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tales ocasiones, Shere Khan los halagaba manifestándose sorprendido de que tan jóvenes y excelentes cazadores se dejaran guiar por un lobo que estaba ya medio muerto y por un cachorro humano.

       –Me han contado por ahí –les decía Shere Khan– que no se atreven a mirar a los ojos al hombrecito cuando se reúnen en el Consejo.

       Y los lobos le contestaban gruñiendo, erizando el pelo. Bagheera, que parecía estar en todas partes, viéndolo y oyéndolo todo, llegó a saber algo de esto, y más de una vez le explicó a Mowgli, en pocas palabras, que Shere Khan algún día lo mataría; a lo que Mowgli contestaba riéndose:

       –Cuento con la manada y contigo; y hasta Baloo, con toda su pereza, no dejaría de dar algunos golpes para defenderme. ¿De qué preocuparme entonces?

       Un día de muchísimo calor, a Bagheera se le ocurrió una nueva idea, nacida de algo que había oído, y dijo a Mowgli:

       –¿Cuántas veces te he dicho, Hermanito, que Shere Khan es enemigo tuyo?

       –Tantas como frutos tiene esta palmera –contestó Mowgli, que, naturalmente, no sabía contar–. ¡Bueno! ¡Y qué! Tengo sueño, Bagheera, y Shere Khan no tiene más que mucha cola y muchas palabras...

       –No es hora de dormir. Baloo sabe que es verdad; lo sabe la manada, y lo saben hasta los infelices, los simplísimos ciervos. A ti mismo, además, te lo ha dicho Tabaqui.

       –¡Oh! –repuso Mowgli–. Hace poco vino con las impertinencias de que yo era un desnudo cachorro de hombre y que no servía ni para desenterrar raíces; pero lo tomé por la cola y lo golpeé contra una palmera un par de veces para enseñarle a tener mejores modales.

       –¡Valiente tontería! Porque aunque Tabaqui es un chismoso, te hubiera dicho algo que te interesa mucho. ¡Abre esos ojos, Hermanito! Shere Khan no se atreve a matarte en la Selva; pero acuérdate de que Akela está muy viejo, y no tardará en llegar el día en que le será imposible cazar un solo ciervo. Ese día dejará de ser el jefe. Muchos de los lobos que te admitieron cuando fuiste presentado al Consejo son ya viejos también, y los jóvenes creen, porque así se lo ha enseñado Shere Khan, que un cachorro humano no tiene derecho a estar en la manada. Dentro de poco serás un hombre.

       –¿Qué es, pues, un hombre que no puede juntarse con sus hermanos? –preguntó Mowgli–. En la Selva nací, su Ley he obedecido, y no hay un solo lobo, entre los nuestros, al que yo no le haya arrancado alguna espina de las patas. ¿Cómo dudar de que son mis hermanos?

       Bagheera se recostó y, con los ojos medio cerrados, dijo:

       –Toca ahí, Hermanito, bajo mis mandíbulas.

       Levantó Mowgli su áspera y tostada mano, y debajo de la suave barba de Bagheera encontró un espacio raído.

       –Nadie, en toda la extensión de la Selva, sabe que yo, Bagheera, tengo esta marca..., la marca que deja el collar; y, sin embargo, Hermanito, yo nací entre los hombres, y entre ellos murió mi madre..., en las jaulas del Palacio Real, en Oodeypore. Este fue el motivo que me llevó a pagar por ti el precio convenido en el Consejo cuando no eras más que un desnudo cachorrito. Sí, también yo nací entre los hombres. La Selva era desconocida para mí, me alimentaban a través de los barrotes de la jaula, hasta que una noche despertó en mí el sentimiento de que yo era Bagheera, la pantera, y no un juguete para diversión de los hombres, y entonces rompí de un zarpazo la estúpida cerradura y me escapé; y precisamente porque sabía las costumbres de los hombres, llegué a infundir en la Selva más terror que Shere Khan. ¿No es cierto?

       –Sí –afirmó Mowgli–; todos en la Selva temen a Bagheera..., todos, excepto Mowgli.

       –¡Oh!... Tú eres cachorro humano –dijo con gran ternura la pantera negra–, y del propio modo que yo he vuelto a mi Selva, así debes tú volver, al fin, donde están los hombres..., los hombres que son tus hermanos. Esto, si no te matan antes en el Consejo.

