a los hipopótamos, a los venados, a los cocodrilos, miraban a la adolescente, como quien mira el crepitar de una fogata y desea su calor. El rugido de uno de los leones apareció justo cuando Estela ofendía a uno de los “viejos cochinos” que miraba a la jovencita. El gruñido felino dotó al insulto humano de una animalidad insólita.

      Mientras madre e hija veían a los simios haciendo nada, la muchacha se puso de nuevo a bailar sobre su propio eje. Su belleza incendió al zoológico, carbonizó a los animales, dejó una tibieza reconfortante en el aire.

      Estela sintió ganas de inmolarse en su hija-lumbre para evitar la aflicción que se avecinaba, para no vivir nunca las consecuencias del crecimiento de la muchacha.

      Cuando Estela recoge el lápiz labial, se embarra los dedos con el rojo cremoso. Maldice en voz alta.

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