       –Pero ¿por qué? ¿Por qué alguien va a querer matarme? –preguntó Mowgli.

       –Mírame –contestó Bagheera. Y Mowgli la miró fijamente en los ojos. La enorme pantera, luego de algunos momentos, volvió la cabeza–. Por esto, hasta a mí me es imposible mirarte a los ojos, y eso que yo nací entre los hombres; y te quiero, Hermanito. Los otros te odian porque eres sabio, porque has arrancado espinas de sus patas, porque... eres un hombre.

       –No sabía nada de eso –replicó con aspereza Mowgli, arrugando las negras y gruesas cejas.

       –¿Cuál es la Ley de la Selva? Pega primero y avisa después. Hasta por tu propio descuido conocen que eres un hombre. Pero sé prudente. Me dice el corazón que en cuanto a Akela se le escape el primer ciervo sobre el cual se arroje, la manada se pondrá en contra de él y de ti. Se celebrará un Consejo de la Selva en la Peña, y entonces..., y entonces... Ya tengo una idea –dijo Bagheera levantándose de un salto–. Vete inmediatamente donde los hombres tienen sus chozas, allá en el valle, y toma una parte de la Flor Roja que allí cultivan, a fin de que en el momento oportuno puedas contar con un apoyo más fuerte que yo, o que Baloo, o los que bien te quieren en la manada. Anda y busca la Flor Roja.

       Bagheera decía Flor Roja refiriéndose al fuego.

       –¿La Flor Roja? –preguntó Mowgli–. ¿Es la que a la hora del crepúsculo crece fuera de las chozas? Yo la tomaré.

       –Así deben hablar los cachorros de los hombres –dijo Bagheera con orgullo–. Acuérdate de que la flor crece en unas macetas pequeñas. Cortas una y la guardas para cuando la necesites.

       –¡Bueno! –exclamó Mowgli–. Allá voy. Pero ¿estás segura de que todo esto es obra de Shere Khan?

       –Por la cerradura que me dio la libertad, te aseguro que sí, Hermanito.

       –Pues, entonces, por el toro que sirvió para rescatar mi vida, te prometo que voy a saldar mis cuentas con Shere Khan, y es posible que le pague aun algo más de lo que le debo. –Y diciendo esto salió disparado.

       Mowgli había ido alejándose por el interior del bosque, a todo correr, con el corazón ardiendo en su pecho. Llegó a la cueva a la hora en que comenzaba a aparecer la niebla de la tarde, se paró para tomar aliento, y miró hacia el fondo del valle. Los pequeños lobos habían salido, pero mamá Loba, desde las profundidades de la caverna, conoció por el modo de respirar que algo le pasaba a su rana.

       –¿Qué hay, hijo? –exclamó.

       –Palabrerías de ese Shere Khan –respondió Mowgli–. Esta noche cazo en tierras de trabajo –añadió, y en seguida se hundió entre los arbustos, dirigiéndose hacia el lugar por donde corrían las aguas en el fondo del valle. Se detuvo allí, porque oyó los salvajes alaridos de la cacería en que se encontraba la manada; el mugido del sambhur cuando lo persiguen; el resoplar del ciervo que se ve acorralado. Entonces resonó un coro de perversos e insultantes aullidos que partía de los lobos más jóvenes.

       –¡Akela! ¡Akela! Deja que el Lobo Solitario muestre su fuerza –decían–. ¡Paso al Jefe de la manada! ¡Salta, Akela!

       Sin duda, el Lobo Solitario debió saltar equivocando el tiro, porque Mowgli oyó el castañeteo de los dientes y luego una especie de ladrido cuando el sambhur le hizo rodar por el suelo empujándolo con las patas delanteras.

       No esperó ya más para ver lo que sucedía. Siguió adelante, y los gritos fueron oyéndose cada vez más débiles a medida que se alejaba en dirección a las tierras de cultivo, en las cuales vivían los campesinos.

       “Bagheera estaba en lo cierto –se dijo al recostarse sobre unos forrajes que encontró bajo la ventana de una choza–. Mañana será un día importante para Akela y para mí.”

       Pegó, entonces, la cara a la ventana, y miró el fuego que ardía en el suelo. Vio a la mujer del labrador levantarse y arrojar sobre las llamas unos pedazos de algo negro. Al llegar la mañana, cuando todo estaba envuelto en blanca y fría neblina, vio a un niño, hijo del campesino, tomar una especie de maceta de mimbre, llenarla

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